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por platoon » Mié Ago 23, 2006 7:04 pm
Así la describe Craig en su libro. Las fuentas de Craig son:
De una entrevista con Tania Chernova (amante de Vasili). También “Anotaciones de un francotirador”, de V. Zaitzev y “La gran victoria de Stalingrado, de V. Yuriev; V.I.Z.,n.º 8, 1966: “La batalla por Stalingrado”, de Chuikov.
En medio de los preparativos de ambos Éjercitos para la lucha final, en la tierra de nadie llegaba a su ápice un siniestro combate personal. Los dos adversarios se conocían sólo por su reputación. El comandante Konings había llegado de Alemania para su duelo con Zaitzev.
Los rusos se enteraron por primera vez de la presencia de Konings cuando un prisionero reveló que el comandante estaba recorriendo las trincheras del frente, familiarizándose con el terreno. Tras oír la noticia, el coronel Nikolái Batiuk, el comandante de la 248.ª División, tuvo una reunión informativa con su grupo de francotiradores para comunicarles el peligro.
- Creo que el superfrancotirador que ha venido de Berlín será para vosotros un bocado fácil. ¿No es verdad, Zaitzev?
- Sí, camarada coronel – asintió Zaitzev-. Pero primero habrá que encontrarlo, estudiar sus movimientos y métodos y… esperar el momento oportuno para un tiro certero, sólo uno.
Zaitzev no tenía ni idea de por dónde operaba su antagonista. Había matado a muchos tiradores alemanes de primera, pero sólo tras haber observado durante días sus hábitos. En el caso de Konings, su camuflaje, pautas de tiro, artimañas, todo ello constituían piezas aún perdidas de un rompecabezas.
Por otra parte, el servicio secreto alemán había estudiado los opúsculos que describían las técnicas soviéticas de los francotiradores y la forma de actuar de Zaitzev había sido muy difundida por los propagandistas rusos. El comandante Konings debía de haberse enterado a fondo de esa información. Zaitzev; en cambio, no tenía la menor idea de cuándo actuaría el otro.
Durante varios días, los tiradores rusos buscaron entre las ruinas de Stalingrado con ayuda de sus gemelos de campaña. Fueron a ver a Zaitzev y le expusieron las estrategias más recientes y modernas, pero el ceñudo siberiano rechazó sus consejos. Debía aguardar hasta que Konings hiciese su primer movimiento.
Durante ese período no ocurrió nada fuera de lo corriente. Luego, en rápida sucesión, dos francotiradores soviéticos cayeron víctimas de sendos tiros de fusil. Para Zaitzev era evidente que el comandante Konings había señalado el comienzo de su duelo personal. Entonces, el ruso se dirigió a echar una ojeada a su rival.
Se arrastró hasta el límite de la tierra de nadie entre la colina Mámaiev y la fábrica Octubre Rojo y exploró el campo elegido para el combate. Estudió las trincheras enemigas a través de los prismáticos y vio que nada había cambiado: el terreno era el familiar, con trincheras y búnkers según los mismos moldes que ya había memorizado durante las pasadas semanas.
Durante toda la tarde, Zatizev y un amigo, Nikolai Kulikov, permanecieron a cubierto, dirigiendo los gemelos de un lado a otro, sin para, en busca de una pista. En medio del constante bombardeo diario, se olvidaban de la guerra y sólo perseguían a un hombre.
Cuando el solo empezó a ponerse, vio cómo se movía de un modo irregular un casco a lo largo de la trinchera alemana. Zaitzev pensó en disparar, pero su instinto le avisó que debía tratarse de una trampa, ya que Konings debería tener afuera un compañero para atraparle a él. Exasperado, Kulikov se preguntó:
- ¿Dónde puede estar escondido?
Pero Konings no ofreció el meno indicio de su propia posición. Al sobrevenir la oscuridad, los dos rusos retrocedieron hasta su propio búnker, donde charlaron un largo rato acerca de la estrategia del alemán.
Antes del alba, los francotiradores se dirigieron a sus propios hoyos en la linde de la tierra de nadie y estudiaron de nuevo el campo de batalla. Konings siguió silencioso. Maravillado por la paciencia del alemán, Zaitzev empezó a admirar la habilidad profesional de su adversario. Fascinado ante la intensidad de aquel drama, Kilikov habló con animación mientras el sol se elevaba hasta el cenit y empezaba a descender detrás de Mámaiev. En cuanto llegó de pronto otra noche, los combatientes regresaron a sus propias trincheras para poder dormir un poco.
Konings disparó contra él y le alcanzó en el hombre. Después de que los camilleros se llevaron a Danilov al hospital, Vasili Zaitzev se quedó agazapado.
Cuando examinó con sus prismáticos el campo de batalla, concentró su atención en el sector de enfrente. A la izquierda había un carro destruido; a la derecha, un nido de ametralladoras. Desdeñó el carro porque sabía que ningún francotirador con experiencia elegiría un objetivo tan expuesto. El nido de ametralladoras también se hallaba abandonado.
Zaitzev continuó moviendo los prismáticos. Los enfocó sobre una plancha de hierro y un montón de ladrillos que se encontraban entre el carro y el nido de ametralladoras. Siguió el movimiento de los gemelos y volvió luego a esa rara combinación. Durante minutos, Zaitzev se demoró sobre la plancha. Tratando de leer los pensamientos de Konings, decidió que el inocuo montón de ladrillos era un perfecto lugar para esconderse.
Para probar su teoría, Zaitzev colgó un guante del extremo de un trozo de madera y lo levantó despacio por encima del parapeto. Sonó un disparo de fusil y bajó a toda prisa el guante. La bala había hecho un agujero en la parte central del paño. Zaitzev estaba en lo cierto: Konings se encontraba bajo la chapa de hierro.
Su amigo Nikolái Kilikov estuvo de acuerdo:
- Allí está nuestra víbora – le susurró.
Los rusos retrocedieron a su trinchera para encontrar otra posición. Deseando colocar al tirador alemán enfrente de la mayor luz cegadora posible, siguieron la irregular línea de las trincheras hasta que encontraron un lugar en el cual tendrían a sus espaldas el sol de la tarde.
A la mañana siguiente se instalaron en su nueva guarida. A su izquierda, hacia el este, los transbordadores del Volga luchaban de nuevo contra el fuego de morteros enemigos. Al sudeste, la plancha de hierro bajo la que se ocultaba su adversario, Kulikov disparó un tiro a ciegas para despertar la curiosidad del alemán. Luego los rusos descansaron tranquilamente. Sabiendo que el sol podía hacer reflejos en sus miras telescópicas, esperaron con paciencia a que descendiera por detrás de ellos. A última hora de la tarde, rodeados ahora de sombra, Konings se hallaba en desventaja. Zaitzev enfocó su mira telescópica hacia el lugar donde se escondía el alemán.
De repente, brilló un alza telescópica en un extremo de la plancha, Zaitzev hizo una señal a Kulikov, el cual levantó despacio su casco por encima del parapeto. Konings desparó de nuevo y Kulikov cayó chillando de modo muy convincente. Sintiendo que había ganado, el alemán alzó la cabeza poco a poco para contemplar a su víctima. Vasili Zaitzev le alcanzó con un certero disparo entre los ojos. La cabeza de Konings cayó hacia atrás y el fusil se le deslizó de las manos. Hasta que el sol se puso, la mira telescópica brilló y centelleó. Al oscurecer, dejó de brillar.