El tratado de Versalles

Acontecimientos políticos, económicos y militares relevantes entre noviembre de 1918 y septiembre de 1939

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Calígula
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Mensaje por Calígula » Vie Feb 17, 2006 9:11 am

En los ños 60 el historiador A. J. P. Taylor sorprendio al afirmar que las raices de la guerra yacen en lo mas profundo de la historia alemana. Para este historiador resulta evidente la relacion existente entre el final de la PGM y el comienzo de la Segunda.

E aqui un extracto:
"La SGM fue, en gran medida, una repeticion de la primera... Alemania lucho en la Segunda con la intencion especifica de poder cambiar el resultado de la Primera y destruir el acuerdo que la sucedio... La primera guerra explica la segunda, y la causo de hecho."

Entre las muchas promesas electorales del partido nazi, estaba la abolicion del tratado de Versalles y reunificacion de los territorios alemanes, amen de reconstruir las fuerzas armadas

Pero en 1935, Hitler declaro que el tratado de Versalles no tenian vigencia. A partir de este momento ¿Cuantas clausulas que dictaba dicho tratado fueron abolidas antes de la guerra? Un simple vistazo a la lista de beltzo para darse cuenta de ello. Mas aun tras la toma de Danzing, donde para muchos significo el fin (Si es que quedaba algo) del tratado de Versalles. ¿Que territorios alemanes quedaban por reunificar? Acto increible la anexion de Checoslovaquia en 1939, un territorio que no era una provincia perdida alemana. Esto demuestra que el fin ultimo de Hitler no era desmantelar Versalles, sino ir mas alla de el. El tiempo lo demostraria.

Versalles pudo ser un factor conjuntado con muchos otros de la toma de Hitler en el poder, pero inverosimil de ser el causante del conflicto en si mismo. Versalles no era la guerra, la guerra era Hitler y Hitler era la guerra. El Tratado solo allanaria el camino hacia la misma
Heinrich Heine [i]Allí donde se queman los libros, se terminaran quemando personas[/i]

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Mensaje por José Luis » Dom May 21, 2006 9:27 pm

Movido a Período de Entreguerras, Temas Generales.

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sino como un hombre
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Mensaje por Erich Hartmann » Lun Mar 19, 2007 2:44 pm

Dossier nº 63 de la revista La aventura de la historia:

El ocaso de los Imperios

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Hace 85 años, capitulaba el Imperio Alemán, cerrando la Gran Guerra, el conflicto más terrible sufrido hasta entonces por la Humanidad. La Conferencia de Paz de Versalles constituyó un monumento a la venganza de los vencedores. Los enormes cambios políticos y territoriales estuvieron acompañados por grandes transformaciones en las relaciones internacionales, en la economía y en la sociedad. Como consecuencia surgió un mundo distinto, alumbrando el siglo XX.

Artículos del Dossier:

:arrow: La capitulación
David Solar

:arrow: Las dificultades de la paz
Rosario de la Torre

:arrow: La caída de las águilas
Julio Gil Pecharromán
Última edición por Erich Hartmann el Lun Mar 19, 2007 2:51 pm, editado 1 vez en total.

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Mensaje por Erich Hartmann » Lun Mar 19, 2007 2:49 pm

LA CAPITULACIÓN

Alemania, sola, acorralada y agotada

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Fracasadas sus últimas ofensivas, desbordado por los nuevos ejércitos aliados, el Káiser dimite y se exilia. DAVID SOLAR explica el final de la guerra y las claves de Versalles: el revanchismo y la codicia colonial franco-británicas desbordaron el altruismo y la impericia de Wilson


Bajo el peso de la superioridad numérica de hombres y cañones, los ejércitos del Káiser cedieron y se quebraron y tras ellos, la población civil, desde hacía tiempo agobiada por el bloqueo inglés, se derrumbó en turbulentas convulsiones. Ocurría que el mundo entero se estaba lanzando sobre ellos en corrientes irresistibles. Les asaltaban millones de hombres, veintenas de millares de cañones, miles de tanques, más la heróica resistencia de Francia y la inagotable fuerza de voluntad británica. Y detrás, las inconmensurables energías de Estados Unidos. “¡Era demasiado!” Así vio Winston Churchill –a la sazón, ministro de Municiones del Reino Unido– el ocaso alemán en la Gran Guerra.

En el otro lado de las trincheras, el káiser Guillermo II y el máximo responsable militar del Imperio, el mariscal Paul Hindenburg, sostenían una dramática entrevista: “Estuve el lado de mi supremo señor de la guerra durante aquellas fatales horas. Me confió la misión de reintegrar el ejército a la patria. Cuando dejé al emperador en la tarde del 9 de noviembre, sería para no volver a verlo más. Se fue para ahorrar a Alemania nuevos sacrificios y para obtener las condiciones de paz más favorables”.

Paz sin victoria

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¿Qué le había ocurrido a Alemania para llegar a esa situación, cuando sólo cuatro meses antes, a mediados de julio de 1918, amenazaba París? Como resumía Churchill, había varios factores: agotamiento militar y hundimiento de la retaguardia; resistencia de franceses y británicos e intervención de los norteamericanos. Esto último fue determinante.

Estados Unidos había permanecido neutral ante el conflicto europeo hasta la primavera de 1917, pese a las presiones internas de los lobbies nacionalistas de cada bando implicado en la contienda, que trataban de inclinar la voluntad de Washington hacia su causa, aunque el capital norteamericano y sus exportaciones –preferentemente en favor de Londres, París y Roma– alimentaban la lucha. Esa posición era cada día más difícil, tanto por las presiones internas como por el castigo que los submarinos alemanes estaban infligiendo a la navegación, que para entonces, aparte de hundir centenares de mercantes destinados a países enemigos, ya había mandado al fondo del océano tres trasatlánticos de pasajeros, Lusitania, Sussex y Arabic, en los que habían perecido numerosos súbditos norteamericanos.

Esa era la situación cuando, el 22 de enero de 1917, el presidente, Woodrow Wilson, decidió salir a la palestra para hacer un llamamiento a la paz y exponer sus ideas sobre las bases en las que debería sustentarse: “Una victoria significaría la paz a la fuerza para el derrotado. La aceptaría humillándose y le dejaría un resentimiento y una amargura sobre los cuales no podría apoyarse confiadamente la paz. Sólo puede ser duradera una paz entre iguales”.

A aquel conmovedor discurso pronunciado ante el Senado, titulado Paz sin victoria, respondió Alemania con su disposición a replegarse hasta sus fronteras y a devolver a Francia la Alsacia ocupada. Pero, a cambio, pretendía hacerse con sendas porciones territoriales de Polonia y Rusia, exigía la devolución de sus colonias y demandaba concesiones coloniales directamente proporcionales a su población, compensaciones económicas a personas y entidades damnificadas por la guerra, libertad de comercio, etcétera.

Mientras Washington trataba de suavizar las demandas de Berlín y de que París y Londres aceptaran una parte de ellas, el Reich decidió lanzarse a una guerra submarina sin restricciones (1-2- 1917), suponiendo que podría lograr el estrangulamiento del tráfico naval británico y, con ello, la victoria. Tres buques norteamericanos fueron hundidos en las semanas siguientes, al tiempo que el servicio secreto británico interceptaba y descifraba el Telegrama Zimmermann, que invitaba a México a aliarse con los Imperios Centrales y declarar la guerra a Estados Unidos, si éstos intervenían en el conflicto, prometiendo la recuperación los territorios que le habían arrebatado los norteamericanos medio siglo antes. Los ataques contra su flota comercial provocaron movimientos populares que exigían la revancha y el Telegrama Zimmermann –que años después se demostraría falso, preparado por el espionaje británico– desató una auténtica tempestad política. Wilson, que había predicado la “Paz sin victoria”, rompió sus relaciones con Alemania en febrero de 1917 y la declaró la guerra el 2 de abril.


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Mensaje por Álvaro » Mar Mar 20, 2007 4:13 pm

Leyendo la página 123 del Libro "Los Códigos Secretos" de Simon Singh:

Nos proponemos comenzar la guerra submarina sin restricción el 1 de Febrero. A pesar de ellos, procuraremos mantener neutral a EE.UU. En caso de que esto no tenga exito hacemos a México una propuesta de Alianza con la siguiente base: hacer la guerra juntos y la paz juntos, ayuda económica generosa y el entendimiento por nuestra parte de que México reconquistará los territorios perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona. El acuerdo detallado se lo dejamos a usted.
Ustes informará al presidente de México sobre esto en el mayor de los secretos, en cuanto el estallido de guerra con EE.UU. sea seguro y añadirá la sugerencia de que el podría por iniciativa propia invitar a Japón a adherirse inmediatamente y al mismo tiempo de mediar entre Japón y nosotros.
Por favor señale al presidente el hecho de que el uso sin restricción de nuestros submarinos ofrece ahora la perspectiva de obligar a Inglaterra a firmar la paz en pocos meses. Acuse recibo.

Zimmerman.


El barco inglés Telconia izó los cables submarinos trasantlánticos y los cortó al amanecer del primer día de la guerra. Por eso los ingleses interceptaron el mensaje. El mensaje era cifrado a través de suecia y a través del cable más directo que iba a EE.UU. a través de Inglaterra. Ambas rutas discurrían por ahí, por lo que el mensaje caía en manos británicas y fue descifrado por la sala 40 de la Agencia de cifras del Ministerio de la Marina.

Zimmerman aceptó muy pronto ser su autor, en una rueda de prensa en Berlín dijo << no puedo negarlo, Es verdad >>.

Al final el servicio secreto inglés consiguió insertar mensajes en la prensa que decían que la filtración provenía de México.

Un saludo.
…y ahora ellos estarán diciendo ¡***, es el Hijoputa de Patton otra vez!
Y sí, es el Hijoputa de Patton, que ha vuelto.
(George Smith Patton)

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Mensaje por Erich Hartmann » Mié Mar 21, 2007 8:11 pm

Compensaciones

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Papel que Guillermo II trataba de tener en Europa, según una caricatura francesa de la época.

La entrada de Estados Unidos en la contienda tuvo efectos inmediatos. Los suministros a sus aliados de alimentos, municiones, pertrechos y dinero aumentaron espectacularmente; en el mar, su notable flota se hizo sentir, amortiguado los efectos de la guerra submarina. En un sólo semestre, los sumergibles alemanes hundieron cerca de cuatro millones de toneladas de barcos aliados, superando sus mejores expectativas, pero a costa de sacrificar un tercio de sus efectivos. Estados Unidos suplió las pérdidas aportando al esfuerzo militar tres millones de toneladas de mercantes –incluyendo 800.000 toneladas de barcos alemanes incautados en sus puertos y en los de otros beligerantes americanos– y 700 buques dedicados a la escolta y lucha antisubmarina. Por otro lado, el sistema de navegación en convoyes, fuertemente escoltados por destructores, carazatorpederos e hidroaviones y el empleo de cargas de profundidad y de minas antisubmarino, hizo batirse progresivamente en retirada a los tiburones del Reich.

La entrada en guerra fue entusiásticamente recibida por la mayoría de los norteamericanos y fue inmensa la popularidad que cosechó el presidente. Con todo, Woodrow Wilson mantuvo durante todo el conflicto una postura moral reflejada en sus Catorce Puntos para la Paz, propuestos el 8 de enero de 1918. En ellos se buscaba una paz sin revancha: libertad de navegación y de comercio; desarme, evacuación de todas las regiones ocupadas durante la guerra; restitución a Francia de Alsacia y Lorena; devolución otomana de todos los territorios que no fuesen turcos; creación de una sociedad de naciones que resolviera los conflictos del futuro...

En los campos de batalla europeos no se advirtió, por lo demás, la entrada en guerra de los norteamericanos. Estados Unidos no había preparado un ejército que pudiera competir con los de los Imperios Centrales, por lo que tuvo que ponerse a improvisarlo con toda urgencia. En un año, fueron reclutados y adiestrados cerca de cinco millones de hombres, de los cuales, a partir de la primavera de 1918, llegaron a entrar en combate 1.760.000. La buena marcha de la guerra antisubmarina, la abundancia de víveres y pertrechos y la esperanza en la llegada de los norteamericanos sostuvieron a los aliados en los dificilísimos meses iniciales de 1918.

Por su parte, los Imperios Centrales tenían dificultades internas, fundamentalmente de abastecimiento, pero la Revolución Soviética del 7 de noviembre de 1917 –25 de octubre, según el calendario ruso– mejoró su situación, ahorrándoles el frente oriental. Tras el triunfo revolucionario, lo más urgente para el Gobierno bolchevique era terminar la guerra con Alemania. En diciembre de 1917 se reunió una conferencia de paz en Brest-Litovsk; el día 15 de ese mes, el delegado bolchevique, Leon Trotski firmó el acuerdo. Aquello suponía un desastre para los Aliados, que ya veían cómo se les venía encima el ejército alemán del Este; por eso presionaron a los bolcheviques para que retrasaran la entrada en vigor del armisticio; pero ante las maniobras dilatorias de Trotski, los alemanes reiniciaron sus operaciones y, el 3 de marzo, Rusia no tuvo más remedio que firmar la paz.

En la balanza de la guerra, la entrada en liza de Estados Unidos quedaba momentáneamente compensada por la retirada soviética de la contienda. Sobre los campos de Flandes se cernía, a comienzos de 1918, una amenaza mortal.

El último duelo

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El mariscal Erich Ludendorff contada en el frente de Francia con casi cuatro millones de hombres y el día 21 de marzo lanzó a una cuarta parte de ellos (47 divisiones) sobre el frente del Somme. En una semana progresó unos 70 km capturando cien mil prisioneros. En vista de este éxito, proyectó una fuera similar en dirección al Lys, pero su derroche de hombres obtuvo una compensación muy reducida. Tras un respiro para reorganizarse, volvió al ataque en mayo, logrando alcanzar el Marne. El agotamiento de ambos bandos era tremendo al finalizar la primavera, pero los Aliados estaban recibiendo la transfusión de sangre americana y se preparaban ya para pasar a la contraofensiva.

Con todo, aún intentaría Ludendorff romper las defensas francesas frente a Nancy, fracasando por completo y el 15 de julio, a la desesperada, envió cuanto podía moverse, 57 divisiones, con cerca de un millón de soldados, contra el Marne. Los alemanes pasaron el río y, por unas horas, hicieron peligrar las líneas defensivas de París. Entre aquellas fuerzas que atravesaron el Marne y soñaron con la conquista de la capital de Francia se hallaba el cabo Adolf Hitler.

Pero el dispositivo francés no cedió. En aquella resistencia se distinguieron ya los primeros norteamericanos en recibir el bautismo de fuego. Tres días después, el 18 de julio, el mariscal Ferdinand Foch, generalísimo de los ejércitos aliados del frente de Francia, pasó al contraataque y rechazó a los alemanes hasta el río Aisne; allí combatieron ya unos 200.000 norteamericanos.

Foch no cedería la iniciativa. A lo largo del mes de agosto y comienzos de septiembre recuperó todo lo perdido en primavera. Los alemanes hubieron de batirse en retirada en un frente de 350 km. y establecer nuevas líneas defensivas, la primera entre Brujas y la margen derecha del río Aisne (Línea Hermann-Stellung) y la segunda, desde Amberes a las cercanías de Verdún, apoyada en la ribera derecha del Mosa (Línea Amberes-Mosa).

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Mensaje por Erich Hartmann » Sab Mar 24, 2007 2:49 pm

La puñalada por la espalda

Al llegar el otoño, la iniciativa militar seguía en manos aliadas, pero sus ofensivas no habían logrado éxitos decisivos, pues los alemanes seguían en territorio francés, belga y luxemburgués. Sin embargo, sus ataques desintegraron internamente Alemania: la retaguardia ya no encajaba los retrocesos, ni las sobrecogedoras cifras de bajas, ni los inmensos sacrificios que llevaba cuatro años haciendo. Aquellos reveses, más los éxitos italianos en el Piave contra los austríacos, los anglo-árabes contra los turcos en el Próximo Oriente, los greco-británicos contra los búlgaros, llevarían al colapso a los Imperios Centrales: el 30 de septiembre capitulaba Bulgaria; un mes más tarde, Turquía y Austria. Para entonces, tratando de frenar la descomposición interna, el Káiser había nombrado un Gobierno parlamentario de concentración, presidido por el príncipe Max de Baden y constituido por liberales, católicos y socialistas. El nuevo gabinete solicitó el armisticio, sobre la base de los 14 puntos de Wilson. Eso era inaceptable para París y Londres, que observaban el organizado retroceso alemán y si, por un lado, temían que simplemente trataran de ganar tiempo, por otro, en plena marcha triunfal, rechazaban unas bases de paz tan generosas como las propugnadas por el presidente norteamericano.

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Por tanto, prosiguieron las operaciones militares, mientras la descomposición interna de Alemania se convertía en desbandada. La flota se amotinaba en Kiel, Bremen y Lübeck y rechazaba las órdenes de hacerse a la mar (3 de noviembre de 1918); Baviera y Berlín se proclamaban repúblicas socialistas (7 y 9 de noviembre). Ante aquel cataclismo, que se estaba contagiando rápidamente al ejército, el gabinete de Max de Baden no tuvo otro remedio que solicitar el armisticio, medida facilitada por la abdicación de Guillermo II y su partida hacia el exilio (9 de noviembre).

Los militaristas germanos comenzaron a justificar la derrota desde aquel mismo instante. Justo entonces se acuñó una frase que haría fortuna: “La puñalada por la espalda”; según esto, el II Reich no había sido derrotado por los aliados en los campos de batalla, sino en la retaguardia, carcomida por socialdemócratas, comunistas y judíos... La idea complacía a los belicistas y nacionalistas y, sobre todo, al Ejército, que de esa forma salvaba sus responsabilidades en la derrota. Y, además, contó con la aquiescencia involuntaria de los vencedores, que aceptaron en la firma del armisticio de Rethondes, del 8 al 11 de noviembre de 1918, a una delegación civil, presidida por el diputado centrista Matthias Erzberger y acompañada por dos militares de segundo rango. El militarismo prusiano salvaba la cara.

En Rethondes –y como anticipo de lo que pedirían después– los vencedores exigieron el inmediato cumplimiento de nueve puntos que comprendían el repliegue alemán de todos los territorios ocupados en Francia; el abandono de los territorios ocupados en la orilla izquierda del Rin; la retirada de las zonas ocupadas durante la guerra en el Este europeo; el paso libre para los aliados desde el Báltico a Polonia a través de la ciudad de Danzig y acceso al río Vístula; la devolución de los prisioneros de guerra; el mantenimiento del bloqueo económico; el desmantelamiento de la flota alemana; la entrega de 5.000 cañones, 25.000 ametralladoras, 1.700 aviones, 5.000 camiones, 5.000 locomotoras y 150.000 vagones de ferrocarril...

Asumidas tales exigencias, a mediodía del 11 de noviembre, el Ejército alemán emitió su último parte militar: “Como consecuencia de la firma del armisticio, a partir del medio día de hoy quedan suspendidas las hostilidades en todos los frentes”. Tras 51 meses de lucha, la Gran Guerra había terminado.

Frente a frente

El 18 de enero de 1919 se reunieron en Versalles los encargados de organizar la paz. Allí acudieron los delegados de 27 países, en los que existían tres órdenes bien diferenciados: los grandes, encabezados por el primer ministro francés, Georges Clemenceau, su colega británico, Lloyd George, y el presidente norteamericano Woodrow Wilson; luego, a mucha distancia, los primeros ministros italiano y japonés, Orlando y Saionji. Esos cinco países formaron la comisión de diez miembros que se ocupó de los asuntos principales. En el tercer plano, el resto de los asistentes, que apenas tuvo la oportunidad de participar en los trabajos de la paz.

La conferencia estuvo presidida por Clemenceau, que contaba 78 años de edad y había vivido la derrota francesa frente a Prusia en 1870. Era un político de tal ferocidad en la lucha parlamentaria, a la que había dedicado toda su vida, que se le apodaba El Tigre; pero su experiencia como estadista era escasa. Eso sería importante porque trató de imponer en Versalles una lucha de aniquilamiento de Alemania como si se hubiera trata de hundir a un rival parlamentario. No hubo en él generosidad ni visión de futuro, sólo de revancha. Según John Maynard Keynes, que vivió la conferencia desde dentro, como miembro de la delegación británica, Clemenceau “creía que ni se puede tener amistad ni negociar con un alemán; sólo se le deben dar órdenes”. Dentro de esa mentalidad, luchó por etiquetar a Alemania como “única responsable de la guerra”, por esquilmarla económicamente para que jamás pudiera volver a agredir a Francia y por humillarla y debilitarla con ocupaciones y desmilitarizaciones.

El primer ministro británico, Lloyd George, era un político tan brillante como inestable en sus convicciones ideológicas y políticas. Por un lado, en Versalles apoyó a Wilson en la creación de la Sociedad de Naciones y, aunque proclive a los generosos principios wilsonianos sobre la paz, terminó decantándose en favor de la rapiña colonial y del aniquilamiento económico germano. Y eso pese a la oposición de algunos miembros de su delegación, como el joven y prestigioso economista de la Universidad de Cambridge, Keynes, que se oponía a las brutales sanciones porque causarían una inflación incontrolable y el deseo de revancha, pues “en Alemania serían desalentados tanto el capital como el trabajo”. Vista la inutilidad de sus esfuerzos, Keynes presentó su dimisión y regresó a Inglaterra, donde publicó Consecuencias económicas de la Paz, un libro profético.

Woodrow Wilson, imbuido de un sentimiento misionero de la paz, se presentó en París el 14 de diciembre de 1918. Era la primera vez que un presidente norteamericano abandonaba América y, además, pensando en una larga ausencia, que sería de siete meses y medio. El viaje, desaconsejado por sus asesores, era una temeridad: abandonaba su país, distanciándose de la política cotidiana y dando amplia ventaja a sus enemigos políticos; y se presentaba en Europa, un continente que conocía mal en todos sus aspectos, perdiendo el ascendiente moral de su trayectoria y la inmensa ventaja que, desde el otro lado del Atlántico, podía ejercer como banquero de todos los beligerantes.

¿Por qué se presentó en Versalles? El gran especialista en relaciones internacionales, Charles Zorgbibe cree que, “Quizás fue la vanidad del jurista, del historiador, decidido a no faltar a la mayor cita diplomática desde el final de las guerras napoleónicas y del Congreso de Viena o, quizás, fue la excitación de un teórico y práctico de la política, tan extasiado como una debutante, la perspectiva de su primer baile...”



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Mensaje por Erich Hartmann » Sab Mar 24, 2007 2:51 pm

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Mensaje por Erich Hartmann » Dom Mar 25, 2007 6:34 pm

Ajuste de cuentas

Y, tal como sospechaban los más pesimistas, Wilson fue arrastrado una y otra vez hasta las posiciones que unas veces encabezaban los franceses y otras, los británicos. Cedió en la culpabilización de Alemania; cedió en las indemnizaciones; cedió en el interés anglo-francés de juzgar a Guillermo II, aunque esto no ocurriría. Únicamente se mantuvo firme en su inquebrantable deseo de ver aprobada la constitución de la Sociedad de Naciones.

Y para conseguir ese sueño, el presidente norteamericano volvería a medio ceder en las cuestiones territoriales, como la del Sarre, que Francia deseaba anexionarse habida cuenta que ese territorio “tenía un sentimiento profrancés a finales del siglo XVIII”. Este asunto avinagraría las relaciones de Wilson y Clemenceau durante un mes. El norteamericano defendía la autodeterminación de los pueblos, por encima de presuntos sentimientos siglo y medio anteriores. Enfurecido, Clemenceau acusó a Wilson de germanofilia y le aseguró que Francia no firmaría nada sin la cesión del Sarre, a lo que Wilson replicó:

– “Es decir, Francia rehusa actuar con nosotros! En estas condiciones ¿Desea usted que me vaya?”

– “¡En absoluto! -replicó el francés– ¡El que se va soy yo!”.

El Sarre, finalmente, quedaría bajo control internacional, pero su carbón sería explotado por Francia. La disputa volvería a surgir cuando se trató de Renania, cuyos territorios de la orilla izquierda del Rin trató Francia de convertirlos en autónomos, desgajándolos de Alemania. Como Wilson no cediera, París se avino a cambio de la desmilitarización en profundidad.

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Como se observa, Versalles no fue una conferencia de paz, sino un ajuste de viejas cuentas con los vencidos, con los Imperios Centrales. Se desmembró al Imperio austriaco, organizándose el avispero yugoslavo y el conglomerado checoslovaco, que englobaba importantes poblaciones germánicas –los sudetes– que fueron uno de los motivos de la II Guerra Mundial; se desintegró al Imperio Otomano, dejando una guerra en marcha entre Turquía y Grecia; el conflicto endémicos de los kurdos; una complicadísima situación entre los pueblos árabes –la guerra entre hachemíes y babeéis duraría años en Arabia–; se establecieron los mandatos de Oriente Medio, poniéndose los cimientos a los conflictos de Palestina, de Líbano y de Irak, todos bien vigentes.

Pero los más agravios más profundos se le infligieron a Alemania. Francia recuperaba Alsacia y Lorena, perdidas en su guerra de 1870 con Prusia, pretendía la cesión de la Alta Silesia, explotaba el Sarre y ocupaba Renania. El curso alemán del Rin era desmilitarizado en toda su margen izquierda y en una profundidad de 50 kilómetros en la derecha; Polonia recibía amplios territorios poblados por alemanes y el corredor de Danzig, que dividía Prusia Oriental, creando un sentimiento permanente de irritación y constituyendo un motivo inmediato de la II Guerra Mundial. Alemania debía asumir una falsedad histórica: la responsabilidad única del estallido de la guerra y, por tanto, se haría cargo del pago total de las reparaciones, cifradas en la astronómica cifra de 33.000 millones de dólares; y para que no volviera a tener tentaciones belicistas se desmilitarizaría, reduciendo sus ejércitos a 115.000 hombres, disolviendo su Estado Mayor y destruyendo toda su aviación, su artillería media y pesada, sus blindados y todo buque superior a las 10.000 toneladas; además, debía entregar a los responsables de crímenes de guerra que reclamaran los vencedores.

Como el Gobierno de Weimar –la ciudad donde se reunían el Ejecutivo y el Parlamento alemanes ante la inseguridad política de Berlín– se negara a aceptar tales términos, los vencedores amenazaron con reanudar las hostilidades y Alemania no tuvo otra salida que firmar el Tratado, aún conscientes de que se trataba “de una injusticia sin igual”, en palabras del ministro de Exteriores, Hermann Müller. Tras este trágala, la ceremonia de la firma se realizó en la Galería de los Espejos de Versalles, el 28 de junio de 1919.

Las cláusulas del tratado que cerraba la Gran Guerra entraron en vigor el 10 de enero de 1920; en esa fecha comenzó a gestarse la II Guerra Mundial. El gran periodista Raymond Cartier lamentaba ese final: “La Primera Guerra Mundial, nacida de errores y equívocos, habría debido tener como conclusión una victoria aliada indiscutible, seguida de una paz de reconciliación. Pero se haría lo contrario: de una victoria incompleta, saldría una paz ridículamente rigurosa”. ■


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Mensaje por Erich Hartmann » Dom Mar 25, 2007 6:36 pm

El espíritu de Wilson

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El 8 de enero de 1918, el presidente norteamericano Woodrow Wilson expuso ante el Congreso su programa de 14 Puntos para la Paz. En resumen, se trataba de liquidar los efectos de la guerra, de imponer una nueva filosofía a las relaciones internacionales y de tutelar los derechos de los pueblos: 1. Acuerdos de paz negociados públicamente y fin de la diplomacia particular y secreta (abierta alusión a los Acuerdos Sykes-Picot). 2. Libertad absoluta de navegación por los mares. 3. Libertad de comercio para todas los países que aceptasen la paz y supresión de barreras aduaneras. 4. Reducción de armamentos. 5. Acuerdos sobre los problemas coloniales, que respetaran tanto los intereses de las metrópolis como los de las poblaciones de las tierras colonizadas. 6. Evacuación de todos los territorios rusos ocupados. 7. Evacuación y restablecimiento de la inseguridad territorial de Bélgica. 8. Devolución a Francia de Alsacia y Lorena. 9. Rectificación a favor de la Italia de las fronteras con Austria. 10. Garantía de un desarrollo autónomo de los diversos pueblos de Austria-Hungría. 11. Evacuación de Rumania, Serbia y Montenegro. 12. Seguridad de existencia política para las regiones no turcas bajo dominación otomana. 13. Creación de una Polonia independiente. 14. Creación de una asociación de naciones que se encargase, en adelante, de regular el orden internacional.


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Mensaje por Erich Hartmann » Mar Mar 27, 2007 11:06 pm

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Mensaje por Erich Hartmann » Sab Mar 31, 2007 1:46 pm

Las dificultades de la paz

LA DECEPCIÓN


Rosario de la Torre analiza la traumática situación europea de posguerra: los acuerdos de los diferentes Tratados, con dramáticos cambios fronterizos y los intereses irredentos, el desenganche norteamericano de los pactos de Versalles, el miedo de Francia a quedarse sola ante Alemania...

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El 28 de junio de 1919, la firma del Tratado de Versalles y el regreso de Wilson a Estados Unidos, y de Lloyd George a Inglaterra, no pusieron fin a los trabajos de la Conferencia de Paz de París. Un nuevo organismo, el Consejo Supremo, formado por los presidentes en ejercicio de cada delegación, asumió el principal papel en la toma de decisiones, supervisando las últimas fases de las negociaciones de los tratados con Austria, Bulgaria, Hungría y Turquía, que seguirían las líneas generales del firmado con Alemania, pero que carecían de una forma definitiva. Lo mismo ocurría con la Sociedad de Naciones (SDN); su Pacto aparecía como preámbulo del tratado de Versalles, y llevaba su fecha; ahora era necesario pasar de las palabras a los hechos. Un año después de concluir las hostilidades, los vencedores debían finalizar los trabajos de la Conferencia de París y ejecutar sus disposiciones en medio de una posguerra repleta de dificultades.

Las horcas caudinas

Firmado el 10 de septiembre de 1919, El Tratado de Saint-Germain no sólo determinó los términos de la paz con Austria. Fijó sobre todo la existencia de un pequeño Estado residual germanoparlante austriaco, que contrariaba los deseos de sus representantes, que se inclinaban por incorporarse a Alemania. Austria perdió el sur del Tirol y la Venecia-Julia, que pasaron a Italia; Dalmacia, Eslovenia y Bosnia-Herzegovina, que pasaron a Yugoslavia; Bohemia y Moravia, que pasaron a Checoslovaquia; Galitzia, que pasó a Polonia y Bucovina, que pasó a Rumania. Si en 1914 dependían de la parte austriaca de la Monarquía Dual 28 millones de seres humanos, el Tratado de Saint-Germain dejó a la República Austriaca con una población de menos de 8 millones y con los 3 millones de austríacos que vivían en las montañas de Bohemia fuera de sus nuevas fronteras. El ejército austriaco quedó reducido a 30.000 hombres, el nuevo Estado debía hacer frente al pago de las reparaciones que le correspondiesen y le fue estrictamente prohibida su unión con Alemania.

El Tratado de Neuilly, firmado el 27 de noviembre de 1919, fijó los términos de la paz con Bulgaria, que por él perdió la parte oriental de Tracia –su salida al mar Egeo–, a favor de Grecia, y dos pequeñas áreas de Macedonia, cedidas a Yugoslavia. El ejército búlgaro quedó reducido a 20.000 hombres y el Estado tuvo que hacer frente al pago de su parte de las reparaciones. La relativa poca dureza que los vencedores aplicaron a Bulgaria se explica por su temor a que cualquier cambio de las fronteras de la península de los Balcanes tuviera consecuencias contraproducentes.

El Tratado de Trianon, firmado el 4 de junio de 1920, fijó una durísima paz con Hungría, que por él perdía más de 2/3 del territorio que controlaba antes de guerra. En medio de una situación social explosiva, los vecinos impusieron las arbitrarias líneas de demarcación establecidas en la Paz de París: Transilvania y la mitad del Banato fueron integradas en Rumania; Eslovaquia y Rutenia fueron integradas en Checoslovaquia; Croacia y Voivodina pasaron a formar parte de Yugoslavia; Italia reclamó Fiume; Polonia ganó una pequeña zona en el norte de Eslovaquia y Austria adquirió una franja de la Hungría occidental que más tarde se llamó Burgenland. La parte húngara de la Monarquía Dual agrupaba en 1914 a 21 millones de habitantes; la nueva Hungría fue reducida a 8 millones, dentro de unas nuevas fronteras que dejaban fuera a varios millones de magiares. El ejército quedó reducido a 35.000 hombres y el nuevo Estado tuvo que hacer frente al pago de reparaciones.

El Tratado de Sèvres, de 10 de agosto de 1920, repartió el Imperio Otomano. Estambul quedó en manos turcas, pero los Estrechos serían desmilitarizados y neutralizados bajo el control de una comisión internacional; los griegos ocuparon la Tracia Oriental; los armenios dispondrían de un Estado independiente en la Anatolia Oriental; los kurdos gozarían de una amplia autonomía dentro del Estado turco y se establecieron amplias zonas de influencia de Francia e Italia en Anatolia. Los territorios árabes también quedaron divididos entre un mandato francés sobre Siria, que incluía Líbano y que excluía Mosul, y dos mandatos ingleses, uno sobre Palestina y otro sobre Irak, que incluía Mosul. Francia aceptó la pérdida de Mosul a cambio de las acciones alemanas (el 25%) de la Turkish Petroleum Company. Esto prácticamente eliminaba a Turquía como país de cierta entidad, pero los turcos aún no habían dicho la última palabra.


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Mensaje por Erich Hartmann » Dom Abr 01, 2007 4:33 pm

La Sociedad de las ilusiones

El Pacto de la Sociedad de Naciones, que aparece como preámbulo del Tratado de Versalles y que se repite –igualmente como preámbulo- en los otros cuatro tratados, corona todo el edificio construido en 1919 en París. El Pacto, ensayo de concierto mundial en el que se depositaron las esperanzas pacifistas de un mundo desangrado por una guerra terrible que solo cobraría sentido si era la última, intentaba crear un nuevo esquema para la actividad diplomática limitando el libre ejercicio de la soberanía nacional –que caracterizó la supuesta anarquía internacional de los años anteriores a 1914– sin edificar un poder supraestatal. Esto condujo a la paradoja de intentar combinar el principio de la seguridad colectiva con la continuación de la existencia de la plena soberanía nacional de los Estados. Para cumplir sus objetivos, la Sociedad de Naciones (SDN) contaría con cuatro instrumentos: el desarme, las garantías mutuas, las sanciones contra el agresor y el derecho a los cambios cuando las circunstancias cambiasen. La consistencia y virtualidad de los cuatro instrumentos dependerían exclusivamente de la voluntad de los grandes a la hora de utilizarlos.

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Ginebra fue elegida como sede de la SDN. Todos los países miembros –entre los que inicialmente no se contaban los vencidos– tenían asiento y voto en la Asamblea, pero sólo nueve de ellos constituían el Consejo, encargado por el Pacto de la resolución de cualquier conflicto que pudiera poner en riesgo la paz del mundo. No todos los miembros del Consejo era iguales: cinco eran permanentes (Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), cuatro eran elegidos por la Asamblea para un período de un año (los cuatro elegidos en primer lugar fueron Bélgica, Brasil, España y Grecia). Un Secretario General preparaba los trabajos del Consejo.

Pero, mientras la maquinaria puesta en marcha por las decisiones de Wilson, Clemenceau y Lloyd George culminaba sus trabajos con la firma de los tratados, los acontecimientos de Estados Unidos, en el otoño de 1919, arrojaban serias dudas sobre el futuro de lo negociado en París.

Enfrentado a una poderosa oposición a los acuerdos negociados, particularmente a las obligaciones de la Sociedad de Naciones y a las concesiones a los japoneses en el Pacífico, Wilson se embarcó en una durísima batalla en el Senado que culminó con su derrota. Estados Unidos firmó tratados de paz separados con Alemania, Austria y Hungría en agosto de 1921, que no incluían el Pacto de la Sociedad de Naciones. Wilson, que había jugado un papel vital, a veces decisivo, en la redacción del acuerdo, no lograría comprometer a los poderosos Estados Unidos en la ejecución de unos tratados que, sin la necesidad de contar con su aprobación personal, hubieran sido muy distintos. De entrada, al renunciar Estados Unidos, el Consejo de la SDN quedó, de hecho, constituido por ocho miembros. En 1922 se modificó el Pacto y el Consejo se amplió a diez miembros, cuatro permanentes y seis no-permanentes.

De esta manera, la SDN, que se basaba en la idea democrática de igualdad entre Estados soberanos, en la práctica quedó en manos de dos grandes potencias europeas que debían mostrar su determinación política a la hora de liderar la acción colectiva en favor del cambio pacífico o en contra de los agresores. Sobre esta base, pueden entenderse las dificultades para que un acuerdo como el de 1919 sobreviviera a la retirada de Estados Unidos y al restablecimiento de la potencia de Alemania o de Rusia.

Los vencedores, a la greña

No se habían firmado todos los tratados de paz, cuando estallaron las discrepancias entre los vencedores: británicos y franceses por el reparto del Imperio Otomano; norteamericanos y británicos frente a los franceses por el problema alemán; italianos y yugoslavos por Fiume. Y casi todos, con la Rusia soviética.

Mientras la Conferencia de Paz terminaba sus trabajos, París y Londres se enfrentaron por el reparto del Cercano y Medio Oriente. Los británicos, que deseaban la formación, bajo su control, de un gran reino árabe, proveedor de petróleo y bastión avanzado en la ruta de la India, empujaron sin éxito, en marzo de 1920, al emir Feisal contra Francia, que se hizo fuerte en su designio de controlar Siria. (véase La Aventura de la Historia, nº 55, “El reparto del botín otomano: un siglo de conflictos en el Oriente Próximo”, mayo, 2003).

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Finalmente, el Tratado de Sèvres nunca fue ratificado. Aunque el Sultán aceptó sus cláusulas, el movimiento republicano encabezado por Mustafá Kemal las rechazó, sobre todo porque daban a los griegos derechos exclusivos sobre la región de Esmirna y porque colocaban los estrechos de los Dardanelos y del Bósforo bajo la administración de la SDN.

Tras la desaparición del Sultanato, la Turquía de Mustafá Kemal, apoyada por Francia e Italia, reclamó la revisión de lo acordado en Sèvres y se enfrentó a Grecia que, pese al apoyo británico, fue derrotada

La victoria militar de Kemal forzó el Tratado de Lausana, de 24 de julio de 1923, por el que Turquía renunciaba a todos los territorios no-turcos del Imperio Otomano; Grecia retenía todas las islas del Egeo menos Imbros y Tenedos, que retornaban a Turquía; Italia se anexionaba las islas del Dodecaneso; Inglaterra que quedaba con Chipre; el Bósforo y los Dardanelos eran desmilitarizados; los griegos se retiraban de Esmirna y de Trancia Oriental; se obligó por la fuerza a las poblaciones turcas (350.000) y griegas (1.000.000) a desplazarse, para adecuarse a las nuevas fronteras.

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El rechazo norteamericano a ratificar el tratado de garantía negociado con Francia en Versalles a cambio de su renuncia al control directo de la orilla izquierda del Rin enfrentó a París y Washington durante los años veinte; el Reino Unido, bajo la influencia del libro de Keynes Las consecuencias económicas de la paz (1919), favorecía una recuperación rápida de Alemania y, con ello, también se enfrentaba a una Francia que, por su parte, cifraba su seguridad y recuperación en la estricta ejecución del Tratado de Versalles. Francia sentía que sus aliados anglosajones la estaban dejando sola frente al problema alemán.


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Mensaje por Erich Hartmann » Mar Abr 03, 2007 3:59 pm

Las aventuras de D’Annunzio

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Italia entró en la Gran Guerra en 1915 bajo las cláusulas del Tratado de Londres, por el que Reino Unido y Francia le prometían Trentino, Trieste, Istria y Dalmacia. Estados Unidos nunca asumió ese compromiso y, cuando llegó la negociación de la paz, los italianos alcanzaron mucho menos de lo prometido: las tierras pobladas mayoritariamente por eslavos que reclamaba fueron incorporadas a la nueva Yugoslavia. Enfrentándose a británicos y franceses, que olvidaron las viejas promesas, los italianos concentraron sus reivindicaciones en la incorporación de Fiume a Italia. En septiembre de 1919, grupos de voluntarios –los arditi– dirigidos por el poeta Gabriele d’Annunzio tomaron la ciudad provocando una crisis internacional. La evacuaron dos meses después, tras acordar su conversión en Estado independiente, con el que terminaría Mussolini en 1924.

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La reconstrucción de Polonia, decidida en Versalles, planteaba un grave problema de fronteras. Los aliados deseaban limitar Polonia a los territorios poblados mayoritariamente con polacos, pero Josef Pilsudski, que había proclamado la República el 22 de noviembre de 1918, continuaba la lucha contra rusos y ucranianos con el objetivo de extender sus fronteras por el Este. Así, la nueva Polonia rechazaría a la vez las propuestas de paz soviéticas y las fronteras fijadas por la Entente, porque reclamaba las de 1772 y, si era posible, incorporando a ellas Ucrania.

El 25 de abril de 1920, los polacos retomaron su ofensiva contra los Soviets pero, tras algunos éxitos iniciales, las derrotas se encadenaron y, el 22 de julio, los polacos solicitaron el armisticio. Mientras los británicos presionaban a la URSS para que respetase la Línea Curzon –la frontera lingüística que separaba las poblaciones mayoritariamente polacas de las bielorrusas y ucranianas–, Francia animó la resistencia polaca ofreciendo un fuerte apoyo militar. La llegada de los soldados franceses cambió la situación y los polacos olvidaron el armisticio e iniciaron una ofensiva que hizo recular a los soviéticos 400 km. En pocos días, Polonia pasó de la derrota total a una gran victoria: rechazaron entonces la Línea Curzon y forzaron una frontera 150 kilómetros más al Este.

Las negociaciones culminaron con el Tratado de Riga, de 12 de marzo de 1921. En enero, Francia y Polonia habían firmado un tratado de alianza que, para el Gobierno de París, sería la primera de sus alianzas de revés que, a falta de la garantía anglosajona de sus fronteras del noreste, le permitirían fortalecer su posición frente a Alemania.

Tras el fracaso de las intervenciones militares occidentales contra la Rusia soviética, se consolidaría el cordón sanitario antibolchevique que, formado por Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia, intentaría evitar el contagio revolucionario. Moscú respondió con dos estrategias: por una parte, con la Tercera Internacional y su influencia sobre los partidos comunistas que se crearon por doquier en los años 1920-1921; por otra, con una política exterior de acercamiento a Alemania, la otra gran potencia maltratada y aislada por los vencedores. El 16 de abril de 1922, la Unión Soviética y Alemania firmaron el Tratado de Rapallo, por el que establecían relaciones diplomáticas y un acuerdo económico. Sus cláusulas secretas incluían un acuerdo militar que permitiría a Alemania burlar los controles de desarme.

La frustración de Poincaré

Aunque Francia fue la gran vencedora en Versalles, no consiguió ni la frontera estratégica sobre el Rin que reclamaban sus militares y las ligas nacionalistas ni una garantía anglo-norteamericana que pudiera suplirla. El Gobierno del Bloque Nacional y, en particular, Poincaré, consideraría que Francia había quedado sola frente a Alemania y que la seguridad del país residía exclusivamente en la estricta ejecución del Tratado de Versalles.

En el marco de esa política, lo primero sería obligar a Alemania a pagar las reparaciones que fijaba el artículo 231 del Tratado de Versalles. Para la opinión pública francesa, esas reparaciones estaban plenamente justificadas porque Alemania, país agresor, conservaba su potencial económico prácticamente intacto, mientras Francia, país agredido, salía de la guerra con una economía arruinada. No se trataba de una suma baladí: la Conferencia de Spa, de julio de 1920, había fijado el porcentaje de las indemnizaciones que correspondía a cada damnificado: Francia, 52%; Reino Unido, 22%; Italia, 10%; Bélgica, 8%... Más tarde, la Comisión de Reparaciones fijaría la deuda alemana en la impresionante suma de 132.000 millones de marcos-oro, por lo que a Francia le corresponderían 68.640 millones de marcos oro, que consideraría imprescindibles para su recuperación.

En marzo de 1921, ante las dilaciones en los pagos, los aliados, que de acuerdo con las cláusulas del Tratado de Versalles, ocuparon temporalmente la región de Renania, extendieron su control sobre el Rin con la ocupación de tres nuevas cabezas de puente: Rurhort, Duisburgo y Düsseldorf. La presión de la extrema derecha y la crisis monetaria que le atenazaba llevaron al gobierno alemán a resistir. El Gobierno de Londres, bajo el impacto de las llamadas de atención de Keynes sobre las consecuencias del hundimiento económico de Alemania, buscó entonces un compromiso y ofreció a Francia la garantía de sus fronteras a cambio de una reducción muy importante de las reparaciones alemanas. Briand estuvo a punto de aceptar ese compromiso que, finalmente, no fue posible por la oposición de la Asamblea Nacional y del presidente de la República.

Siembra de odio

En enero de 1922, Poincaré, que sustituyó a Briand, se empecinó en una política de rigurosa ejecución; con el pretexto de un retraso en la entrega de un pago en especie (un cargamento de postes telegráficos), el Gobierno francés llevaría el asunto a la Comisión de Reparaciones que, por tres votos (Francia, Italia y Bélgica) contra uno (Reino Unido) decidió ocupar el Ruhr.

El 11 de enero de 1923, tropas francobelgas ocuparon esa región. Berlín respondió con una política de resistencia pasiva, que llevó a la huelga a 2 millones de obreros (los salarios los siguió pagando el Gobierno alemán). Poincaré necesitaba la producción del Ruhr y llevó a la zona a mineros, empleados de los ferrocarriles y soldados franceses y belgas para suplir el trabajo de los huelguistas alemanes. La tensión creció hasta límites casi insoportables. Finalmente, el gobierno alemán no pudo aguantar más que unos meses y, en septiembre, puso fin a la huelga.

La gravísima situación económica, la extraordinaria inflación y la humillación que significó la ocupación del Ruhr constituyeron una magnífica proyección para un orador tabernario que por entonces conmocionaba las cervecerías muniquesas, Adolf Hitler. Antes de la crisis su partido, el NSDAP, contaba apenas con diez mil afiliados; al concluir, disponía de 26.000. La osadía del líder nazi creció exponencialmente, hasta el punto de que intentó conquistar el poder mediante un golpe de mano, el Putsch de Munich del 8 de noviembre de 1923.

Entre tanto, las presiones internacionales fueron ablandando a Francia. Poincaré, que había pedido un crédito a la Banca Morgan para sostener el franco, se encontró en una posición débil y tuvo que reconocer que las dificultades alemanas para pagar las reparaciones no eran inventadas y que lo más sensato era aceptar las presiones de los Estados anglosajones para llevar el complicadísimo problema de los pagos alemanes a un comité presidido por el general norteamericano Dawes; al tiempo, firmaba un acuerdo en 1924, para retirar sus tropas del Ruhr en el plazo de un año.

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A partir de 1924, la atmósfera política europea se distendió. En primer lugar, mejoró la situación económica; la fase de depresión terminó en 1924, con el enderezamiento financiero de Alemania. Europa conocería, con la excepción del Reino Unido, una fase de prosperidad que favorecería el apaciguamiento de los conflictos internacionales. En segundo lugar, la izquierda llegó al poder en Francia y en el Reino Unido y los hombres del Cartel de las izquierdas y del laborismo no tuvieron dificultades para normalizar las relaciones con la Unión Soviética y, sobre todo, para romper con la política de ejecución y buscar la conciliación con Alemania. Finalmente, fueron importantes los individuos. El francés Herriot, líder del Cartel, intentaría, sin éxito, fortalecer el sistema de arbitraje de la SDN. El británico Austin Chamberlain se mostraría más comprensivo que Lloyd George hacia las posiciones de Francia. Y, sobre todo, Briand, ministro francés de Asuntos Exteriores de 1925 a 1932, y Gustav Stresemann, que ocuparía en mismo puesto en Alemania de 1923 a 1929, protagonizarían el acercamiento franco-alemán, base de las nuevas relaciones europeas que caracterizaron a la segunda parte de los años veinte. ■


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Mensaje por Erich Hartmann » Vie Abr 06, 2007 1:40 pm

Derrota, nacionalismo y revolución

LA CAÍDA DE LAS ÁGUILAS


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Los sufrimientos de la guerra, la derrota, la Revolución Soviética y los nacionalismos alteraron el equilibrio del Viejo Continente. Julio Gil analiza el fenómeno que derribó los Imperios austrohúngaro, alemán y otomano, configurando una nueva Europa

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El día 15 de septiembre de 1918, el Ejército aliado de Oriente, extendido en el norte de Grecia, desencadenó una ofensiva general. El grueso de las divisiones aliadas –francesas, británicas, serbias, griegas e italianas– inició un ataque sobre las líneas búlgaras en el sector macedonio de Dobropole, al este de Bitolj. Los desmotivados defensores apenas ofrecieron resistencia y retrocedieron apresuradamente. A finales de mes, los Aliados controlaban toda la Macedonia meridional y sus vanguardias penetraban en territorio búlgaro. Enfrentado a un colapso militar, en Sofia el Consejo de la Corona decidió enviar una delegación a Salónica, sede del Alto Mando aliado en los Balcanes. El 29 de septiembre, Bulgaria aceptó el armisticio en los términos impuestos por sus vencedores.

El derrumbamiento búlgaro abrió el resto de la Península a los Aliados. Las vanguardias serbias liberaron Belgrado mientras, a su derecha, los franceses alcanzaban el Danubio, italianos y franceses ocupaban Albania y los británicos completaban la ocupación de Bulgaria. El 30 de octubre de 1918, con sus tropas en desbandada, el Alto Mando turco firmaba el armisticio en Mudros y ponía los Estrechos bajo control aliado. También el frente italiano se rompía a finales de octubre, con el desastre militar austro-húngaro de Vittorio Véneto, que dejaba la Austria occidental abierta al avance aliado. El 10 de noviembre, el Gobierno rumano declaró la guerra a las Potencias Centrales y se dispuso a reclutar un ejército con el que invadir Hungría.

En el interior del Imperio de los Habsburgo, la situación se complicaba por momentos y amenazaba tanto con la revolución social como con la desintegración del Estado. La guerra había venido a alterar un cuidadoso equilibrio que durante medio siglo había garantizado la estabilidad de la Europa central. Fruto de un pacto entre austro-alemanes y magiares –el Compromiso de 1867– la Monarquía Dual respondía a los intereses de estas dos minorías nacionales, que sumaban un 24 y un 20 por ciento, respectivamente, de la población del Imperio. Los germanos dominaban en la parte occidental, la Cisleitania, y los húngaros en la oriental, la Transleitania. En ambos territorios convivía un conjunto de nacionalidades de origen étnico dispar: polacos, rutenos, checos, eslovacos, croatas, serbios y eslovenos eran eslavos, mientras que rumanos e italianos reivindicaban su origen latino y los judíos, que no poseían el estatus oficial de nacionalidad, formaban una comunidad dispersa, pero culturalmente muy cohesionada. En buena medida, la historia de Austria-Hungría era la de este pacto de mutuo interés, que obligaba a germanos y magiares, rivales en casi todo, a entenderse a la hora de frenar las crecientes reivindicaciones nacionalistas de las restantes minorías.

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La Gran Guerra había puesto de relieve el hecho de que Austria-Hungría era un gigante con pies de barro.

Hambre y descontento popular

Cuando, en el otoño de 1916, falleció el anciano emperador Francisco José, su sobrino, Carlos I, heredó un panorama sombrío: con los frentes atascados en una sangrienta guerra de desgaste, la masiva movilización militar, destinada a reponer las continuas bajas –se movilizó a nueve millones de hombres, de los que la mitad resultó muerta o herida– restaba gran parte de su fuerza laboral a la industria y a la agricultura. El desabastecimiento de las ciudades y una inflación galopante no tardaron en convertirse en un problema angustioso y el racionamiento aumentó el descontento popular.

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Con todo, lo más preocupante era la cuestión de las nacionalidades. Aunque los polacos de Galitzia parecían conformarse con una amplia autonomía, la guerra había reforzado en las demás minorías la tendencia a la creación de Estados propios o a la incorporación de sus territorios a los Estados nacionales vecinos. En este último caso estaban los italianos del Tirol, Istria y Dalmacia, los rumanos de Transilvania y Bucovina y los serbios de Bosnia y Voivodina. Entre los checos y los croatas, tradicionalmente muy combativos en la cuestión nacional, avanzaba la idea de un Estado propio y soberano, si bien los últimos estaban divididos entre los defensores de una Croacia independiente y los yugoslavitas, partidarios de una unión sudeslava con los reinos de Serbia y Montenegro.

Desde los primeros meses de la contienda, los movimientos nacionalistas habían podido desarrollar una extensa actividad en Europa occidental y Norteamérica, alentada por los gobiernos aliados. El conservador rusófilo Román Dmowski encabezó desde París y Londres la lucha por lograr la reunificación e independencia de Polonia, aunque rivalizando con las fuerzas del interior que dirigía, hasta su encarcelamiento por los alemanes, el socialista Josef Pilsudski. Checos y eslovacos habían constituido sendos Comités Nacionales, pero en la emigración triunfaba la idea unitaria, plasmada en el Consejo Nacional Checoslovaco creado en el otoño de 1915 en París bajo la dirección de Tomás Garrigue Masaryk.

También los yugoslavitas constituyeron en ese año su Comité en Londres. Dos años después, los Aliados propiciaron una reunión de grupos sudeslavos en Corfú. Allí el líder del Comité, el croata Ante Trumbic firmó con Pasic, jefe del Gobierno serbio en el exilio, una Declaración favorable a la creación de un Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos “idénticos, por sangre y lengua”– bajo la monarquía serbia de los Karageorgevic. En cuanto a los rumanos, con gran presencia en Transilvania, Bucovina y el Banato oriental, sus miras estaban puestas en la incorporación al vecino Reino de Rumania.



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