Publicado: Sab Ago 18, 2007 11:37 am
El bombardero Le May
La tercera fase de la guerra tuvo como objetivo Japón. Mientras los norteamericanos se acercaban al territorio metropolitano, afrontando las resistencias suicidas de Iwo Jima y Okinawa, las fortalezas volantes trataban de reducir a escombros la industria japonesa, pero su eficacia era inferior a lo que el mando estimaba imprescindible.
Los ataques del 31 Bomber Command, compuesto por medio millar de bombarderos B-29 y adscrito a la 20ª Air Force, habían comenzado en noviembre de 1944 y en dos meses –tras arrojar más de cuatro mil toneladas de bombas y de perder 90 fortalezas volantes y buena parte de sus tripulaciones– apenas habían conseguido paralizar un 5 por 100 de la industria aeronáutica japonesa, primer objetivo de los ataques. Éstos se estaban realizando de acuerdo con la doctrina aplicada en Europa: bombardeos de precisión diurnos a 9.000 ó 10.000 metros de altura, volando en formidables formaciones y arrojando bombas rompedoras. Contra el III Reich daban resultado, pese a que las defensas antiaéreas de Hitler eran formidables ¿Por qué no funcionan contra el mal defendido Japón?
A mejorar la eficacia de los bombardeos fue destinado Curtis E. Le May, de 38 años de edad, general de las fuerzas aéreas, un tipo sanguíneo, cuadrado, fumador de puros y sumamente emprendedor, que había mandado los bombarderos pesados norteamericanos en China. El general Le May concluyó que las operaciones eran poco eficaces, porque el clima japonés era muy especial: despejado por la noche y nublado por el día; porque su industria, aunque concentrada en pocas ciudades, estaba dispersa dentro de ellas: un tercio, en fábricas convencionales, otro tercio en pequeños talleres y el resto era pura artesanía familiar; porque las grandes bombas rompedoras hacían astillas centenares de casas, que estaban reparadas al caer la tarde; porque las enormes distancias reducían al mínimo la capacidad destructiva de los B-29 (2.200 kilos de bombas por viaje).
Sólo bombas
Pocos días después de acceder a la jefatura de la 20ª Air Force, Le May decidió que los bombardeos fueran nocturnos, que se atacara a las ciudades con fósforo o napalm, cuyos efectos serían mayores, dada la combustibilidad de sus edificios, que se retirara el armamento de los aviones, puesto que los japoneses casi carecían de caza nocturna, y eso permitiría cargar dos toneladas más de bombas y, finalmente, que se bombardeara a baja cota, lo que aumentaría la precisión, desconcertaría a los artilleros japoneses y ahorraría combustible, permitiendo mayor carga, hasta 6/7 toneladas.
“¡Nos van a cazar como a zorras!”, exclamó el coronel O'Donnell, comandante de la fortaleza volante B-29, Dauntless Dotty, al hablar con los pilotos de su grupo de bombardeo. No se podía creer que aquello estuviera ocurriendo de verdad. Llevaba desde el otoño de 1944 volando con el 31 Bomber Command y había visto de todo, pero lo que acababa de oírle a Le May le parecía el colmo. Estimaba un suicidio bombardear Tokio de noche, a menos de 2.500 metros de altura, de forma dispersa y desarmando los aviones.
“Pero, ¿qué locura le ha entrado a este generalito para dejar en tierra diez ametralladoras pesadas y un cañón de 20 mm y viajar cinco mil kilómetros sólo con el armamento de cola?”.
Las órdenes de Le May fueron inapelables. El 9 de marzo los aeropuertos de Saipán, Guam y Tinian entraron en ebullición. 334 B-29 fueron desarmados, cargados con dos mil toneladas de bombas y abastecidos con más de cinco mil toneladas de carburante. A las seis menos cinco de la tarde, las fortalezas volantes comenzaron a despegar desde cada uno de los tres aeropuertos con intervalos de un minuto, de modo que ya eran casi las ocho cuando partió el último. Los ángeles exterminadores comenzaron su largo viaje, volando con viento de cola a 400 km por hora, con destino a Tokio, situada a cerca de 3.000 kilómetros de distancia.
A esas horas, la capital japonesa, que incluyendo sus barrios industriales contaba más de seis millones de habitantes asentados sobre unos 600 kilómetros cuadrados, se disponía a dormir. Los tokiotas sabían que las numerosas industrias que se levantaban en sus suburbios, en las que se fabricaba el 65 por 100 del material de guerra japonés, eran muy tentadoras para los aviones norteamericanos, pero se habían acostumbrado a reparar por la tarde las destrucciones de los bombardeos matutinos. Nadie esperaba esa noche al ángel de la muerte, pese a que las tinieblas japonesas están pobladas de genios maléficos.
Saludos cordiales
La tercera fase de la guerra tuvo como objetivo Japón. Mientras los norteamericanos se acercaban al territorio metropolitano, afrontando las resistencias suicidas de Iwo Jima y Okinawa, las fortalezas volantes trataban de reducir a escombros la industria japonesa, pero su eficacia era inferior a lo que el mando estimaba imprescindible.
Los ataques del 31 Bomber Command, compuesto por medio millar de bombarderos B-29 y adscrito a la 20ª Air Force, habían comenzado en noviembre de 1944 y en dos meses –tras arrojar más de cuatro mil toneladas de bombas y de perder 90 fortalezas volantes y buena parte de sus tripulaciones– apenas habían conseguido paralizar un 5 por 100 de la industria aeronáutica japonesa, primer objetivo de los ataques. Éstos se estaban realizando de acuerdo con la doctrina aplicada en Europa: bombardeos de precisión diurnos a 9.000 ó 10.000 metros de altura, volando en formidables formaciones y arrojando bombas rompedoras. Contra el III Reich daban resultado, pese a que las defensas antiaéreas de Hitler eran formidables ¿Por qué no funcionan contra el mal defendido Japón?
A mejorar la eficacia de los bombardeos fue destinado Curtis E. Le May, de 38 años de edad, general de las fuerzas aéreas, un tipo sanguíneo, cuadrado, fumador de puros y sumamente emprendedor, que había mandado los bombarderos pesados norteamericanos en China. El general Le May concluyó que las operaciones eran poco eficaces, porque el clima japonés era muy especial: despejado por la noche y nublado por el día; porque su industria, aunque concentrada en pocas ciudades, estaba dispersa dentro de ellas: un tercio, en fábricas convencionales, otro tercio en pequeños talleres y el resto era pura artesanía familiar; porque las grandes bombas rompedoras hacían astillas centenares de casas, que estaban reparadas al caer la tarde; porque las enormes distancias reducían al mínimo la capacidad destructiva de los B-29 (2.200 kilos de bombas por viaje).
Sólo bombas
Pocos días después de acceder a la jefatura de la 20ª Air Force, Le May decidió que los bombardeos fueran nocturnos, que se atacara a las ciudades con fósforo o napalm, cuyos efectos serían mayores, dada la combustibilidad de sus edificios, que se retirara el armamento de los aviones, puesto que los japoneses casi carecían de caza nocturna, y eso permitiría cargar dos toneladas más de bombas y, finalmente, que se bombardeara a baja cota, lo que aumentaría la precisión, desconcertaría a los artilleros japoneses y ahorraría combustible, permitiendo mayor carga, hasta 6/7 toneladas.
“¡Nos van a cazar como a zorras!”, exclamó el coronel O'Donnell, comandante de la fortaleza volante B-29, Dauntless Dotty, al hablar con los pilotos de su grupo de bombardeo. No se podía creer que aquello estuviera ocurriendo de verdad. Llevaba desde el otoño de 1944 volando con el 31 Bomber Command y había visto de todo, pero lo que acababa de oírle a Le May le parecía el colmo. Estimaba un suicidio bombardear Tokio de noche, a menos de 2.500 metros de altura, de forma dispersa y desarmando los aviones.
“Pero, ¿qué locura le ha entrado a este generalito para dejar en tierra diez ametralladoras pesadas y un cañón de 20 mm y viajar cinco mil kilómetros sólo con el armamento de cola?”.
Las órdenes de Le May fueron inapelables. El 9 de marzo los aeropuertos de Saipán, Guam y Tinian entraron en ebullición. 334 B-29 fueron desarmados, cargados con dos mil toneladas de bombas y abastecidos con más de cinco mil toneladas de carburante. A las seis menos cinco de la tarde, las fortalezas volantes comenzaron a despegar desde cada uno de los tres aeropuertos con intervalos de un minuto, de modo que ya eran casi las ocho cuando partió el último. Los ángeles exterminadores comenzaron su largo viaje, volando con viento de cola a 400 km por hora, con destino a Tokio, situada a cerca de 3.000 kilómetros de distancia.
A esas horas, la capital japonesa, que incluyendo sus barrios industriales contaba más de seis millones de habitantes asentados sobre unos 600 kilómetros cuadrados, se disponía a dormir. Los tokiotas sabían que las numerosas industrias que se levantaban en sus suburbios, en las que se fabricaba el 65 por 100 del material de guerra japonés, eran muy tentadoras para los aviones norteamericanos, pero se habían acostumbrado a reparar por la tarde las destrucciones de los bombardeos matutinos. Nadie esperaba esa noche al ángel de la muerte, pese a que las tinieblas japonesas están pobladas de genios maléficos.
Saludos cordiales