Prisioneros de Stalingrado
Moderador: José Luis
Prisioneros de Stalingrado
Hola amig@s , estoy buscando información sobre los prisioneros alemanes capturados en Stalingrado :Cantidad , unidades , destino y retorno a alemania.
Gracias
Gracias
¡Hola, alex1807!
Te doy un pequeño aporte sobre lo que pides:
En la rendición de Stalingrado, el Mariscal de Campo Friedrich Paulus rinde a 118.000 soldados entre los que se encuentran 24 generales.
Más de la mitad de los soldados morirían en los campos de concentración soviéticos de Siberia. Paulatinamente seis mil de estos prisioneros irían regresando a su patria hasta 1956.
Te doy un pequeño aporte sobre lo que pides:
En la rendición de Stalingrado, el Mariscal de Campo Friedrich Paulus rinde a 118.000 soldados entre los que se encuentran 24 generales.
Más de la mitad de los soldados morirían en los campos de concentración soviéticos de Siberia. Paulatinamente seis mil de estos prisioneros irían regresando a su patria hasta 1956.
Prisioneros alemanes en Stalingrado
Que posibilidades de mandar fotos sobre los prisioneros alemanes en Stalingrado, si es posible durante su cautiverio y los momentos en que estaban reconstruyendo la ciudad seria muy importante para mi que estoy haciendo un trabajo practico sobre la Batalla de Stalingrado.
Hola amigo, voy a colocar aquí información que extraigo del libro de Antony Beevor, Stalingrado, lo único con lo que cuento:
... 130.00 hombres habían sido capturados. (Otra vez la confusión de estadísticas parece deberse principalmente al número de rusos con uniformes alemanes) ...
... anuncio de los 91.000 prisioneros ya proclamado por el gobierno soviético ...
El silencio que el 2 de febrero reinaba en la ciudad arruinada era sobrenatural para los
que se habían acostumbrado a la destrucción como a un estado natural. Grossman se
refirió a montículos de escombros y cráteres de bombas tan profundos que los rayos del
sol invernal con sus ángulos bajos no parecían nunca llegar al fondo, y de «raíles de
tren, donde los vagones están boca arriba, como caballos muertos».
Unos 3.500 civiles fueron puestos a trabajar en cuadrillas de enterradores.
Apilaban los cadáveres alemanes como troncos al lado del camino, y aunque tenían unas
cuantas carretas arrastradas por camellos, la mayor parte del trabajo de limpieza era
realizado con trineos y carretillas improvisadas. Los alemanes muertos fueron llevados a
los búnkeres, o lanzados a la gran zanja antitanque excavada en verano anterior. Más
tarde, 1.200 prisioneros alemanes fueron puestos a hacer el mismo trabajo, utilizando
carretas tiradas por hombres en vez de caballos. «Casi todos los miembros de estas
cuadrillas de trabajo –informó un prisionero de guerra- pronto se murieron de tifus».
Otros («docenas cada día», según el oficial de la NKVD en el campo de Beketovka),
fueron ejecutados por sus escoltas en el camino al trabajo.
Un gran contingente de prisioneros alemanes, muchos de los cuales estaban demasiado
débiles para tenerse en pie, se vieron también obligados a asistir al mitin político de
Stalingrado y a oír las largas arengas de tres de los principales comunistas alemanes:
Walter Ulbricht, Erich Weinert y Wilhelm Pieck.
El estado de la mayoría de prisioneros en el momento de la rendición era tan
lastimoso, que era previsible una considerable tasa de mortalidad para las siguientes
semanas y meses. Es imposible calcular cuánto fue agravado esto por los malos tratos,
la brutalidad ocasional y, sobre todo, por las deficiencias logísticas. De los 91.000
prisioneros tomados al final de la batalla, casi la mitad había fallecido en el momento en
que empezó la primavera. El propio Ejército Rojo reconoció en informes posteriores
que las órdenes para el cuidado de los prisioneros habían sido ignoradas, y que es
imposible decir cuántos alemanes fueron ejecutados sin control durante la rendición o
inmediatamente después, con frecuencia en venganza por la muerte de parientes o
camaradas.
La tasa de mortalidad en los llamados hospitales era aterradora. El sistema de
túneles en la garganta del Tsaritsa rebautizado como «Hospital de prisioneros de guerra
no 1» siguió siendo el más grande y horrible, aunque sólo fuera porque no habían
quedado edificios en pie que ofrecieran alguna protección contra el frío. Las paredes
rezumaban agua, el aire estaba poco menos que contaminado, reciclaje malsano de la
respiración humana, con tan escaso oxígeno que las pocas lámparas de aceite, hechas de
latas, titilaban y se apagaban constantemente, dejando los túneles en la oscuridad. Cada
galería no era más ancha que las víctimas tendidas allí, una al lado de otra, en la húmeda
tierra removida del suelo del túnel, de modo que era difícil, en la penumbra, no tropezar
o pisar algún pie que sufría de congelamiento, provocando roncos alaridos de dolor.
Muchas de estas víctimas de congelamiento murieron de gangrena porque los cirujanos
no daban abasto. Otra cuestión es si hubieran sobrevivido a una amputación en su
debilitado estado y sin anestesia.
La condición de muchos de los 4.000 pacientes era penosa en grado sumo y los
doctores se veían impotentes pues los hongos se propagaban en la carne podrida. Casi
no había vendas ni medicamentos. Las úlceras y las llagas abiertas ofrecían puntos
fáciles de entrada al tétanos generado por la suciedad. La instalación sanitaria, que
consistía en un único cubo para veintenas de hombres afectados por la disentería, era
incalificable, y por la noche no había lámparas. Muchos hombres estaban demasiado
débiles para levantarse del suelo y no había suficientes camilleros para responder a los
constantes gritos pidiendo ayuda. Los camilleros, ya débiles por la desnutrición y pronto
acosados también por la fiebre, tenían que sacar agua contaminada del barranco.
Los doctores carecían incluso de una lista fiable de los nombres de los pacientes,
por no hablar de recetas médicas adecuadas. Las tropas rusas de la segunda línea, y
también los miembros de las unidades de ambulancia, habían robado el equipo médico y
las medicinas, incluidos los analgésicos. El capellán protestante de la 297a división fue
muerto por la espalda por un mayor soviético cuando se inclinaba para ayudar a un
hombre herido.
Los oficiales médicos rusos estaban espantados por las malas condiciones.
Algunos eran comprensivos. El comandante ruso compartía sus cigarrillos con los
doctores alemanes, pero otros miembros del personal soviético intercambiaban pan por
los relojes que hubieran escapado a las primeras rondas de saqueo. Dibold, el doctor de
la 44a división de infantería, contaba cómo, cuando una cirujana del ejército, alegre y
con una cara colorada de ancestro campesino, vino a negociar por los relojes, un joven
austriaco de una familia pobre le mostró un reloj de plata, una reliquia familiar que sin
duda le entregaron al marchar a la guerra, y a cambio recibió media hogaza de pan que
el joven dividió entre otros hombres, quedándose con la porción más pequeña para él.
La miseria también sacó la escoria a la superficie. Ciertos individuos explotaron
el desamparo de sus antiguos camaradas con una desvergüenza antes inimaginable. Los
ladrones robaban a los cadáveres y a los pacientes más débiles. Si alguno tenían un
reloj, un anillo de matrimonio o cualquier otro objeto de valor, pronto se lo arrebataban
en la oscuridad. Pero la naturaleza tiene su propia forma de justicia poética. Los
ladrones de los enfermos rápidamente se convirtieron en enfermos de tifus, víctimas de
los piojos infectados que venían con el botín. A un intérprete, conocido por sus infames
actividades, se le encontró, cuando murió, una gran bolsa de anillos de oro que
escondía.
Primero, las autoridades soviéticas no proporcionaron ninguna ración. Los archivos de
la NKVD y del Ejército Rojo muestran ahora que, incluso aunque se sabía que la
rendición era inminente, no se habían hecho prácticamente preparativos para custodiar a
los prisioneros, por no hablar de alimentarlos. El comunista alemán, Erich Weinert,
asegura que la nieve alta impidió el transporte de suministros, pero esto es poco
convincente. El problema real era una mezcla de indiferencia brutal y de incompetencia
burocrática, sobre todo la descoordinación entre el ejército y la NKVD.
Había también una profunda resistencia a ofrecer raciones a los prisioneros
alemanes cuando la Unión Soviética padecía una escasez tan desesperada de alimentos.
Muchos soldados del Ejército Rojo estaban muy desnutridos, por no hablar de los
civiles, de modo que la idea de dar algún alimento a los invasores que habían saqueado
el país parecía casi perversa. Las raciones finalmente comenzaron a llegar a los tres o
cuatro días; para entonces los hombres no habían comido prácticamente nada durante
casi dos semanas. Incluso para los enfermos había poco más que una hogaza de pan para
diez hombres, más algo de sopa hecha de unos cuantos granos de mijo y pescado salado.
Hubiera sido irreal esperar un mejor trato, especialmente si uno considera el historial de
la Wehrmacht en el trato de sus propios prisioneros, tanto militares como civiles, en la
Unión Soviética.
Lo que más temían los doctores para sus pacientes, sin embargo, no era a la
muerte por inanición, sino a la epidemia de tifus. Muchos habían esperado un brote en
el Kessel cuando aparecieron los primeros casos, pero no se habían atrevido a expresar
sus preocupaciones pues temían que se desatara el pánico. En el sistema de tuneles,
continuaban aislando las diferentes enfermedades según iban apareciendo, fuera difteria
o tifus. Rogaron a las autoridades que procuraran centros de despiojamiento, pero
muchos soldados del Ejército Rojo y casi todos los civiles de la región estaban todavía
infectados.
No es sorprendente que muchos murieran. Parecían quedar pocas razones para
luchar por la vida. La perspectiva de ver otra vez a la familia era remota. Alemania
estaba tan lejos que podría haber estado en otro mundo, un mundo que ahora parecía
tener más que ver con la pura fantasía. La muerte prometía una liberación del
sufrimiento, y hacia el final, sin dolor y sin fuerzas, no había más que un sentimiento de
flotante ingravidez. Era más probable que sobrevivieran aquellos que luchaban, fuese
por fe religiosa, o por una obstinada negativa a morir en esa sordidez, o por estar
decididos a vivir para el bien de sus familias.
La voluntad de vivir desempeñaba un papel igual de importante en aquellos que fueron
llevados a los campos de prisioneros. Los que Weinert llamó «fantasmas harapientos
que cojeaban y arrastraban los pies» seguían al hombre que iba delante. Tan pronto
como el esfuerzo de la marcha calentaba sus cuerpos, podían sentir que los piojos se
volvían más activos. Algunos civiles les arrebataban las mantas de la espalda, les
escupían en la cara o les tiraban piedras. Era mejor estar adelante en la columna, y lo
más seguro, estar cerca de uno de los escoltas. Algunos soldados junto a los que
pasaban, en contra de las órdenes del Ejército Rojo, disparaban por divertirse a las
columnas de prisioneros, exactamente como los soldados alemanes habían disparado a
los prisioneros del Ejército Rojo en 1941.
Los más afortunados fueron llevados directamente a uno de los campos de
agrupamiento designados en el área, aunque variaban mucho en la distancia. Los de la
bolsa septentrional, por ejemplo, fueron llevados a Dubovka, a 20 km al norte de
Stalingrado. Tardaron dos días. Durante la noche, fueron llevados a edificios arruinados
sin techo, destruidos por la Luftwaffe, como sus guardias no dejaban de recordarles.
Miles, sin embargo, fueron llevados a lo que sólo puede llamarse marchas de la
muerte. La peor, sin alimento ni agua a temperaturas que oscilaban entre los 25 y 30
grados bajo cero, seguía un rumbo zigzagueante desde el barranco del Tsaritsa, a través
de Gumrak y Gorodishche, y terminaban al cabo de cinco días en Beketovka. De vez en
cuando escuchaban disparos en el aire helado, cuando otra víctima se desplomaba en la
nieve incapaz de caminar más. La sed era una amenaza tan grande como la debilidad
por el hambre. Aunque rodeados de nieve, sufrían el destino del Viejo Marinero,
sabiendo los peligros de consumirla.
Rara vez había un refugio disponible para la noche, de modo que los prisioneros
dormían juntos sobre la nieve. Muchos se despertaban para encontrar a sus camaradas
cercanos muertos y congelados tiesos junto a ellos. En un intento de impedirlo, uno del
grupo era designado para permanecer despierto listo para despertar a los otros después
de media hora. Entonces todos se movían enérgicamente para reactivar la circulación.
Otros ni siquiera se atrevían a acostarse. Esperando dormir como los caballos, se
paraban juntos en un grupo con una manta sobre la cabeza para conservar algo del calor
de la respiración.
La mañana no traía ningún alivio, sino el horror de la marcha hacia adelante.
«Los rusos tenían métodos muy simples –señaló un teniente que logró sobrevivir-.
Aquellos que podían caminar, fueron llevados. Aquellos que no, fuera por las heridas o
la enfermedad, los mataban o los dejaban sin comida para que se murieran». Habiendo
captado esta lógica brutal, estaba listo para cambiar su jersey de lana por leche y pan de
una campesina rusa en la parada de la noche, porque sabía que de otro modo se caería
de debilidad al día siguiente.
«Nos pusimos en marcha con 1.200 hombres –relataba un soldado de la 305a
división de infantería- y sólo un décimo cerca de 120 hombres, quedaron vivos para
cuando llegamos a Beketovka».
El ingreso al principal campo en Beketovka era otra entrada que merecía la inscripción:
«Al entrar aquí dejad toda esperanza».
A su llegada, los guardias revisaban otra vez si los prisioneros tenían objetos
valiosos, luego los hacían quedarse de pies para la «inscripción». Los prisioneros pronto
descubrieron que estar de pie en el clima helado durante horas y horas, desfilar en
grupos de cinco hombres para el «conteo», sería un castigo diario. Finalmente, después
de que la NKVD realizó un procesamiento inicial, fueron llevados a cabañas de madera,
donde metieron de cuarenta a cincuenta hombres por habitación, «como arenques en un
barril», recordaba un superviviente. El 4 de febrero, un oficial de la NKVD se quejaba
al cuartel general del frente del Don de que la situación era «sumamente crítica». Los
campos de Beketovka habían recibido 50.000 prisioneros, «incluidos también enfermos
y heridos».
Las autoridades del campo de la NKVD estaban abrumadas. No tenían
transporte motorizado en absoluto y trataban de pedir al ejército un camión por los
menos. El agua finalmente fue traída al campo en barriles de hierro en carretas tiradas
por camellos. Un doctor austriaco prisionero apuntaba su primera impresión: «Nada de
comer, ni de beber, nieve sucia y hielo color amarillo orina ofrecían el único alivio a
una sed insoportable ... Cada mañana más cadáveres». Después de dos días, los rusos
proporcionaron una «sopa», que no era más que un saco de salvado vaciado en agua
caliente. La rabia por las condiciones hizo que algunos prisioneros se sacaran piojos del
cuerpo para tirárselos a los guardias. Dichas protestas provocaron ejecuciones sumarias.
Desde el comienzo, las autoridades soviéticas se dispusieron a dividir a los
prisioneros de guerra, primero según nacionalidad, después según afiliación política.
Los prisioneros rumanos, italianos y croatas recibieron el privilegio de trabajar en la
cocina, donde los rumanos en particular se propusieron vengarse de sus antiguos
aliados. Los alemanes no sólo los habían metido en este infierno, sino que también,
según creían, habían reducido sus suministros en el Kessel para alimentar mejor a sus
propias tropas. Bandas de rumanos atacaban a los alemanes que individualmente
recogían comida para su cabaña y se la quitaban. Los alemanes en represalia enviaban
escoltas a guardar a los portadores de su comida.
«Después vino otra sorpresa –relató un sargento mayor de la Luftwaffe-.
Nuestros camaradas austriacos súbitamente dejaron de ser alemanes. Se llamaban
“Austritsy”, esperando recibir un mejor trato, cosa que efectivamente ocurría». Los
alemanes se sentían amargados de que «toda la culpa de la guerra se atribuyera a
aquellos de nosotros que seguían siendo “alemanes”, particularmente desde que los
austriacos, con un interesante giro de la lógica, tendían a culpar a los generales
prusianos, más que al austriaco Hitler, por su situación.
La lucha por sobrevivir seguía siendo de suma importancia. «Cada mañana los
muertos eran colocados fuera del bloque de barracas», escribía un oficial de blindados.
Estos cadáveres congelados y desnudos eran después amontonados por cuadrillas de
trabajo en una línea siempre en expansión a un lado del campo. Un doctor estimó que en
Beketovka la «montaña de cuerpos» era «de unos 90 m de largo y dos de alto». Al
principio de cincuenta a sesenta hombres morían cada día, estimaba un suboficial de la
Luftwaffe. «No nos quedaban ya lágrimas», escribió después. Otro prisionero empleado
como interprete por los rusos logró más tarde leer el «registro de defunciones». Apuntó
que hasta el 21 de octubre de 1943, habían muerto sólo en Beketovka 45.200. Un
informe de la NKVD reconoce que en todos los campos de Stalingrado, 55.228
prisioneros habían muerto hacia el 15 de abril, pero uno no sabe cuántos fueron
capturados entre la operación Urano y la rendición final.
«El hambre –comentó el doctor Dibold- cambiaba la psicología y el carácter
visiblemente en los patrones de comportamiento e invisiblemente en los pensamientos
de los hombres». Tanto los soldados alemanes como los rumanos recurrieron al
canibalismo para mantenerse con vida. Se hirvieron finas tajadas de los cuerpos
congelados. El producto final era ofrecido como «carne de camello». Aquellos que la
comían eran rápidamente reconocibles, porque su complexión adquiría un tinte rojo, en
vez de la palidez verde grisácea de la mayoría. Se informó de casos en otros campos en
y alrededor de Stalingrado, incluso en un campo de prisioneros capturados durante la
operación Urano. Una fuente soviética informa de que «sólo a punta de pistola pudieron
los prisioneros ser forzados a desistir de esa barbarie». Las autoridades ordenaron más
alimento, pero la incompetencia y la corrupción frenaban cualquier medida.
El efecto acumulado del agotamiento, el frío, la enfermedad y la inanición
deshumanizaba a los prisioneros de otros modos. Con tal abundancia de casos de
disentería, se dejaba que se ahogaran aquellos que desfallecían y caían por el hueco de
las letrinas, si todavía vivían. Su terrible destino fue ignorado arriba. La necesidad de
que otros que padecían disentería usaran la letrina era mucho más urgente.
Curiosamente, la letrina salvó a un joven teniente muerto de hambre, un conde
cuya familia poseía castillos y propiedades. Escuchó al pasar a un soldado decir algo en
el inconfundible dialecto de su distrito, y rápidamente llamó preguntando de dónde era.
El soldado le dio el nombre de un pueblecito cercano. «¿Y quién es usted y de donde
viene?», le preguntó a su vez. El oficial se lo dijo. «¡Oh sí! –rió el soldado-. Lo sé. Solía
verlo a usted pasar en su Mercedes deportivo rojo, saliendo a cazar liebres. Bueno, aquí
estamos juntos. Si tiene hambre, quizá le pueda ayudar». El soldado había sido escogido
como camillero en el hospital de la prisión, y como tantos prisioneros morían antes de
que tuvieran oportunidad de comer su ración de pan, había logrado acumular una bolsa
de sobras de cortezas de pan para compartir con otros después de cada jornada de
servicio. Esta intervención absolutamente inesperada salvó la vida del joven conde.
La supervivencia ocurría a veces en contra de lo previsible. Los primeros en
morir eran generalmente aquellos que habían sido grandes y de constitución fuerte. El
hombre pequeño y delgado siempre tenía mayores posibilidades. Tanto en el Kessel
como después en los campos de prisioneros, las raciones igualmente diminutas estaban
casi dirigidas a invertir la norma de la supervivencia de los más aptos, porque no se
hacía concesión al tamaño del individuo. Es interesante en hecho de que en los campos
soviéticos de trabajo, sólo los caballos eran alimentados según su tamaño.
Cuando llegó la primavera, las autoridades soviéticas comenzaron a reorganizar la
población de prisioneros de guerra en la región. Unos 235.000 antiguos miembros del
VI ejército y del 4o ejército blindado, incluidos aquellos capturados durante la operación
de intento de liberación de Manstein en diciembre, así como los rumanos y otros
aliados, habían sido retenidos en cerca de veinte campos y hospitales de prisioneros en
la región.
Los generales fueron los primeros en salir. Su destino era un campo cerca de
Moscú. Partieron en lo que los jóvenes oficiales llamaban cínicamente el «tren blanco»,
porque sus vagones eran muy cómodos. Causaba gran resentimiento el hecho de que
aquellos que habían dado órdenes de luchar hasta el fin no sólo habían sobrevivido a su
propia retórica, sino que ahora disfrutaban de condiciones mejores que sus hombres.
«Es el deber de un general permanecer con sus hombres –comentó un teniente-, no irse
en un cochecama». Las posibilidades de sobrevivir resultaron brutalmente dependientes
del rango. Más del 95 por 100 de soldados y suboficiales murieron, el 55 por cien de
oficiales de baja graduación y sólo el 5 por 100 de altos oficiales. Como los periodistas
extranjeros habían notado, pocos altos oficiales mostraban signos de inanición después
de la rendición, de modo que sus defensas no estaban peligrosamente debilitadas como
lo estaban las de sus hombres. El trato de privilegio que recibían los generales, sin
embargo, era un testimonio revelador del sentido de jerarquía de la Unión Soviética.
Pequeños grupos de oficiales fueron enviados a los campos en la región de
Moscú, tales como Lunovo, Krasnogorsk y Suzdal. Aquellos seleccionados para una
«educación antifascista» fueron enviados al monasterio fortificado de Yelabuga, al este
de Kazán. Las condiciones de transporte no eran por cierto equiparables a las que se
ofrecieron a los generales. De un convoy de 1.800 hombres en marzo, murieron 1.200.
Además del tifus, la ictericia y la difteria, apareció ahora el escorbuto, la hidropesía y la
tuberculosis. Y tan pronto llegó de lleno la primavera, los casos de malaria aumentaron
rápidamente.
La diáspora de soldados y oficiales de baja graduación fue considerable: 20.000
fueron enviados a Bekabad, al este de Tashkent, 2.500 a Volsk, al nordeste de Saratov,
5.000 a Astracán por el Volga, 2.000 a Usman, al norte de Voronezh, y otros a
Basianovski, al norte de Sverdlovsk, Oranki cerca de Gorki y también a Karaganda.
Cuando los prisioneros eran registrados antes de partir, muchos escribieron
«trabajador agrícola» como profesión con la esperanza de ser enviados a una granja. Los
fumadores empedernidos recogían estiércol de camello y lo secaban para tener algo que
fumar durante el camino. Después de la experiencia de Beketovka, estaban seguros de
que los peor había terminado, y la perspectiva de movimiento y cambio tiene su propio
atractivo, pero pronto descubrieron su equivocación. Cada vagón de ferrocarril, con
hasta cien hombres metidos en cada uno, tenía sólo un hueco en el medio del suelo
como letrina. El frío era terrible, pero la sed era otra vez la peor desgracia, pues recibían
pan seco y pescado salado para comer, pero poco agua. Se desesperaron tanto que
lamían la condensación congelada en las partes metálicas en el interior del vagón. En las
paradas donde se les dejaba fuera, los hombres no podían resistir coger puñados de
nieve para metérselos a la fuerza en la boca. Muchos murieron a causa de esto, por lo
general tan calladamente que sus camaradas sólo se dieron cuanta de que había muerto
mucho después. Sus cuerpos eran entonces amontonados cerca de la puerta corrediza
del vagón, listos para ser descargados. «Skolko kaputt?», gritaban los guardas soviéticos
en su alemán macarrónico en las paradas: «¿Cuántos muertos?».
Algunos trayectos duraban hasta veinte días. El transporte pasando por Saratov,
después a través de Uzbekistán hasta Bekabad, estaba entre los peores. En un vagón
solo quedaron vivos ocho hombres de 100. Cuando los prisioneros finalmente llegaron
al campo de recepción con vista a las montañas de Parir, descubrieron que había sido
establecido para la construcción de una presa hidroeléctrica cercana. Su alivio al oír que
por fin iban a ser despiojados, pronto se tornó en consternación. Fueron torpemente
afeitados al rape, lo cual «sólo podía compararse al esquileo de la ovejas», y luego se les
roció polvo. Algunos murieron por las primitivas sustancias químicas usadas.
No había cabañas donde vivir, sólo búnkeres de tierra. Pero la peor sorpresa fue
el cabo alemán que se había unido a los soviéticos como guarda comandante. «Ningún
ruso me trató con tanta brutalidad», escribió el mismo prisionero.∗ Por fortuna, el
movimiento entre campos en este Gulag paralelo era frecuente. Desde Bekabad, muchos
fueron a Kokant o, lo mejor de todo, a Chuama, donde había instalaciones médicas
mucho mejores, e incluso una piscina toscamente improvisada. Los prisioneros italianos
allí estaban ya bien organizados, cogiendo espárragos para complementar la sopa.
Aquellos que se quedaron en Stalingrado encontraron que el campo de
agrupamiento en Krasnoarmeisk se había convertido en un campo de trabajo. La comida
al menos había sido mejorada con kasha (alforfón) y sopa de pescado, pero el trabajo
era con frecuencia peligroso. Cuando llegó la primavera, muchos de ellos fueron
puestos a trabajar en la recuperación de las embarcaciones hundidas en el Volga por la
Luftwaffe y el ejército alemán. El gerente ruso de un astillero, estremecido por la
cantidad de prisioneros que morían en este trabajo, se lo dijo a su hija pidiéndole que
guardara el secreto.
El control de la NKVD sobre Stalingrado no se había aflojado. Los prisioneros
alemanes que trabajaban en ambos márgenes del Volga habían advertido que el primer
edificio en la ciudad que fue reparado había sido el cuartel general de la NKVD, y casi
de inmediato hubo colas de mujeres fuera con paquetes de comida para los parientes que
habían sido arrestados. Los antiguos soldados del VI ejército adivinaron que ellos
también permanecerían presos allí por muchos años. Mólotov confirmó después sus
temores, declarando que ningún alemán vería su hogar hasta que Stalingrado no hubiera
sido reconstruida.
Incluso cuando las condiciones mejoraron en la primavera de 1943, la tasa de
mortalidad en la mayoría de hospitales prisión era por los menos del 1 por 100 al día.
Los problemas eran todavía enormes, especialmente en la región de Stalingrado, con la
palabra, la tuberculosis, la hidropesía y el escorbuto sumados a otras enfermedades.
Incluso los comparativamente sanos tenían poca esperanza de sobrevivir. Sus
raciones (tales como el mijo sin moler que pasaba directamente a través del estómago)
les daban pocas fuerzas para el trabajo pesado que la NKVD intentaba extraer de ellos
mediante los programas de trabajo estajanovista. El materialismo, tal como uno de ellos
lo decía, significaba que «el hombre era sólo otro material» para ser utilizado y
descartado. Los prisioneros eran utilizados como animales de tiro. Primero tenían que
edificar sus propios campos en el bosque casi virgen. No se les permitía tener chozas
sino sólo búnkeres de tierra que se inundaban en primavera y otoño. Una vez que el
campo se establecía, llevaban una vida de duro trabajo, talaban y arrastraban troncos, y
a veces cortaban turba para combustible de invierno. Aquellos que fueron retenidos en
el área de Stalingrado, reconstruyeron la ciudad y recobrando los barcos hundidos en el
Volga, fueron después puestos a trabajar, junto con otros prisioneros del Gulag,
excavando para la joya estalinista, el canal del Volga-Don.
Desde 1945, unos 3.000 prisioneros de Stalingrado habían sido liberados, fuera
individualmente o en tandas, y se les había permitido volver a sus casas, generalmente
porque eran considerados inútiles para el trabajo. En 1955, había todavía 9.626
prisioneros alemanes de guerra, o «criminales de guerra convictos» como los definió
Jruschov, de los cuales unos 2.000 eran supervivientes de Stalingrado. Estos prisioneros
fueron finalmente liberados después de la visita del canciller Honrad Adenauer a Moscú
en septiembre de 1955.
... 130.00 hombres habían sido capturados. (Otra vez la confusión de estadísticas parece deberse principalmente al número de rusos con uniformes alemanes) ...
... anuncio de los 91.000 prisioneros ya proclamado por el gobierno soviético ...
El silencio que el 2 de febrero reinaba en la ciudad arruinada era sobrenatural para los
que se habían acostumbrado a la destrucción como a un estado natural. Grossman se
refirió a montículos de escombros y cráteres de bombas tan profundos que los rayos del
sol invernal con sus ángulos bajos no parecían nunca llegar al fondo, y de «raíles de
tren, donde los vagones están boca arriba, como caballos muertos».
Unos 3.500 civiles fueron puestos a trabajar en cuadrillas de enterradores.
Apilaban los cadáveres alemanes como troncos al lado del camino, y aunque tenían unas
cuantas carretas arrastradas por camellos, la mayor parte del trabajo de limpieza era
realizado con trineos y carretillas improvisadas. Los alemanes muertos fueron llevados a
los búnkeres, o lanzados a la gran zanja antitanque excavada en verano anterior. Más
tarde, 1.200 prisioneros alemanes fueron puestos a hacer el mismo trabajo, utilizando
carretas tiradas por hombres en vez de caballos. «Casi todos los miembros de estas
cuadrillas de trabajo –informó un prisionero de guerra- pronto se murieron de tifus».
Otros («docenas cada día», según el oficial de la NKVD en el campo de Beketovka),
fueron ejecutados por sus escoltas en el camino al trabajo.
Un gran contingente de prisioneros alemanes, muchos de los cuales estaban demasiado
débiles para tenerse en pie, se vieron también obligados a asistir al mitin político de
Stalingrado y a oír las largas arengas de tres de los principales comunistas alemanes:
Walter Ulbricht, Erich Weinert y Wilhelm Pieck.
El estado de la mayoría de prisioneros en el momento de la rendición era tan
lastimoso, que era previsible una considerable tasa de mortalidad para las siguientes
semanas y meses. Es imposible calcular cuánto fue agravado esto por los malos tratos,
la brutalidad ocasional y, sobre todo, por las deficiencias logísticas. De los 91.000
prisioneros tomados al final de la batalla, casi la mitad había fallecido en el momento en
que empezó la primavera. El propio Ejército Rojo reconoció en informes posteriores
que las órdenes para el cuidado de los prisioneros habían sido ignoradas, y que es
imposible decir cuántos alemanes fueron ejecutados sin control durante la rendición o
inmediatamente después, con frecuencia en venganza por la muerte de parientes o
camaradas.
La tasa de mortalidad en los llamados hospitales era aterradora. El sistema de
túneles en la garganta del Tsaritsa rebautizado como «Hospital de prisioneros de guerra
no 1» siguió siendo el más grande y horrible, aunque sólo fuera porque no habían
quedado edificios en pie que ofrecieran alguna protección contra el frío. Las paredes
rezumaban agua, el aire estaba poco menos que contaminado, reciclaje malsano de la
respiración humana, con tan escaso oxígeno que las pocas lámparas de aceite, hechas de
latas, titilaban y se apagaban constantemente, dejando los túneles en la oscuridad. Cada
galería no era más ancha que las víctimas tendidas allí, una al lado de otra, en la húmeda
tierra removida del suelo del túnel, de modo que era difícil, en la penumbra, no tropezar
o pisar algún pie que sufría de congelamiento, provocando roncos alaridos de dolor.
Muchas de estas víctimas de congelamiento murieron de gangrena porque los cirujanos
no daban abasto. Otra cuestión es si hubieran sobrevivido a una amputación en su
debilitado estado y sin anestesia.
La condición de muchos de los 4.000 pacientes era penosa en grado sumo y los
doctores se veían impotentes pues los hongos se propagaban en la carne podrida. Casi
no había vendas ni medicamentos. Las úlceras y las llagas abiertas ofrecían puntos
fáciles de entrada al tétanos generado por la suciedad. La instalación sanitaria, que
consistía en un único cubo para veintenas de hombres afectados por la disentería, era
incalificable, y por la noche no había lámparas. Muchos hombres estaban demasiado
débiles para levantarse del suelo y no había suficientes camilleros para responder a los
constantes gritos pidiendo ayuda. Los camilleros, ya débiles por la desnutrición y pronto
acosados también por la fiebre, tenían que sacar agua contaminada del barranco.
Los doctores carecían incluso de una lista fiable de los nombres de los pacientes,
por no hablar de recetas médicas adecuadas. Las tropas rusas de la segunda línea, y
también los miembros de las unidades de ambulancia, habían robado el equipo médico y
las medicinas, incluidos los analgésicos. El capellán protestante de la 297a división fue
muerto por la espalda por un mayor soviético cuando se inclinaba para ayudar a un
hombre herido.
Los oficiales médicos rusos estaban espantados por las malas condiciones.
Algunos eran comprensivos. El comandante ruso compartía sus cigarrillos con los
doctores alemanes, pero otros miembros del personal soviético intercambiaban pan por
los relojes que hubieran escapado a las primeras rondas de saqueo. Dibold, el doctor de
la 44a división de infantería, contaba cómo, cuando una cirujana del ejército, alegre y
con una cara colorada de ancestro campesino, vino a negociar por los relojes, un joven
austriaco de una familia pobre le mostró un reloj de plata, una reliquia familiar que sin
duda le entregaron al marchar a la guerra, y a cambio recibió media hogaza de pan que
el joven dividió entre otros hombres, quedándose con la porción más pequeña para él.
La miseria también sacó la escoria a la superficie. Ciertos individuos explotaron
el desamparo de sus antiguos camaradas con una desvergüenza antes inimaginable. Los
ladrones robaban a los cadáveres y a los pacientes más débiles. Si alguno tenían un
reloj, un anillo de matrimonio o cualquier otro objeto de valor, pronto se lo arrebataban
en la oscuridad. Pero la naturaleza tiene su propia forma de justicia poética. Los
ladrones de los enfermos rápidamente se convirtieron en enfermos de tifus, víctimas de
los piojos infectados que venían con el botín. A un intérprete, conocido por sus infames
actividades, se le encontró, cuando murió, una gran bolsa de anillos de oro que
escondía.
Primero, las autoridades soviéticas no proporcionaron ninguna ración. Los archivos de
la NKVD y del Ejército Rojo muestran ahora que, incluso aunque se sabía que la
rendición era inminente, no se habían hecho prácticamente preparativos para custodiar a
los prisioneros, por no hablar de alimentarlos. El comunista alemán, Erich Weinert,
asegura que la nieve alta impidió el transporte de suministros, pero esto es poco
convincente. El problema real era una mezcla de indiferencia brutal y de incompetencia
burocrática, sobre todo la descoordinación entre el ejército y la NKVD.
Había también una profunda resistencia a ofrecer raciones a los prisioneros
alemanes cuando la Unión Soviética padecía una escasez tan desesperada de alimentos.
Muchos soldados del Ejército Rojo estaban muy desnutridos, por no hablar de los
civiles, de modo que la idea de dar algún alimento a los invasores que habían saqueado
el país parecía casi perversa. Las raciones finalmente comenzaron a llegar a los tres o
cuatro días; para entonces los hombres no habían comido prácticamente nada durante
casi dos semanas. Incluso para los enfermos había poco más que una hogaza de pan para
diez hombres, más algo de sopa hecha de unos cuantos granos de mijo y pescado salado.
Hubiera sido irreal esperar un mejor trato, especialmente si uno considera el historial de
la Wehrmacht en el trato de sus propios prisioneros, tanto militares como civiles, en la
Unión Soviética.
Lo que más temían los doctores para sus pacientes, sin embargo, no era a la
muerte por inanición, sino a la epidemia de tifus. Muchos habían esperado un brote en
el Kessel cuando aparecieron los primeros casos, pero no se habían atrevido a expresar
sus preocupaciones pues temían que se desatara el pánico. En el sistema de tuneles,
continuaban aislando las diferentes enfermedades según iban apareciendo, fuera difteria
o tifus. Rogaron a las autoridades que procuraran centros de despiojamiento, pero
muchos soldados del Ejército Rojo y casi todos los civiles de la región estaban todavía
infectados.
No es sorprendente que muchos murieran. Parecían quedar pocas razones para
luchar por la vida. La perspectiva de ver otra vez a la familia era remota. Alemania
estaba tan lejos que podría haber estado en otro mundo, un mundo que ahora parecía
tener más que ver con la pura fantasía. La muerte prometía una liberación del
sufrimiento, y hacia el final, sin dolor y sin fuerzas, no había más que un sentimiento de
flotante ingravidez. Era más probable que sobrevivieran aquellos que luchaban, fuese
por fe religiosa, o por una obstinada negativa a morir en esa sordidez, o por estar
decididos a vivir para el bien de sus familias.
La voluntad de vivir desempeñaba un papel igual de importante en aquellos que fueron
llevados a los campos de prisioneros. Los que Weinert llamó «fantasmas harapientos
que cojeaban y arrastraban los pies» seguían al hombre que iba delante. Tan pronto
como el esfuerzo de la marcha calentaba sus cuerpos, podían sentir que los piojos se
volvían más activos. Algunos civiles les arrebataban las mantas de la espalda, les
escupían en la cara o les tiraban piedras. Era mejor estar adelante en la columna, y lo
más seguro, estar cerca de uno de los escoltas. Algunos soldados junto a los que
pasaban, en contra de las órdenes del Ejército Rojo, disparaban por divertirse a las
columnas de prisioneros, exactamente como los soldados alemanes habían disparado a
los prisioneros del Ejército Rojo en 1941.
Los más afortunados fueron llevados directamente a uno de los campos de
agrupamiento designados en el área, aunque variaban mucho en la distancia. Los de la
bolsa septentrional, por ejemplo, fueron llevados a Dubovka, a 20 km al norte de
Stalingrado. Tardaron dos días. Durante la noche, fueron llevados a edificios arruinados
sin techo, destruidos por la Luftwaffe, como sus guardias no dejaban de recordarles.
Miles, sin embargo, fueron llevados a lo que sólo puede llamarse marchas de la
muerte. La peor, sin alimento ni agua a temperaturas que oscilaban entre los 25 y 30
grados bajo cero, seguía un rumbo zigzagueante desde el barranco del Tsaritsa, a través
de Gumrak y Gorodishche, y terminaban al cabo de cinco días en Beketovka. De vez en
cuando escuchaban disparos en el aire helado, cuando otra víctima se desplomaba en la
nieve incapaz de caminar más. La sed era una amenaza tan grande como la debilidad
por el hambre. Aunque rodeados de nieve, sufrían el destino del Viejo Marinero,
sabiendo los peligros de consumirla.
Rara vez había un refugio disponible para la noche, de modo que los prisioneros
dormían juntos sobre la nieve. Muchos se despertaban para encontrar a sus camaradas
cercanos muertos y congelados tiesos junto a ellos. En un intento de impedirlo, uno del
grupo era designado para permanecer despierto listo para despertar a los otros después
de media hora. Entonces todos se movían enérgicamente para reactivar la circulación.
Otros ni siquiera se atrevían a acostarse. Esperando dormir como los caballos, se
paraban juntos en un grupo con una manta sobre la cabeza para conservar algo del calor
de la respiración.
La mañana no traía ningún alivio, sino el horror de la marcha hacia adelante.
«Los rusos tenían métodos muy simples –señaló un teniente que logró sobrevivir-.
Aquellos que podían caminar, fueron llevados. Aquellos que no, fuera por las heridas o
la enfermedad, los mataban o los dejaban sin comida para que se murieran». Habiendo
captado esta lógica brutal, estaba listo para cambiar su jersey de lana por leche y pan de
una campesina rusa en la parada de la noche, porque sabía que de otro modo se caería
de debilidad al día siguiente.
«Nos pusimos en marcha con 1.200 hombres –relataba un soldado de la 305a
división de infantería- y sólo un décimo cerca de 120 hombres, quedaron vivos para
cuando llegamos a Beketovka».
El ingreso al principal campo en Beketovka era otra entrada que merecía la inscripción:
«Al entrar aquí dejad toda esperanza».
A su llegada, los guardias revisaban otra vez si los prisioneros tenían objetos
valiosos, luego los hacían quedarse de pies para la «inscripción». Los prisioneros pronto
descubrieron que estar de pie en el clima helado durante horas y horas, desfilar en
grupos de cinco hombres para el «conteo», sería un castigo diario. Finalmente, después
de que la NKVD realizó un procesamiento inicial, fueron llevados a cabañas de madera,
donde metieron de cuarenta a cincuenta hombres por habitación, «como arenques en un
barril», recordaba un superviviente. El 4 de febrero, un oficial de la NKVD se quejaba
al cuartel general del frente del Don de que la situación era «sumamente crítica». Los
campos de Beketovka habían recibido 50.000 prisioneros, «incluidos también enfermos
y heridos».
Las autoridades del campo de la NKVD estaban abrumadas. No tenían
transporte motorizado en absoluto y trataban de pedir al ejército un camión por los
menos. El agua finalmente fue traída al campo en barriles de hierro en carretas tiradas
por camellos. Un doctor austriaco prisionero apuntaba su primera impresión: «Nada de
comer, ni de beber, nieve sucia y hielo color amarillo orina ofrecían el único alivio a
una sed insoportable ... Cada mañana más cadáveres». Después de dos días, los rusos
proporcionaron una «sopa», que no era más que un saco de salvado vaciado en agua
caliente. La rabia por las condiciones hizo que algunos prisioneros se sacaran piojos del
cuerpo para tirárselos a los guardias. Dichas protestas provocaron ejecuciones sumarias.
Desde el comienzo, las autoridades soviéticas se dispusieron a dividir a los
prisioneros de guerra, primero según nacionalidad, después según afiliación política.
Los prisioneros rumanos, italianos y croatas recibieron el privilegio de trabajar en la
cocina, donde los rumanos en particular se propusieron vengarse de sus antiguos
aliados. Los alemanes no sólo los habían metido en este infierno, sino que también,
según creían, habían reducido sus suministros en el Kessel para alimentar mejor a sus
propias tropas. Bandas de rumanos atacaban a los alemanes que individualmente
recogían comida para su cabaña y se la quitaban. Los alemanes en represalia enviaban
escoltas a guardar a los portadores de su comida.
«Después vino otra sorpresa –relató un sargento mayor de la Luftwaffe-.
Nuestros camaradas austriacos súbitamente dejaron de ser alemanes. Se llamaban
“Austritsy”, esperando recibir un mejor trato, cosa que efectivamente ocurría». Los
alemanes se sentían amargados de que «toda la culpa de la guerra se atribuyera a
aquellos de nosotros que seguían siendo “alemanes”, particularmente desde que los
austriacos, con un interesante giro de la lógica, tendían a culpar a los generales
prusianos, más que al austriaco Hitler, por su situación.
La lucha por sobrevivir seguía siendo de suma importancia. «Cada mañana los
muertos eran colocados fuera del bloque de barracas», escribía un oficial de blindados.
Estos cadáveres congelados y desnudos eran después amontonados por cuadrillas de
trabajo en una línea siempre en expansión a un lado del campo. Un doctor estimó que en
Beketovka la «montaña de cuerpos» era «de unos 90 m de largo y dos de alto». Al
principio de cincuenta a sesenta hombres morían cada día, estimaba un suboficial de la
Luftwaffe. «No nos quedaban ya lágrimas», escribió después. Otro prisionero empleado
como interprete por los rusos logró más tarde leer el «registro de defunciones». Apuntó
que hasta el 21 de octubre de 1943, habían muerto sólo en Beketovka 45.200. Un
informe de la NKVD reconoce que en todos los campos de Stalingrado, 55.228
prisioneros habían muerto hacia el 15 de abril, pero uno no sabe cuántos fueron
capturados entre la operación Urano y la rendición final.
«El hambre –comentó el doctor Dibold- cambiaba la psicología y el carácter
visiblemente en los patrones de comportamiento e invisiblemente en los pensamientos
de los hombres». Tanto los soldados alemanes como los rumanos recurrieron al
canibalismo para mantenerse con vida. Se hirvieron finas tajadas de los cuerpos
congelados. El producto final era ofrecido como «carne de camello». Aquellos que la
comían eran rápidamente reconocibles, porque su complexión adquiría un tinte rojo, en
vez de la palidez verde grisácea de la mayoría. Se informó de casos en otros campos en
y alrededor de Stalingrado, incluso en un campo de prisioneros capturados durante la
operación Urano. Una fuente soviética informa de que «sólo a punta de pistola pudieron
los prisioneros ser forzados a desistir de esa barbarie». Las autoridades ordenaron más
alimento, pero la incompetencia y la corrupción frenaban cualquier medida.
El efecto acumulado del agotamiento, el frío, la enfermedad y la inanición
deshumanizaba a los prisioneros de otros modos. Con tal abundancia de casos de
disentería, se dejaba que se ahogaran aquellos que desfallecían y caían por el hueco de
las letrinas, si todavía vivían. Su terrible destino fue ignorado arriba. La necesidad de
que otros que padecían disentería usaran la letrina era mucho más urgente.
Curiosamente, la letrina salvó a un joven teniente muerto de hambre, un conde
cuya familia poseía castillos y propiedades. Escuchó al pasar a un soldado decir algo en
el inconfundible dialecto de su distrito, y rápidamente llamó preguntando de dónde era.
El soldado le dio el nombre de un pueblecito cercano. «¿Y quién es usted y de donde
viene?», le preguntó a su vez. El oficial se lo dijo. «¡Oh sí! –rió el soldado-. Lo sé. Solía
verlo a usted pasar en su Mercedes deportivo rojo, saliendo a cazar liebres. Bueno, aquí
estamos juntos. Si tiene hambre, quizá le pueda ayudar». El soldado había sido escogido
como camillero en el hospital de la prisión, y como tantos prisioneros morían antes de
que tuvieran oportunidad de comer su ración de pan, había logrado acumular una bolsa
de sobras de cortezas de pan para compartir con otros después de cada jornada de
servicio. Esta intervención absolutamente inesperada salvó la vida del joven conde.
La supervivencia ocurría a veces en contra de lo previsible. Los primeros en
morir eran generalmente aquellos que habían sido grandes y de constitución fuerte. El
hombre pequeño y delgado siempre tenía mayores posibilidades. Tanto en el Kessel
como después en los campos de prisioneros, las raciones igualmente diminutas estaban
casi dirigidas a invertir la norma de la supervivencia de los más aptos, porque no se
hacía concesión al tamaño del individuo. Es interesante en hecho de que en los campos
soviéticos de trabajo, sólo los caballos eran alimentados según su tamaño.
Cuando llegó la primavera, las autoridades soviéticas comenzaron a reorganizar la
población de prisioneros de guerra en la región. Unos 235.000 antiguos miembros del
VI ejército y del 4o ejército blindado, incluidos aquellos capturados durante la operación
de intento de liberación de Manstein en diciembre, así como los rumanos y otros
aliados, habían sido retenidos en cerca de veinte campos y hospitales de prisioneros en
la región.
Los generales fueron los primeros en salir. Su destino era un campo cerca de
Moscú. Partieron en lo que los jóvenes oficiales llamaban cínicamente el «tren blanco»,
porque sus vagones eran muy cómodos. Causaba gran resentimiento el hecho de que
aquellos que habían dado órdenes de luchar hasta el fin no sólo habían sobrevivido a su
propia retórica, sino que ahora disfrutaban de condiciones mejores que sus hombres.
«Es el deber de un general permanecer con sus hombres –comentó un teniente-, no irse
en un cochecama». Las posibilidades de sobrevivir resultaron brutalmente dependientes
del rango. Más del 95 por 100 de soldados y suboficiales murieron, el 55 por cien de
oficiales de baja graduación y sólo el 5 por 100 de altos oficiales. Como los periodistas
extranjeros habían notado, pocos altos oficiales mostraban signos de inanición después
de la rendición, de modo que sus defensas no estaban peligrosamente debilitadas como
lo estaban las de sus hombres. El trato de privilegio que recibían los generales, sin
embargo, era un testimonio revelador del sentido de jerarquía de la Unión Soviética.
Pequeños grupos de oficiales fueron enviados a los campos en la región de
Moscú, tales como Lunovo, Krasnogorsk y Suzdal. Aquellos seleccionados para una
«educación antifascista» fueron enviados al monasterio fortificado de Yelabuga, al este
de Kazán. Las condiciones de transporte no eran por cierto equiparables a las que se
ofrecieron a los generales. De un convoy de 1.800 hombres en marzo, murieron 1.200.
Además del tifus, la ictericia y la difteria, apareció ahora el escorbuto, la hidropesía y la
tuberculosis. Y tan pronto llegó de lleno la primavera, los casos de malaria aumentaron
rápidamente.
La diáspora de soldados y oficiales de baja graduación fue considerable: 20.000
fueron enviados a Bekabad, al este de Tashkent, 2.500 a Volsk, al nordeste de Saratov,
5.000 a Astracán por el Volga, 2.000 a Usman, al norte de Voronezh, y otros a
Basianovski, al norte de Sverdlovsk, Oranki cerca de Gorki y también a Karaganda.
Cuando los prisioneros eran registrados antes de partir, muchos escribieron
«trabajador agrícola» como profesión con la esperanza de ser enviados a una granja. Los
fumadores empedernidos recogían estiércol de camello y lo secaban para tener algo que
fumar durante el camino. Después de la experiencia de Beketovka, estaban seguros de
que los peor había terminado, y la perspectiva de movimiento y cambio tiene su propio
atractivo, pero pronto descubrieron su equivocación. Cada vagón de ferrocarril, con
hasta cien hombres metidos en cada uno, tenía sólo un hueco en el medio del suelo
como letrina. El frío era terrible, pero la sed era otra vez la peor desgracia, pues recibían
pan seco y pescado salado para comer, pero poco agua. Se desesperaron tanto que
lamían la condensación congelada en las partes metálicas en el interior del vagón. En las
paradas donde se les dejaba fuera, los hombres no podían resistir coger puñados de
nieve para metérselos a la fuerza en la boca. Muchos murieron a causa de esto, por lo
general tan calladamente que sus camaradas sólo se dieron cuanta de que había muerto
mucho después. Sus cuerpos eran entonces amontonados cerca de la puerta corrediza
del vagón, listos para ser descargados. «Skolko kaputt?», gritaban los guardas soviéticos
en su alemán macarrónico en las paradas: «¿Cuántos muertos?».
Algunos trayectos duraban hasta veinte días. El transporte pasando por Saratov,
después a través de Uzbekistán hasta Bekabad, estaba entre los peores. En un vagón
solo quedaron vivos ocho hombres de 100. Cuando los prisioneros finalmente llegaron
al campo de recepción con vista a las montañas de Parir, descubrieron que había sido
establecido para la construcción de una presa hidroeléctrica cercana. Su alivio al oír que
por fin iban a ser despiojados, pronto se tornó en consternación. Fueron torpemente
afeitados al rape, lo cual «sólo podía compararse al esquileo de la ovejas», y luego se les
roció polvo. Algunos murieron por las primitivas sustancias químicas usadas.
No había cabañas donde vivir, sólo búnkeres de tierra. Pero la peor sorpresa fue
el cabo alemán que se había unido a los soviéticos como guarda comandante. «Ningún
ruso me trató con tanta brutalidad», escribió el mismo prisionero.∗ Por fortuna, el
movimiento entre campos en este Gulag paralelo era frecuente. Desde Bekabad, muchos
fueron a Kokant o, lo mejor de todo, a Chuama, donde había instalaciones médicas
mucho mejores, e incluso una piscina toscamente improvisada. Los prisioneros italianos
allí estaban ya bien organizados, cogiendo espárragos para complementar la sopa.
Aquellos que se quedaron en Stalingrado encontraron que el campo de
agrupamiento en Krasnoarmeisk se había convertido en un campo de trabajo. La comida
al menos había sido mejorada con kasha (alforfón) y sopa de pescado, pero el trabajo
era con frecuencia peligroso. Cuando llegó la primavera, muchos de ellos fueron
puestos a trabajar en la recuperación de las embarcaciones hundidas en el Volga por la
Luftwaffe y el ejército alemán. El gerente ruso de un astillero, estremecido por la
cantidad de prisioneros que morían en este trabajo, se lo dijo a su hija pidiéndole que
guardara el secreto.
El control de la NKVD sobre Stalingrado no se había aflojado. Los prisioneros
alemanes que trabajaban en ambos márgenes del Volga habían advertido que el primer
edificio en la ciudad que fue reparado había sido el cuartel general de la NKVD, y casi
de inmediato hubo colas de mujeres fuera con paquetes de comida para los parientes que
habían sido arrestados. Los antiguos soldados del VI ejército adivinaron que ellos
también permanecerían presos allí por muchos años. Mólotov confirmó después sus
temores, declarando que ningún alemán vería su hogar hasta que Stalingrado no hubiera
sido reconstruida.
Incluso cuando las condiciones mejoraron en la primavera de 1943, la tasa de
mortalidad en la mayoría de hospitales prisión era por los menos del 1 por 100 al día.
Los problemas eran todavía enormes, especialmente en la región de Stalingrado, con la
palabra, la tuberculosis, la hidropesía y el escorbuto sumados a otras enfermedades.
Incluso los comparativamente sanos tenían poca esperanza de sobrevivir. Sus
raciones (tales como el mijo sin moler que pasaba directamente a través del estómago)
les daban pocas fuerzas para el trabajo pesado que la NKVD intentaba extraer de ellos
mediante los programas de trabajo estajanovista. El materialismo, tal como uno de ellos
lo decía, significaba que «el hombre era sólo otro material» para ser utilizado y
descartado. Los prisioneros eran utilizados como animales de tiro. Primero tenían que
edificar sus propios campos en el bosque casi virgen. No se les permitía tener chozas
sino sólo búnkeres de tierra que se inundaban en primavera y otoño. Una vez que el
campo se establecía, llevaban una vida de duro trabajo, talaban y arrastraban troncos, y
a veces cortaban turba para combustible de invierno. Aquellos que fueron retenidos en
el área de Stalingrado, reconstruyeron la ciudad y recobrando los barcos hundidos en el
Volga, fueron después puestos a trabajar, junto con otros prisioneros del Gulag,
excavando para la joya estalinista, el canal del Volga-Don.
Desde 1945, unos 3.000 prisioneros de Stalingrado habían sido liberados, fuera
individualmente o en tandas, y se les había permitido volver a sus casas, generalmente
porque eran considerados inútiles para el trabajo. En 1955, había todavía 9.626
prisioneros alemanes de guerra, o «criminales de guerra convictos» como los definió
Jruschov, de los cuales unos 2.000 eran supervivientes de Stalingrado. Estos prisioneros
fueron finalmente liberados después de la visita del canciller Honrad Adenauer a Moscú
en septiembre de 1955.
…y ahora ellos estarán diciendo ¡***, es el Hijoputa de Patton otra vez!
Y sí, es el Hijoputa de Patton, que ha vuelto.
(George Smith Patton)
Y sí, es el Hijoputa de Patton, que ha vuelto.
(George Smith Patton)
- Paradise Lost
- Miembro
- Mensajes: 123
- Registrado: Mar Jun 21, 2005 8:12 am
- Ubicación: Stalingrad
Hola Claudio.
Aquí tienes algunas fotos de los alemanes en los campos soviéticos, de un artículo que realicé basándome en un documental de la cadena estatal ZDF:
http://www.zweiterweltkrieg.org/phpBB2/ ... .php?t=589
Y aquí algunas sobre la reconstrucción de Stalingrado, con prisioneros alemanes.
La verdad es que no hay mucho material y me costó encontrar videos sobre el tema, para poder hacer las capturas.
http://www.zweiterweltkrieg.org/phpBB2/ ... 98&start=0
Saludos
Aquí tienes algunas fotos de los alemanes en los campos soviéticos, de un artículo que realicé basándome en un documental de la cadena estatal ZDF:
http://www.zweiterweltkrieg.org/phpBB2/ ... .php?t=589
Y aquí algunas sobre la reconstrucción de Stalingrado, con prisioneros alemanes.
La verdad es que no hay mucho material y me costó encontrar videos sobre el tema, para poder hacer las capturas.
http://www.zweiterweltkrieg.org/phpBB2/ ... 98&start=0
Saludos
"Heute hängt ihr uns, aber morgen werdet ihr es sein." Hans Scholl
Prisioneros de Stalingrado
Hola,mi padrino sobrevivio al campo de concentraciòn ruso.Sòlo se habla de los campos alemanes y no de los norteamericanos con prisioneros japoneses o de los rusos con prisioneros alemanes.
Prisioneros de Stalingrado
Se que cuando termino la batalla de Stalingrado en unos documentales sobre el tema se ve una pila de cadaveres de soldados muertos, despues dicen que todos esos fueron quemados en unas fosas en las afueras de la ciudad, mi pregunta es ¿Si todos eso cuerpos fueron quemados y quiero decir todos los que murieron durante toda la batalla quienes estan enterrados en el cementerio de Stalingrado actual Volgogrado?.
Se que hay unos bloques con los nombres de todos los desaparecidos que huvo durante la batalla.
Se que hay unos bloques con los nombres de todos los desaparecidos que huvo durante la batalla.
+10
- wintermute
- Miembro distinguido
- Mensajes: 4448
- Registrado: Mié Jun 10, 2009 2:11 am
Prisioneros de Stalingrado
He leído un dato que desconocía y que es el siguiente : entre un 5 y un 15 % de la cantidad de soldados cercados en Stalingrado eran voluntarios rusos.
Será esto así ? si es verdad no es para nada mencionado por la mayoría de los autores aunque atando hilos... en los relatos de soldados alemanes y no solo en Stalingrado se menciona la presencia de voluntarios rusos.
Saludos
Será esto así ? si es verdad no es para nada mencionado por la mayoría de los autores aunque atando hilos... en los relatos de soldados alemanes y no solo en Stalingrado se menciona la presencia de voluntarios rusos.
Saludos
Prisioneros de Stalingrado
Buenas noches:
En Hislibris hay un hilo donde se reseña un libro que habla de esto, pero no sé cuál es.
Si no das con él avisa y te lo busco.
Se comenta una media de 90.000 prisioneros, fuera aparte los 10 o 20.000 abandonados, enfermos, congelados y heridos que fueron tratados como basura. Sobre 5.000 regresaron a Alemania.
Atte.
En Hislibris hay un hilo donde se reseña un libro que habla de esto, pero no sé cuál es.
Si no das con él avisa y te lo busco.
Se comenta una media de 90.000 prisioneros, fuera aparte los 10 o 20.000 abandonados, enfermos, congelados y heridos que fueron tratados como basura. Sobre 5.000 regresaron a Alemania.
Atte.
"Estoy a favor de los derechos de los animales al igual que de los derechos humanos. Es la única manera de ser un humano completo". Abrahan Lincoln
-
- Usuario
- Mensajes: 38
- Registrado: Mié Mar 24, 2010 4:23 am
- Ubicación: argentina buenos aires
Prisioneros de Stalingrado
lei en un libro , que en un sotano con heridos alemanes se lleno co combustible y se les prendio fuego , no me acuerdo el libro ,me parece el camino de estalingrado de TIME LIFE tomo 28 es de 1996
TEST