Extraña y sutil figura la del mariscal Ion Antonescu (1882-1944), que rigió el destino de la nación rumana, al frente de una obra ardua y difícil. Llevó las fronteras de su país más allá de las primitivas y encauzó las corrientes políticos que agitaban a Rumania en una ola de exaltada tendencia nacionalista. Al compás de su vida de gobernante transcurrieron cuatro años de variadas vicisitudes, jalonadas por los horrores de la guerra en el suelo patrio, vicisitudes quo apagaron de súbito la llama que le mantenía en el poder. Ion Antonescu nació16 en junio de 1882 en Patesti e, influido por la tradición familiar, se vio impulsado a seguir la carrera militar.
Tras estudiar en la Academia de Hijos de Militares de Craiova y en la Preparatoria de Oficiales de Infantería y Caballería, aparece en 1913 en Bulgaria, ocupando un alto cargo en cl Estado Mayor de la División de Caballería. Tomó parte activa en la compañía de Transilvana de 1916 y, luchando a las órdenes del general Prezan, obtuvo preciadas menciones. Combatió mis tarde contra los revolucionarios húngaros, dirigidos por Bela-Kun, en afortunadas operaciones que le valieron las condecoraciones del Mérito Militar y de Miguel el Bravo.
Ocupó posiciones cada vez más relevantes, incluso la de ministro de Defensa Nacional. Estuvo seis años de agregado militar en Francia y a su termino pasó a Londres. Por oponerse a la política del rey Carol, fue encarcelado junto con otros reaccionarios.
El golpe de Estado de septiembre de 1940 le elevó a la jefatura del Gobierno. Esbozar la figura de Antonescu como estadista implica dibujar a la vez un bosquejo de dos hombres cuya actuación se vio íntimamente ligada a la del mariscal: Carol II y su hijo Miguel. La dictadura ejercida por el rey Carol aplastó la célebre «Guardia de Hierro» con la muerte de su jefe, Codreanu. Los problemas interiores igualaban en gravedad a los del exterior, y la anarquía amenazaba derrumbar los principios fundamentales del Reino. En junio de 1940, la U. R. R. S. exigió la devolución de Besarabia y del norte de la Bucovina, y el Gobierno rumano se vio obligado a ceder, bajo la presión soviética.
El presidente del Consejo de Ministros, Gigurtu, dio a conocer poco después la conformidad y adhesión de Rumania a la política de los países del Eje e, intentando iniciar un cambio de orientación, llamó a formar parte del Gobierno a la «Guardia de Hierro». Bulgaria y Hungría habían solicitado también cesiones territoriales, y, después de someter el pleito húngaro-rumano al arbitraje italo-alemán, Rumania sufrió nueva mutilación al tener que entregar la Dobrudja meridional a los búlgaros y Transilvana a Hungría, solución esta última conocida con el nombre de «Laudo de Viena», por haber sido la capital donde las potencias del Eje impusieron su decisión.
La «Guardia de Hierro», reorganizada, acrecentada su influencia, empezó, a pesar de haber sido incluida en el Gobierno Gigurtu, a mostrar su descontento y a afianzarse sobre una base firme y desafiadora. El rey Caro I, muy desacreditado, viendo peligrar la Corona, se propuso cambiar de postura política; pero ya era demasiado tarde, y no consiguió otra cosa que acelerar los acontecimientos. Estalló la revolución, y el rey tuvo quo abdicar en su hijo Miguel, a quien destronara años atrás. El general Antonescu ocupó la presidencia del Consejo de Ministros, y Horia Sima, el jefe de la «Guardia de Hierro», la vicepresidencia.
Forzoso es admitir que, con la instauración de un nuevo régimen deseoso de restablecer una monarquía que amparase los derechos de la nación, tuvo que arraigar un hondo sentimiento de colaboración con las potencias que garantizaran la seguridad de sus fronteras y apoyaran el decidido propósito de recuperar, si no la totalidad, la mayor parte del territorio cedido. Enérgica y progresivamente, Antonescu condujo a su pueblo por el camino de una política de acercamiento al Eje Roma-Berlín, viendo en ello una garantía más positiva que la que pudiera ofrecerle la Gran Bretaña. La identificación de intereses entre Rumania y Alemania condujo al envío a Bucarest de tropas de instrucción alemanas, así como una misión militar. Antonescu no se resignaba a doblegarse frente a las imposiciones posteriores al ultimátum soviético y necesitaba un ejército fuerte y adiestrado con el que rescatar las regiones perdidas. Se ha hablado mucho sobre si los rumanos deseaban la guerra, o bien se trataba de la voluntad de un pequeño núcleo encabezado por Antonescu. No nos incumbe enjuiciar este aspecto de su actuación, pero si podemos sentar dos puntos de vista para enfocar el problema. En primer lugar, el pueblo rumano no brillaba precisamente por su alto nivel político, antes bien presentaba todavía los síntomas de apatía e indiferencia espiritual a que le llevaron las condiciones de vida que perduraron en el siglo XIX.
La presencia de tropas alemanas en Rumania provocó el desconcierto en los centros oficiosos de Londres, en cuanto a la finalidad perseguida. Previa una espera angustiosa, mientras la guerra en el norte de África adquiría características favorables, se rompieron las relaciones entre ambos países. Al compartir la lucha con sus aliados, Antonescu, erigido en «conductor», dio un giro profundo a la política exterior, en compensación de lo cual recibió efectivo apoyo material e incluso moral. Rumania vislumbraba una era no lejana de bienestar económico y una digna explotación de las riquezas de su suelo. Antonescu buscaba consciente de la misión de vanguardia de Rumania una renovación que borrara para siempre la opresión y humillaciones sufridas. El 20 de junio de 1941 se enviaron dos ejércitos rumanos al frente de batalla. El mariscal Antonescu mandaba uno de ellos, con la misión de reconquistar Besarabia, la Bucovina septentrional y Odesa. El otro, bajo mando alemán, debía de combatir en las fértiles llanuras de Ucrania. La primera fase de la guerra fue una sucesión de éxitos que no sólo llenaron de orgullo a los rumanos, sino que suscitaron la aprobación y el elogio de sus aliados. Sin embargo, el júbilo rumano había de convertirse más tarde en temor y sobresalto. Llegó un momento en que las conquistas dejaron de existir; los ejércitos del Eje se replegaban sin cesar y la amenaza de destrucción se cernía sobre sus cabezas.
El 11 de abril de 1944 el gobierno soviético presentaba al mariscal las condiciones de un armisticio, que fue rechazado inmediatamente. El 23 de agosto, cuando Rumania bordeaba el desastre más espantoso, en trance de una ruina sin limites, el rey Miguel transmitió una proclama haciendo saber su firme resolución de suspender las hostilidades contra los aliados y formar un gobierno de unión nacional que satisficiera sus deseos de paz. Rumania aceptaba el armisticio y ordenaba a sus súbditos la mis completa adhesión. Varias divisiones rumanas se rindieron en masa a los rusos, e incluso algunas llegaron a volver sus armas contra los alemanes. La ruptura con Alemania fue despectivamente calificada por esta de «motín realizado por algunas unidades del ejército rumano y el rey Miguel», parangonado con Víctor Manuel de Italia. Seguidamente, en territorio alemán se formó un gobierno "fantasma" presidido por Horia Sima, el ex jefe de la «Guardia de Hierro». Este gobierno invitaba al pueblo rumano a desobedecer al rey y a continuar la lucha; mas todo era en vano. Entre tanto, en Bucarest se constituyó nuevo gobierno bajo la presidencia del general Constantino Senatescu, mientras el mariscal Antonescu, según una declaración oficial soviética, era detenido e internado en el Palacio Real, sujeto a estrecha vigilancia.
El hombre que restaurara a Miguel I en el trono terminaba su mandato tachado por el mismo monarca de traidor a los sentimientos de la nación, y veía destruida su revolución política por la arrolladora oleada que batió el Oriente de la vieja y diezmada Europa.
Fuente:http://www.editorialbitacora.com/armage ... onescu.htm
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