CAPÍTULO XIII
Aquel día debí morir. Ni siquiera cuando fui "selecciona¬da" estuve tan cerca de la muerte. Cuando pienso en ello, me considero muerta, y me imagino que estoy regresando del otro mundo.
Si Irma Gríese hubiese sido menos curiosa, yo había pe¬recido. Pero, por lo visto, estaba demasiado interesada en averi¬guar por qué el doctor Fritz Klein, médico de las S.S. encargado del campo de mujeres de Auschwitz y después de Bergen-Belsen, había creado un puesto expresamente para mí, aunque estaba convertida en una piltrafa humana, rapada la cabeza, sucia, ha¬rapienta, y con dos zapatos de hombre, que no pertenecían al mismo par, en los pies. Gracias a que quería enterarse, me sal¬vé de morir.
Por aquel entonces, las "selecciones" eran llevadas a cabo por las más altas jerarquías femeninas del campo, Hasse e Irma Griese. Los lunes, miércoles y sábados, duraban las revistas desde el amanecer hasta que expiraba la tarde, hora en que tenían ya completa su cuota de víctimas.
Cuando aquellas dos mujeres se presentaban a la entrada del campo, las internadas, quienes ya sabían lo que les esperaba, se echaban a temblar.
La hermosa Irma Griese se adelantaba hacia las prisione¬ras con su andar ondulante y sus caderas en movimiento. Los ojos de las cuarenta mil desventuradas mujeres, mudas e inmó¬viles, se clavaban en ella. Era de estatura mediana, estaba elegan¬temente ataviada y tenía el cabello impecablemente arreglado.
El terror mortal inspirado por su presencia la complacía indudablemente y la deleitaba. Porque aquella muchacha de veintidós años carecía en absoluto de entrañas. Con mano se¬gura escogía a sus víctimas, no sólo de entre las sanas, sino de entre las enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar de su hambre y penalidades, seguían manifestando un poco de su belleza física anterior eran las primeras en ser seleccionadas. Constituían los blancos especiales de la atención de Irma Griese.
Durante las "selecciones", el "ángel rubio de Belsen", como más adelante había que llamarla la prensa, manejaba con li¬beralidad su látigo. Sacudía fustazos adonde se le antojaba, y a nosotras no nos tocaba más que aguantar lo mejor que pu¬diésemos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre que derra¬mábamos la hacían sonreír. ¡Qué dentadura más impecable tenía! ¡Sus dientes parecían perlas!
Cierto día de junio del año 1944, eran empujadas a los lavabos 315 mujeres "seleccionadas". Ya las pobres desventura¬das habían sido molidas a puntapiés y latigazos en el gran ves¬tíbulo. Luego Irma Griese mandó a los guardianes de las S.S. que claveteasen la puerta. Así fue de sencillo.
Antes de ser enviadas a la cámara de gas, debían pasar revista ante el doctor Klein. Pero él las hizo esperar tres días. Durante aquel tiempo, las mujeres condenadas tuvieron que vi¬vir apretujadas y tiradas sobre el pavimento de cemento sin comida ni bebida ni excusados. Eran seres humanos, ¿pero a quién le importaban?
Mis compañeras sabían que yo solía acompañar al doctor Klein en sus visitas médicas. Me suplicaron que me lo llevase hacia los lavabos para rescatar de allí a algunas pobres desgra¬ciadas. Otras me rogaron que intercediese por la vida de alguna amiga, de su madre, o de su hermana.
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