Mensaje
por Aron » Vie Feb 14, 2014 3:52 am
Estimados amigos del Foro, este es uno de los sitios en nuestro idioma con mayor información sobre este terrible tema.
Por lo tanto, también quisiera aportar al respecto, con un testimonio. Hace poco encontré un viejo libro llamado Las grandes vacaciones (Les Grandes Vacances), escrito por el francés Francis Ambrière, quien fue capturado en 1940 y pasó los años de la guerra en cautiverio. En su libro, describe las experiencias pasadas por él y sus camaradas bajo los campos de prisioneros alemanes. Lógicamente, también narra sobre los de otras nacionalidades, entre ellas los soviéticos, y observa sobre las horrribles condiciones que éstos pasaron en 1941, año en que el autor se encontraba recluido en el Stalag XII A, en las cercanías de la ciudad de Limburgo:
“Conducidos por carretera desde los pantanos de Pripet, a las orillas del Rin, después de dos meses de marcha, los primeros prisioneros rusos llegaron a Limburgo tan agotados, tan descarnados, tan vacilantes, que más parecían una legión de fantasmas que una columna de soldados.
(…) Vestidos de harapos, los ojos sin mirada en rostros macilentos de piel amarilla y gris, se arrastraban por el pasadizo principal del campo con una lentitud alucinante, tan insensibles a fuerza de sufrimientos a lo que les rodeaba, que ni los ladridos de los mastines a lo largo del cortejo lamentable, ni los aullidos furiosos de la escolta, ni las patadas y culatazos que llovían sobre sus espaldas apresuraban en un segundo los pies ensangrentados, envueltos en pobres trapos, que las piernas apenas levantaban para echarlos adelante, y que marcaban un compás de espera en el momento de caer, como para prepararse a sostener el peso del cuerpo que la rodilla no iba a recibir sin doblarse.
(…) Así hicieron su entrada dos mil rusos en el Stalag XII A la mañana del 18 de agosto de 1941, en tanto que los franceses, encerrados bajo orden en sus barracas, cerradas todas las salidas, y advertidos de que se dispararía sobre la primera cabeza que se asomara, contemplaban por los intersticios de las puertas y ventanas aquel desfile ante el que se desvanecían las más atroces imaginaciones de Callot. Era el primer convoy de una serie que habría de proseguir hasta el invierno.
Pusieron a aquellos desdichados al final del campo, en un batallón separado de los nuestros por una alta valla de alambradas y por una zona prohibida de cinco metros de ancho, ante la que hacían guardia unos centinelas con encargo de disparar sobre el primero que hiciese ademán de acercarse (…) Como cada noche moría alguno, y los más enfermos, incapaces de moverse, se hacían sus necesidades o vomitaban sobre sí mismos, los alemanes, para sacar los muertos y facilitar las operaciones de limpieza, habían imaginado vaciar las barracas a la primera llamada; y desde las ocho de la mañana a las seis de la tarde, salvo una hora al medio día para la sopa, los rusos estaban obligados a permanecer en filas, afuera, todo el tiempo, bajo el sol tórrido que calentaba los cráneos y después bajo las vehementes lluvias de otoño, vigilados por Wachmanner armados, a los que asistían acólitos ucranianos, gigantes bien alimentados, provistos de garrotes.
(…) Nosotros, a la vez indignados por el suplicio que se les infligía y desconcertados por tan extraña pasividad, los mirábamos sufrir con indecible vergüenza.
Debo reconocer que este sentimiento no era unánime. Habíamos encontrado, a nuestra llegada, que el Stalag XII A era ferozmente colaboracionista (…). Aterrorizados por esta demostración de fuerza, o convencidos por la propaganda nazi del derecho de la raza de los señores a regenerar por la schlague a las poblaciones de la URSS, asistían sin protestar, ni siquiera interiormente, al martirio de los prisioneros soviéticos. Aquellos disparos que todos los días resonaban en su recinto, aquellas carretas de cadáveres que todas las mañanas salían para la fosa común, el espectáculo de tantos hambrientos que, apenas transcurridas sus nueve horas de estar de pie, se precipitaban sobre los detritos y sobre las yerbas que hallaban a su alcance para alimentarse, en tanto que algunos creyentes ortodoxos se aislaban para la oración de la tarde y que tres musulmanes hacían sus genuflexiones rituales de cara a la Meca, todo esto no producía en el rostro de aquellos franceses más que una mueca de desprecio y de disgusto. No les parecía que seres reducidos a una condición tan humillada fueran aún dignos del nombre de hombres, porque lo humano se detenía para ellos en unas cuantas nociones artificiales y decorativas. Estábamos en octubre de 1941.
(...) Esperábamos que cayera la noche para intentar pasar algunos víveres a los rusos. Cuando los oficiales alemanes se retiraban hacia sus placeres y ocios, los ordenanzas hacían mucho más elástica la vigilancia. Apenas un centinela se volvía de espaldas, volaba un paquete por encima de las alambradas, conteniendo lo poco que teníamos: galletas, salchichón, cigarrillos, para satisfacer malamente algunos estómagos, cuando eran miles; pero al menos queríamos demostrar a nuestros desdichados camaradas que no éramos indiferentes a su suerte.
(...) Por otra parte, aun cuando el recorrido aéreo de nuestros envíos hubiera escapado siempre a la atención de nuestros guardianes, la precipitación de los rusos habría bastado para descubrirnos. Se echaban al suelo por docenas en una confusión feroz y peleaban por atrapar su parte en el botín. "¡Qué salvajes!", exclamaban a nuestro lado los delicados portadores de insignias [prisioneros "colaboradores"], sin recordar la cara que poníamos nosotros mismos, en nuestra mayor parte, quince meses antes, de camino hacia Alemania, en las aldeas donde algunas campesinas apresuradas nos tendían algunas provisiones, más arrancadas que recibidas.
Durante meses los rusos tuvieron que soportar este tratamiento implacable, y los fallecimientos siguieron produciéndose en sus filas con una terrible regularidad. El local (...) que servía de morgue al XII A, se encontraba a la entrada del campo; el sector ruso, al otro extremo, de modo que nosotros, los franceses que ocupábamos la parte intermedia, asistíamos cada día, a lo largo de la avenida central, a un desfile de angarillas, cada una de las cuales ocultaba un cadáver bajo su cubierta. Tal era la consigna de odio que pesaba entonces sobre los prisioneros soviéticos, que no se veía un solo alemán que se dignara saludar el cortejo. Los más vergonzosos fingían no ver, otros miraban con la indiferencia que se tendría para los animales, y los "puros", los nazis declarados, se mofaban abiertamente. Tras nuestras alambradas, aquel aumento de ignominia nos irritaba, y para señalar bien las diferencias de raza, nunca dejábamos de cuadrarnos, inmóviles, en posición de saludo militar, cuando pasaban las parihuelas. Un día nos vio un Hauptmann y se precipitó hacia nosotros, desorbitado. — ¿Comunistas? —preguntó.
Uno de los nuestros usó el poco alemán que sabía para explicar, sin prisa y sin enojo, que el comunismo no tenía nada que ver con aquello, que éramos franceses, hijos de un país donde la decencia exige que los restos de un hombre no sean tratados como los de un perro.
—Ach, so! —-contestó el oficial, y se alejó, alzando los hombros con aire compasivo, como si nuestros escrúpulos hubieran desanimado su razón, pero vagamente molesto y sin hacer caso de la insolencia que ocultaba la calma de la respuesta.
Desde entonces, fue consabido que teníamos derecho a rendir honores a nuestros camaradas rusos. Aun más: esta actitud terminó por imponerse de tal manera a nuestros guardianes, que, dejando a un lado a los fanáticos irreductibles, toda broma cesó ante los cadáveres, y poco a poco, los más humanos, sensibles quizás al silencioso desprecio que les manifestábamos, terminaron por saludar también a los muertos. Esto fue, en la monotonía de aquel otoño de 1941, una de las pequeñas ocasiones de satisfacción por medio de las que los más fieles de nosotros demostraron a sus compañeros titubeantes cómo, aun vencidos, podíamos enseñar a nuestros provisionales vencedores.
(…) Ya fuera porque los rusos no tenían fuerza para ejecutar el menor trabajo o porque en aquella época los alemanes no querían utilizarlos, lo cierto es que siempre fueron franceses los encargados de conducir y enterrar a sus muertos. Conocí muy bien al equipo que estuvo encargado en el Stalag XII A de esta macabra tarea. Lo componían mis camaradas Perrodin, Schneider, Garnier, a los que otros, entre ellos mi viejo amigo Murat, llamado Nounours, fueron incorporados después. De ellos, testigos cotidianos y directos, obtuve los datos que siguen. Desde el 18 de agosto de 1941, fecha de la llegada de los rusos a Limburgo, hasta el 30 de abril de 1942 hubo entre ellos 572 muertos, tanto por desgaste fisiológico como por asesinato puro y simple, enterrados todos en el cementerio del Stalag. A esta cifra hay que añadir sesenta cadáveres seleccionados por el médico-jefe alemán y enviados a la Universidad de Heidelberg para que fueran utilizados por los estudiantes para disecciones, y otros diez inhumados sin cabeza en el cementerio civil de Dietz, pues sus cráneos habían sido enviados a laboratorios, a título de curiosidad. Tal era el respeto, no digo de las organizaciones nazis, sino de las autoridades militares alemanas, para con los despojos de los prisioneros de guerra soviéticos.
En cuanto al ritmo de las extinciones lentas y de las ejecuciones brutales por motivos fútiles de disciplina, o sin otro motivo que el antojo de aquellos verdugos, fue, naturalmente, más elevado al principio, con cuatro o cinco muertos por día en los primeros meses; luego disminuyó a fines, de septiembre, para volver a subir con los primeros fríos, hasta el punto de haberse contado 29 fallecimientos de rusos el día 1 de noviembre. Cuando los alemanes dejaron de exponer a sus prisioneros a la intemperie durante todo el día, la cadencia de las muertes decreció hasta no ser de más de tres o cuatro por semana.
(…) Los franceses, en el cementerio del Stalag XII A, tenían derecho a un ataúd de madera delgada y a una tumba individual. Su sector estaba entrando, a mano derecha, y más allá los muertos de otras nacionalidades (…).
Todo el costado izquierdo del cementerio fue reservado a los rusos. Los primeros muertos habían sido enterrados con la misma pompa que sus camaradas de otros países, pero al llegar el decimoquinto, las autoridades juzgaron prudente suprimir los gastos. Los treinta o cuarenta que siguieron no tuvieron derecho a caja, sino a una simple envoltura de papel acolchonado; y cuando la cifra de fallecimientos sobrepasó la cincuentena, el coronel decidió que los rusos no merecían tantos miramientos, y los hizo arrojar a las fosas, desnudos como perros.
¿Se podría hablar, en realidad, de fosas? Mejor sería decir osarios. Apilados en tres direcciones, en boquetes de dos metros de ancho por quince de largo, con la irrisoria profundidad de un metro cincuenta, los rusos eran enterrados con una placa de identidad colgada al cuello, como exige el reglamento, pero esa placa era de cartón, de modo que a las pocas semanas no quedaba de ella el menor vestigio. Sin embargo, una vez llenos los boquetes, los alemanes tenían la osadía de disponer regularmente sobre la tierra húmeda, cada sesenta centímetros, unas fichas numeradas que no correspondían a nada, ni en cuanto al número de cadáveres, ni en cuanto a la colocación. Pero de este modo se salvaban las apariencias, encubriendo la incuria y el desprecio hacia los muertos.
Por mucho tiempo recordaré la visita que hice a Dietkirchen en la primavera de 1942. Ya el sector ruso se extendía de un extremo a otro del cementerio, y los camaradas del grupo de enterradores se preguntaban con terror a qué plan abominable y absurdo recurriría la Kommandantur para colocar los cadáveres que iban a llegar. Se había empleado el terreno tan económicamente, que apenas quedaban pasadizos, y para ir de un lado a otro era preciso pisar las tumbas recién cubiertas. La descomposición de la carne destruía el suelo, tanto, que a veces, al poner el pie en ciertos lugares, se hundía espantosamente. Además, el cementerio estaba situado al final de una empinada pendiente, de modo que los días de mucha lluvia aquello era un lodazal, por el que los franceses de servicio y los guardias alemanes circulaban con botas, en una atmósfera que olía terriblemente, a pesar del cloruro de calcio derramado en abundancia, y donde cada paso hacía brotar fétidas pompas de gas y exudar un repugnante líquido verdoso.
Tal fue el martirio de los rusos, tal el trato dado a sus despojos durante el primer año de su cautiverio, no sólo en Limburgo, pues se trataba de un plan general, sino en todos los Stalags de Alemania. Si miento en una sola palabra, que se levante un prisionero".
Fuente: "Las Grandes Vacaciones", Francis Ambrière (págs. 136-144). Trad. Alberto de Agramonte. Editorial Zig-Zag S.A., Santiago de Chile, 1948.
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Disculpen si este posteo ha sido demasiado extenso, pero la descripción de la trágica suerte de estas pobres almas abarca originalmente un buen número de páginas, que debí comprimir de modo más o menos comprensivo; pero sirve para conocer, por una fuente directa, el drama de los sovíeticos en manos alemanas.
Saludos.