HITLER ATACA LA URSS: OPERACIÓN BARBARROJA
El 22 de junio de 1941 comenzó la mayor invasión de la historia: el III Reich lanzó a la conquista de la URSS a tres millones y medio de hombres. DAVID SOLAR narra el inicio de la operación y profundiza en los motivos nazis y e la inexplicable sorpresa y ceguera de Stalin.
A las 3.30 de la madrugada del 22 de junio de 1941 la artillería alemana abrió fuego contra las líneas soviéticas. Un capitán saltaba espantado de su catre y telefoneaba al Estado Mayor de su división.
-¡Mi coronel, nos atacan los alemanes!
-¡Eso es imposible! ¡Está borracho! ¡Váyase a dormir y déjeme en paz!
En Brest-Litovsk, el general Blumentritt, jefe del Estado Mayor del IV Ejército alemán, situado en el centro del dispositivo de ataque, anotaba: "Nuestra artillería estaba en acción y, tranquilo, el expreso Berlín-Moscú proseguía sin incidentes su larga marcha". No sólo ese convoy era ajeno a lo que comenzaba: a aquellas horas, varios trenes de mercancías atravesaban la frontera hacia el oeste transportando miles de toneladas de minerales y cereales soviéticos para Alemania y sus maquinistas sentían poco mas que curiosidad ante el relampagueo y el estruendo de los cañones... Y es que nadie podía creer en la URSS que fuese a estallar la guerra.
En los cuarteles generales de los ejércitos alemanes se partían de risa y asombro cuando su servicio de escuchas captaba el desconcierto reinante en las líneas soviéticas; una posición de primera línea telefoneaba a la jefatura de su división:
-¡Los alemanes nos disparan! ¿Qué hacemos?
-¿Pero es que estáis locos? ¿Por qué no está cifrado vuestro mensaje?
A esas horas se registraban centenares de alarmadas conversaciones entre las posiciones fronterizas y los cuarteles generales de las unidades. Pero la sorpresa y el desconcierto no sólo sacudían a los somnolientos soldados de la primera línea, sino que, incluso, implicaban a los más encumbrados jefes del Ejército Rojo. Las jefaturas aéreas de Minsk y Kiev informaban al jefe del Estado Mayor general, Giorgi K. Zhukov, que sus aeropuertos estaban siendo bombardeados; el almirante Kuznetsov, comandante de la base aeronaval de Sebastopol, trató inútilmente de hablar con Stalin para comunicarle que decenas de bombarderos alemanes estaban reduciendo a escombros sus instalaciones: finalmente, logró contárselo al mariscal Timoshenko, comisario para la Defensa de la URSS. Éste y Zhukov intentaron hablar con Stalin, que acababa de retirarse a descansar a su dacha de las afueras de Moscú, pero el general ayudante de servicio les replicó que eso era imposible:
-El camarada Stalin se encuentra durmiendo. Y no seré yo quien vaya ahora a molestarle.
Finalmente, tras unos minutos de discusión, improperios y amenazas, lograron que lo despertara y Zhukov le informó de que los alemanes les atacaban a lo largo de todas sus fronteras occidentales, desde Polonia hasta el mar Negro, y que un centenar de aeropuertos notificaban que estaban siendo bombardeados. Alan Bullock describe la tremenda escena:
-¿Puedo ordenar que se rechacen los ataques?
Stalin permaneció en silencio. Lo único que podía escuchar Zhukov era su sofocada respiración.
-¿Me ha entendido?
De nuevo el silencio. Finalmente, Stalin le dijo que se dirigiera al Kremlin en compañía de Timoshenko. Él acudiría en seguida. Una hora después se presentaron los dos generales y hallaron “a todos los miembros del Politburó reunidos. Stalin, con el rostro completamente blanco, estaba sentado a la mesa, empuñando una pipa llena de tabaco que balanceaba de un lado al otro”. Aún no aceptaba que aquello pudiera ser la guerra.
-Si los alemanes desearan la guerra, la habrían declarado. Seguramente querrán algo y esto sólo será un amago para presionarnos. ¿Qué pasa con nuestro embajador en Berlín? Llamen inmediatamente a la embajada alemana en Moscú, a ver qué está ocurriendo.
En aquel instante se supo que el embajador alemán, Von Schulenburg, se hallaba en el Ministerio de Exteriores, entrevistándose con Viacheslav Molotov y, al tiempo, desde la embajada de la URSS en Berlín respondían que su representante, Vladimir Dekanosov, se estaba entrevistando con Joachim von Ribbentrop, el ministro alemán de Exteriores.
Sobre los máximos responsables soviéticos cayó un manto de plomo. La coincidencia en la convocatoria alemana de ambas reuniones a una hora tan intempestiva era un presagio fatal.
Mal día para la diplomacia
A las cuatro de la madrugada, el embajador Dekanosov, acompañado de su interprete, "el pequeño Pavlov", llegó al despacho de Ribbentrop, en la Wilhelmstrasse. Aunque la inusitada llora le sorprendiera, creía que se le había convocado a causa de sus numerosas reclamaciones sobre las concentraciones de tropas alemanas en las fronteras de la URSS y sobre los incidentes que a diario provocaban. El ministro alemán le recibió acompañado sólo por su intérprete jefe, Paul Schmidt, al que debemos la narración del histórico momento.
"Dekanosov le dio a Ribbentrop la mano y, una vez que nos hubimos sentado, manifestó su deseo de formular unas preguntas que exigían urgente explicación. No pudo seguir. Ribbentrop le cortó la palabra y le dijo, con rostro pétreo:
-Ahora no se trata de eso. La actitud hostil del Gobierno soviético respecto a Alemania y la grave amenaza que ve el Reich en la concentración de tropas rusas en nuestras fronteras del Este ha obligado al Reich a tomar medidas militares... Desde esta misma mañana se han adoptado las medidas militares adecuadas.
A continuación, lanzó sobre Dekanosov una lluvia de reproches. Uno de los principales era el pacto firmado por la URSS con Yugoslavia, poco antes de que Alemania se apoderara de los Balcanes.
-Siento no poder añadir más, sobre todo porque he llegado a la conclusión de que, a pesar de todos mis esfuerzos, no he conseguido establecer unas relaciones razonables entre los dos países.
Dekanosov entendió que se trataba de una declaración de guerra, aunque Ribbentrop no hubiera pronunciado tal palabra, pero tras la inicial estupefacción se recuperó rápidamente y también él lamentó mucho que los acontecimientos hubieran seguido tal rumbo.
-Esto se debe al proceder totalmente erróneo del Gobierno alemán. No me queda otro remedio, como responsable aquí del protocolo del Ministerio de Asuntos Exteriores, que ordenar el traslado de mi embajada a Rusia.
Dekanosov se levantó, hizo una breve reverencia y acompañado de Paviov, abandonó el despacho. Al despedirse no dio la mano a Ribbentrop.
Cuando llegó a su embajada, Dekanosov telefoneó a su ministro. Nada nuevo le iba a contar a Molotov, que minutos antes había despedido airadamente al embajador alemán, Von Schulenburg.
Para el aristocrático Friedrich Werner, conde Von der Schulenburg, aquel había sido el día más terrible de su carrera diplomática. Ya había estado en el Ministerio soviético de Exteriores a las 21,30 horas del 21 de junio, suportando una lluvia de improperios del ministro Molotov, a causa de la concentración de tropas de la Wehrmacht en las fronteras de la URSS y una demanda de que se clarificasen los deseos alemanes en aras de unas buenas relaciones. De regreso a su embajada, redactó una relación de la entrevista y a la 1.17 del 22 de junio, la envió cifrada a Berlín: "Molotov expresó que había numerosos indicios de que el Gobierno alemán estaba descontento con el soviético. Que incluso eran frecuentes los rumores de una guerra entre Alemania y la Unión Soviética. El Gobierno soviético no lograba comprender los motivos de la insatisfacción alemana (...) y estaría agradecido si pudiera informarle sobre las razones que habían provocado la actual tensión en las relaciones germano-soviéticas...". El embajador se sentía agotado y sólo deseaba tomarse una copa antes de meterse en la cama, cuando le pasaron un telegrama cifrado de su ministro: "Cuando reciba esto, destruya todos sus códigos y sabotee sus instalaciones de radio. Entrevístese con Molotov ineludiblemente esta madrugada, a las cuatro, y notifíquele la declaración siguiente...". El rusófilo Von Schulenburg quedó anonadado. Con todo lo que había luchado, primero, para la firma del Pacto Germano-soviético de agosto de 1939, con todos los obstáculos que había tenido que superar para conseguir magníficos acuerdos comerciales para Alemania y con el sapo que había tenido que tragarse horas antes, ahora Von Ribbentrop le ordenaba que volviera sobre sus pasos para notificarle al ministro que estaban en guerra.
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