Fragmento extraído del libro
Berlín, la caída (1945), de Antony Beevor. Crítica, Barcelona, 2002.
El 14 de febrero, en Prusia Oriental, un convoy de vehículos militares con distintivos del Ejército Rojo abandonaba la ruta principal de Rastenburg a Angeburg para tomar una carretera secundaria que desembocaba en un frondoso pinar. Toda la región estaba inmersa en una atmósfera de melancolía.
Desde el camino podía verse una alta valla de alambre de espino, así como una alambrada plegable. Los vehículos no tardaron en llegar a una barrera en la que un cartel en alemán rezaba: “Alto: Emplazamiento militar. Prohibida la entrada a la población civil”1. Se trataba de la entrada al antiguo cuartel general de Hitler, la Wolfsschanze.
Los camiones transportaban tropas de guardias de la 57a división de fusileros del NKVD 2. Los oficiales que comandaban el convoy vestían uniformes del Ejército Rojo, si bien no debían lealtad alguna a su cadena de mando. En cuanto miembros del servicio de contraespionaje SMERSH, sólo respondían, en teoría, ante Stalin. En ese momento no profesaban un gran aprecio al Ejército Rojo: los vehículos destartalados que les habían proporcionado procedían de unidades que habían tenido la oportunidad de librarse de lo peor de sus equipos. A pesar de que era una práctica frecuente, el SMERSH y el NKVD no parecían agradecerlo.
Su dirigente llevaba puesto el uniforme de general. Se trataba del comisario de Seguridad Estatal del segundo rango, Viktor Semyonovich Abakumov. Beria lo había nombrado primer jefe del SMERSH en abril de 1943, poco después de la victoria de Stalingrado. Abakumov seguía de cuando en cuando la costumbre, aprendida de su dirigente, de arrestar a mujeres jóvenes para violarlas, aunque la especialidad de su jefe era la de participar con una porra de goma en las palizas que se propinaban a los prisioneros. A fin de no estropear la alfombra persa de su despacho, “se desplegaba sobre ella una sucia estera salpicada de sangre” antes de introducir al desdichado recluso.
A Abakumov, a pesar de que aún era jefe del SMERSH, lo había enviado Beria “para que tomase las medidas propias de la Cheka que considerara necesarias” tras el avance del tercer frente bielorruso hacia Prusia Oriental. Abakumov se había cerciorado de que el número de hombres que se hallaban directamente a sus órdenes, doce mil, fuese el más elevado de todos los adscritos a cualquier grupo armado de los que invadían Alemania. Incluso era mayor que el de los soldados que se hallaban con los ejércitos del mariscal Zhukov.
A su alrededor se extendía una capa de nieve húmeda. A juzgar por el informe que presentó a Beria, las tropas del NKVD desmontaron para bloquear la carretera mientras Abakumov y los demás oficiales del SMERSH comenzaban su inspección. Sin duda actuaron con cautela, dado que ya se había informado de la existencia de trampas explosivas alemanas colocadas en la zona de Rastenburg. A la derecha de la barrera situada en la entrada se erigían varios fortines de piedra que contenían minas y material de camuflaje. A la izquierda se hallaban los bloques de barracas en los que se habían alojado los guardias. Los oficiales del SMERSH encontraron hombreras y uniformes del batallón Führerbegleit. El temor que había invadido a Hitler el año anterior de ser capturado durante un ataque sorpresa de paracaidistas rusos lo había llevado a “convertir el batallón de guardias del Führer en una brigada surtida”.
Siguiendo la carretera que se internaba en el bosque, Abakumov pudo ver señales a ambos lados del camino, cuyo contenido tradujo su intérprete: “Prohibido salir de la carretera” y “¡Peligro: minas!”. Apuntó cada detalle con el fin de redactar un informe para Beria, que sabía que acabaría en manos de Stalin. El Jefe tenía un interés obsesivo en todos los pormenores de la vida de Hitler.
Lo que más llama la atención del informe de Abakumov, sin embargo, es el alto grado de ignorancia del que, según pone de relieve, adolecían los soviéticos en relación con aquel lugar. Este hecho resulta en especial sorprendente si se tiene en cuenta el número de generales que habían capturado e interrogado entre la rendición de Stalingrado y los albores de 1945. Al parecer, habían tardado casi dos semanas en encontrar aquel complejo de cuatro kilómetros cuadrados. El camuflaje que lo hacía invisible desde el aire resultaba sin duda impresionante: no había carretera ni callejón que no estuviese cubierto de redes verdes. Toda línea recta se había disimulado con árboles y arbustos artificiales, y las bombillas del exterior eran de color azul oscuro. Incluso los puestos de observación, que llegaban a los treinta y cinco metros de altura, se habían dispuesto de tal manera que pareciesen pinos.
Cuando se introdujeron en el primer perímetro interior, Abakumov observó las “defensas de hormigón armado, alambre de espino, campos de minas y un buen número de puntos de tiro y barracones para los guardas”. Los búnkeres de la Entrada nº 1 habían sido dinamitados después de que el Führer hubiese dejado el recinto de forma definitiva el 20 de noviembre de 1944; desde entonces habían pasado menos de tres meses. Con todo, Abakumov no tenía idea de por qué habían abandonado el complejo. Llegaron a una segunda cerca de alambre de espino, a la que siguió una tercera. En el interior del recinto central encontraron una serie de búnkeres con postigos blindados unidos a un garaje subterráneo con capacidad para dieciocho coches.
“Entramos con gran cuidado”, escribió Abakumov. Encontraron una caja de caudales, pero se hallaba vacía. Las habitaciones, según anotó, contaban con “un mobiliario muy sencillo”. (En cierta ocasión se describió el lugar como un cruce de monasterio y campo de concentración). Los oficiales del SMERSH sólo estuvieron seguros de haber encontrado el lugar correcto al descubrir en una puerta un cartel que anunciaba: “Asistente de la Wehrmacht del Führer”. La habitación de Hitler, por su parte, estaba identificada por una fotografía suya con Mussolini.
Abakumov no reveló emoción alguna por el hecho de hallarse por fin en el lugar desde el que el dirigente alemán había dirigido su despiadado ataque contra la Unión Soviética. Por el contrario, parecía mucho más preocupado por las construcciones de hormigón armado y por sus dimensiones. Todo hace pensar que, impresionado, debió de preguntarse si Beria y Stalin no estarían interesados en construir algo semejante. “Creo —escribió— que sería una buena idea hacer que nuestros especialistas inspeccionasen el cuartel general de Hitler y vieran la excelente organización de todos estos búnkeres”. A despecho de su inminente victoria, los dirigentes soviéticos no daban la impresión de sentirse mucho más seguros que su gran enemigo.