Reproduzco a continuación un artículo publicado hace ahora 95 años por Jules Sanervein en la revista Cosmópolis (Madrid, nº 20, agosto de 1920). Su autor es alguien del que nada sé y al que la historia reservó, aparentemente, poca gloria. El contenido del artículo no es decisivo, ni único, pero me ha parecido interesante traerlo aquí como otro ejemplo más de la opinión de los observadores de aquel tiempo, por algunos comentarios y valoraciones ciertamente significativos que Sanervein hace sobre la Alemania de la época y el «viento de locura» que sobre ella sopla. Aquí lo dejo para quien guste:
- Fisonomía de ciudades
Múnster
En Essen me habían dicho: «El Ruhr es el centro nervioso más sensible de Alemania. Allí podrá usted ver la acción de las potencias del dinero en lucha directa con una masa obrera de algunos millones de seres humanos que sufren y que temen nuevas locuras. Pero para comprender mejor el estado anormal de esa región, vaya usted a Múnster. Será algo así como si para comprender la mentalidad francesa antes de la guerra hubiera usted ido a Metz. Múnster es la amenaza sobre la Alemania democrática, como Metz era el cañón apuntado sobre la Francia pacífica».
He venido a Múnster.
Una extraña emoción me ha sobrecogido desde mis primeros pasos en esta antigua ciudad, donde el domingo por la mañana resuenan las campanas de veintiséis iglesias, y donde se ven las calles hormigueantes de soldados de todas clases. Me parece estar en un pueblo de la Prusia oriental antes de 1914, en una pequeña ciudad donde se hubieran dado cita para una colosal fiesta militar los delegados de todas las guarniciones del imperio.
He aquí la Reichswehr regularmente afectada al Wehrkreis núm. 6°, del cual depende el Estado Mayor de la brigada 10ª. Es la avanzada del ejército alemán. Los hombres llevan uniforme gris con el número de su unidad en una chapa ovalada cosida en la manga izquierda. Los oficiales llevan el casco en punta, proscrito en casi todas partes: son los lobeznos que han venido aquí a golpear a los socialistas para ejercitarse.
Estas gentes son irreductibles: publican un periódico oficial, Die Wacht am Westen, cuyos artículos sobrepujan a los del pangermanista Deutsche Zeitung. La marcha del general von Watter, el verdugo del Ruhr, fue saludada en ese periódico en términos emocionantes: «¿Por qué -decía el escritor-, por qué se marcha? Le hubiéramos seguido dondequiera que nos hubiera ordenado seguirle».
Las brigadas Ehrhardt que se señalaron en Berlín, están acantonadas aquí. Ese viejo general, que acaba de mostrar su cráneo huesudo con algunos pelos rojos al saludar a las damas que salen de la iglesia, es el general von Rossberg, que manda a esta soldadesca.
Hay tres grandes campamentos en los alrededores: el de Múnster, el de Reenbahulager y el de Senn. ¿Qué pasa en ellos? El coronel francés inspector ha sido recibido en su auto a pedradas, y hasta se han arrojado contra él granadas de mano.
Pero más peligrosa que la Reichswehr es la Sicherheitspolizei.
Vestidos de uniforme verde-rana, el revólver y el saco de granadas de mano en la cintura, los miembros de este cuerpo son oficialmente 75.000. Algunos buenos observadores lo creen más numeroso. En este cuerpo se incorporan los elementos mejores del antiguo ejército y los que el Tratado de Paz obliga a licenciar en la Reichswehr. Es un ejército con cuadros excelentes, bien vestido y disciplinado.
«No somos militares, dicen, sino empleados civiles». Y en presencia de un oficial inglés, uno de sus jefes decía recientemente a uno de sus subordinados: «-¿No es verdad que usted es un civil como yo?» -A vuestras órdenes, mi coronel- contestaba el policía, cuadrándose con un formidable choque de talones.
En caso de movilización, la Sicherheitspolizei forma inmediatamente los cuadros para la reserva, que llevan el astuto nombre de Einwohnerwehr (guardianes de los habitantes). Y digo astuto, porque estos guardianes tienen en sus casas sus fusiles-ametralladoras y sus flammenwefer. Esa es la ficción; en realidad el cuerpo está fornado por 75.000 aparentes policías y 300.000 reservistas, mandados por antiguos oficiales y jefes. Después de esto, poco le importa al Gobierno que se le obligue a reducir la Reichswehr.
Pero esto no es todo. He aquí centenares de extraños militares. Llevan bizarros emblemas: osamentas entrecruzadas, cabezas de ciervos o de alces, coronas de laurel. A veces, en sus chapas, cifras de antiguas unidades imperiales. Son éstos los cuerpos francos, a las órdenes de un coronel, del cual son los esclavos. Las autoridades alemanas se lamentan de no poder llegar a disolverlos. Y refieren dramáticos combates entre la Reichswehr y esos cuerpos rebeldes. Preciso es admirarse de la fortuna y generosidad de los coroneles de tales cuerpos, pues todos los soldados reciben pagas espléndidas y llevan una vida alegre.
Falta aún el complemento: los estudiantes, con sus colores y sus filas. Se les ve en todas partes, bien sea agrupados en asociaciones esportivas, sea desfilando al paso de parada, cantando y con sus banderas. Oídles hablar: no juran más que por la revancha y maldicen a Francia en todos sus discursos.
No diré que ésta sea toda la Alemania, y me guardaré muy bien en mis conclusiones de exagerar lo que he visto. Digo solamente, y es un deber, que un viento de locura sopla sobre este país. La unión de la plutocracia industrial y los viejos partidos guerreros crea una fuerza temible. Antiguos oficiales, funcionarios, estudiantes y militares de todas castas, forman un ejército de varios millones de hombres, y vale la pena de estudiarlo de cerca.
Desarmar a Alemania es lo esencial para la aproximación de ambos pueblos. Es una empresa sobrehumana. Los aliados trabajan sin descanso, como se ha visto en Spa; pero no tienen a su disposición los dos medios eficaces: las sanciones y la sorpresa.
Cuando inspeccionan, se les muestra material destruido inservible. Pero ¿y las armas ocultas? ¿y las máquinas de guerra transportadas a Suecia y Holanda? ¿y el cambio vertiginoso de unidades de una región a otra? ¿Cómo comprobar todo esto?
Los aliados, con su debilidad y su conciencia, están en lucha contra el pueblo más hábil en el disimulo que existe en la tierra. Su misión es superior a sus fuerzas.
Jules Sanervein