La leyenda de “la puñalada por la espalda”
Hola a todos,
Cada vez que se inicia un debate o estudio acerca de las posibles causas que llevaron a Hitler a la Cancillería del Reich el 30 de enero de 1.933, y en particular, las razones que propiciaron un auge de los movimientos ultranacionalistas en Alemania, desde 1.919, siempre aparece, como denominador común de ciertas posturas ideológicas la denominada leyenda de la “puñalada por la espalda”. Con ella se pretende significar que fueron los políticos, los “parlamentaristas”, quienes traicionaron al ejército alemán firmando una capitulación “innecesaria” y “vergonzosa” cuando éste aún se encontraba ocupando el suelo enemigo. En definitiva, es a los políticos, y no a los militares a quienes se responsabiliza de todos los males acaecidos desde 1.919 minando con ello desde sus bases, la naturaleza de la propia República de Weimar nacida tras la PGM.
Es esta “leyenda”, algo normalmente no bien explicado, y generalmente, consecuencia de lo anterior, no bien entendido, ya que en la mayoría de las ocasiones resulta más interesante ofrecer una visión sesgada de lo que realmente ocurrió en aquéllas tempestuosas jornadas que se sucedieron desde el día 29 de septiembre de 1.918. Tratemos de ver qué sucedió realmente durante aquéllos días, y cuales fueron las circunstancias que desencadenaron, no la derrota que era algo inevitable, sino la capitulación Alemana, en las condiciones en que ésta se produjo. Y para ello, permítaseme seguir, y citar las palabras de quien, a mi modesto entender, mejor lo ha descrito. Sebastian Haffner, en su magistral obra "Die Deutsche Revolution", publicada en castellano bajo el título "La revolución alemana 1918 - 1919". (págs. 27 y siguientes)
El domingo 29 de septiembre de 1.918 es una de las fechas, no se si más importantes, pero desde luego más significativas de la historia alemana. Los hechos que tuvieron lugar ese día, al contrario de lo sucedido en otras fechas significativas como el 30 de enero de 1.933 o el 8 de mayo de 1.945 no aparecieron al día siguiente publicados en los periódicos; por el contrario, durante muchos años constituyeron un auténtico secreto de estado. Pero incluso, cuando finalmente todo lo sucedido salió a la luz, estos hechos se mantuvieron, curiosamente, bajo un contorno indefinido.
Sobre la personalidad de Ludendorff
El 29 de septiembre de 1.918 fue un 8 de mayo de 1.945 y un 30 de enero de 1.933 en un mismo día. Significó simultáneamente la capitulación y la reforma del Estado. Y ambas cosas sucedieron gracias al empeño de un solo hombre, cuyo cargo constitucional no le autorizaba en lo más mínimo a llevar a cabo acciones de tal magnitud. Este hombre era el jefe adjunto del Estado Mayor General: Erich Ludendorff.
Hemos de comenzar diciendo que el poder de Ludendorff fue casi ilimitado durante los dos últimos años de la guerra, y tal poder nunca se mostró tan deslumbrante como ese día en que hizo entrega del poder y destruyó su instrumento de gobierno. Puede llegar a decirse sin rubor alguno que ese día, Ludendorff ejerció un poder que ningún otro alemán antes de Hitler poseyó jamás, ni siquiera Bismarck. Incluso, su jefe nominal, el Mariscal de Campo von Hindenburg, no fue otra cosa que su obediente instrumento. El káiser, jefe supremo de ejército conforme prescribía la Constitución, se había acostumbrado a ejecutar como una orden todos los deseos del Alto Mando, tanto en el ámbito político como en el militar. Era Ludendorff quien decidía cuándo y cómo entraban y salían tanto el Canciller como los ministros. De este modo, cuando Ludendorff decidió, de un día para otro, convertir la Alemania de Bismarck en una democracia parlamentaria, no había quien le contradijera u ofreciese resistencia.
Es curioso y a la par sorprendente que este hombre, que no era más que un general como otros, y sólo ostentaba el cargo de segundo de “a bordo” dentro del Alto Estado Mayor del Ejército, sin cargo político ni mandato alguno pudiera llegar a acumular un poder dictatorial como el que ejerció durante ese período. Incluso hoy día los historiadores no han llegado a encontrar una respuesta clara a este interrogante. Al mismo tiempo, el propio carácter y personalidad del sujeto mantiene una aureola enigmática; y cuanto más se profundiza en su estudio, más enigmático se nos revela.
Si bien Ludendorff no era ningún héroe popular, como Hindenburg, las masas tampoco significaban nada para él, quien cedió la popularidad y esplendor a su superior. La vanidad no era uno de sus atributos. Podría llegarse a afirmar que no le daba ninguna importancia a la fachada (los atributos ) del poder, sino el poder en sí; pero si observamos con detenimiento, incluso el poder en sí también le resultaba indiferente. Y es que ningún dictador “de facto” a lo largo de la Historia ha entregado voluntaria y conscientemente su poder, organizando el traspaso reglamentario a sus opositores sin previa autorización, tal y como lo hizo Ludendorff. Sólo Lucio Cornelio Sila protagonizó un espectáculo parecido, pero ni si quiera el ilustre romano, muestra un desprecio al poder en sí como lo hace el general alemán.
Las reflexiones anteriores no nos deben llevar a engaño, pues lo que hizo no fue gratuitamente ni sin oscuras intenciones, sino que baste para entenderlo “prima facie” que todo ello sucedió en el momento en que la derrota del ejército alemán era un hecho inevitable. Ahora bien, si comparamos el comportamiento de Ludendorff en el momento de la derrota con el de Hitler, nos podemos sino admitir que aquél no codiciaba el poder. Era desinteresado de un modo curiosamente severo, casi malvado.
Haffner lo describe, no como un embaucador ni un líder de masas. Carecía de encanto y poder diabólico alguno; no era capaz ni de fascinar, ni de convencer o hipnotizar. Era rudo en el trato, seco, poco amable, reservado, y sus amistades eran escasas. Pero en su terreno, en el campo militar, era sin duda un gran entendido, aunque dudosamente fuera el dotado estratega que más adelante quisieron hacer de él sus seguidores. Más que un moderno Napoleón, era un buen organizador y administrador, un técnico de la guerra, con una enorme sangre fría y hombre de firmes resoluciones; escrupuloso e infatigable en su trabajo de un modo despiadado. En definitiva era “un general eficiente”, pero no era el único por lo que cuando nos preguntamos qué circunstancias llevaron a este hombre a ejercer el poder que nadie le otorgó de semejante modo sólo podemos concluir diciendo que fue su riguroso, casi inhumano, desinterés, que le capacitaba para ser enteramente voluntad, enteramente instrumento, enteramente encarnación.
Y es que Ludendorff encarnaba como ningún otro, la nueva burguesía dominante en Alemania, que durante la guerra había ido arrinconando cada vez más a la vieja aristocracia. Encarnaba sus ideas pangermánicas, sus furibundas ansias de victoria, su obsesión, con la que se jugó el todo por el todo y se hizo con el poder. Como era desinteresado, se encontraba libre de cualquier consideración personal, en realidad de cualquier consideración, ya que era demasiado realista, realista de un modo inquietante, inhumano. Esta era la razón por la que en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia era capaz de jugarse el todo por el todo y hacer de la audacia una rutina. Y precisamente eso fue lo que la nueva clase dominante de Alemania percibió con gran perspicacia, por eso él fue su hombre.
El se había comprometido a ganar la guerra para Alemania, y a ganarla totalmente. Todas sus decisiones tenían algo de inaudito: la guerra submarina sin restricciones, el apoyo a la revolución bolchevique, las despiadadas condiciones de paz impuestas en Brest-Litowsk, el gran avance hacia el Este en verano de 1.918, en el instante en que buscaba la batalla decisiva en el Oeste. Era su estilo, y el estilo de esa nueva clase dominante, la alta burguesía alemana, convirtiéndose por tanto en espejo de ésta. Con Ludendorff apareció por vez primera un nuevo rasgo del carácter alemán, una tendencia a la exageración fría y obsesiva y el desafío del destino, un “todo o nada” que se convirtió en el leitmotiv de una clase y que desde entonces no ha vuelto a desaparecer de la historia alemana.
Por todo ello, no podemos sino decir que su solitaria decisión del día 29 de septiembre de 1.918 llevaba su sello personal. A menudo se ha dicho que ese día (o más exactamente, el viernes 27 de septiembre) Ludendorff simplemente “perdió los nervios”. Es cierto que el general no quiso reconocer la derrota sino hasta el último instante; derrota previsible desde hacía varios meses. Aún, en julio de 1.918, cuando le preguntaron por el recién nombrado secretario de Estado de Exteriores, von Hintze, aseguró que esperaba la victoria militar final con la inminente ofensiva en Reims, tratando de acallar su propia conciencia y su mejor concepción de los hechos. Incluso, en el consejo de ministros celebrado el día 14 de agosto, tras el fracaso de la ofensiva y las primeras graves derrotas alemanas, consideró poder hacer frente a la capacidad combativa del enemigo con una resistencia a ultranza, mostrándose partidario de alcanzar una mejor posición militar emprendiendo iniciativas de paz.
Pero el 29 de septiembre, lo que se exigía era una petición de armisticio en veinticuatro horas, argumentando tal decisión en que no sería capaz de evitar un desastre militar en el frente Occidental; desastre que no tardaría en producirse en más de esas veinticuatro horas. Esto levanto, naturalmente, las sospechas de que el general había perdido los nervios, sobre todo cuando en los días y semanas posteriores se comprobó que tal catástrofe militar no se producía, y a duras penas los ejércitos alemanes resistían aún en el campo de batalla que había sido su “hogar” durante los últimos cuatro años. De todas formas, y frente a las acusaciones que se hicieron en este sentido, lo cierto es que durante el histórico fin de semana del 28 al 29 de septiembre de 1.918 se mostraba llamativamente frío, arrogante e insolente; no como un hombre que hubiera perdido los nervios, sino más bien como alguien que los ha recuperado y sigue un plan perfectamente trazado. Son muchas las pruebas que llevan a concluir que esta impresión no es falsa.
Ludendorff no fue nunca un hombre prudente, que buscase la seguridad dejando varias puertas abiertas en distintas direcciones. Su formación como oficial de Estado Mayor y su propio temperamento le habían hecho desarrollar un estilo de pensar y actuar que sólo conocía posiciones enérgicas, es decir, extremas. Ludendorff se había acostumbrado a simular planes alternativos como se hace habitualmente en un estado mayor, para luego decidirse por uno de ellos y ejecutarlo con la máxima energía, lo llevaba hasta sus últimas consecuencias. Si el plan fracasaba, entonces ponía en marcha otras alternativas y tomaba nuevas decisiones radicales. Lo que verdaderamente atormentaba a Ludendorff en el verano de 1.918, llevándolo en algún momento al borde de un colapso nervioso, como muchos presenciaron, considero que debió ser el hecho de verse obligado a “chapucear” sin seguir una línea concreta, un plan preconcebido, e incapaz de aceptar la posibilidad de una derrota, persiguiendo obstinadamente una victoria que no veía segura. Pero de pronto, el día 27 de septiembre, rota la línea Hindenburg, no quedaba otra salida, y sus sólidos, pero no extraordinarios, conocimientos militares le permitieron ver la posibilidad de una inminente catástrofe militar. Se vio obligado a imaginarse la posibilidad de la derrota, provocándole tal apreciación un impacto psicológico tal que supongo debió tan terrible como aliviador, dado que ahora, al fin, podía elaborar un plan. Al menos estaba clara cual era la línea que debía seguirse y cuál era el objetivo concreto del plan a diseñar: ahora podía y debía planear la derrota. Y la planeó del mismo modo que había planeado la victoria total, como un militar y no como un político. De modo que a la vista de la derrota, concentró sus fuerzas en un solo objetivo, SALVAR LA EXISTENCIA Y EL HONOR DEL EJERCITO.
(...continuará...)
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Fuente.- Haffner, Sebastian; "La revolución alemana 1918 - 1919" (ISBN 84-96364-17-8, Ed. Inédita, Barcelona 2.005