La visión de un venezolano sobre los alemanes en el verano de 1946.
Publicado: Mié Jul 15, 2020 12:00 am
- A MANERA DE INTRODUCCIÓN
A raíz de un periplo de un nutrido grupo de venezolanos al viejo continente en el verano de 1946, como parte de una representación de marinos mercantes en busca de cuatro navíos - que recibieron los nombres de algunas provincias nacionales, como: "Anzoátegui", "Táchira, "Cumaná" y "Nueva Esparta"- en el astillero sueco de Solvesburgo, ya listos para ser usados, con el objeto de engrosar a nuestra marina comercial que estaba en pleno auge en esos años a raíz de la bonanza petrolera en estar experimentando nuestro país. Constityendo tal hecho el estreno de estos marinos en esas aguas allende de nuestras fronteras, que hasta hace poco fueron escenarios de crueles combates marinos. Al punto de tener que esquivar ellos más tarde en su retorno algunas minas submarinas, que apenas se estaban removiendo de esas zonas, cerca del puerto holandés de Flissingen.
Uno de ellos toma notas de sus impresiones personales de lo que observa en el trayecto de ida, que va desde Caracas a los Estados Unidos, pasando después por Canadá para ir a Islandia y finalmente a Suecia por vía aérea y el posterior regreso por el mar. Dicha persona, que era miembro activo del cuerpo diplomático y comercial de Venezuela en funciones, debía cubrir todos los aspectos relacionados en esa materia a las distintas autoridades de ese país nórdico, para terminar de finiquitar los últimos trámites que hacían efectivo el traspaso de estas unidades navales recien adquiridas. Al mismo tiempo estar presto al resto de otras eventualidades durante esta travesía en donde atracasen después en los distintos puertos europeos aledaños al mar Báltico y del canal de la Mancha antes de dirigirse de nuevo a Venezuela. Varias serían así sus impresiones en recabar esta persona en este viaje de regreso.
El personaje se llamaba Neftalí Noguera Mora, oriundo de los pueblos del Sur del estado Mérida, que aparte de diplomático era también periodista y escritor de sobresaliente pluma, el cual dejaría una serie de interesantes artículos al diario capitalino "Universal" de lo experimentado en esas tierras tan cargadas de historia, que después derivarían en un libro de gran aceptación nacional, que se titularía: "Alegría y llanto de Europa". Cuya primera edición fue en 1947 y la segunda sería después en 1965.
De los trece capítulos que contiene este libro, que denotan las sutiles apreciaciones de lo que ve y siente de primera mano, es en el octavo que este caballero de las tierras altas de Mérida pone su visión de lo que eran los alemanes en esos primeros momentos de la muy dura segunda post-guerra en sobrevenir después de este terrible cataclismo bélico, a la que debieron afrontar tan orgulloso pueblo ahora sometido por la derrota y ocupación de su territorio. Visiones que tomaría de su paso por el puerto teutón de Kiel, como una suerte de vitrina de lo que ahora era la gran Alemania en exhibir, para todo aquel que la visitara en esos días tan difíciles de reconstrucción tanto física como espiritual.
A continuación citemos este capítulo en cuestión, en el que esta autor- que va a bordo del buque "Nueva Esparta"- comienza por reflejar sobre sus líneas lo que observa en dicho puerto germano del mar Báltico, que empieza de la siguiente manera:
"Crepúsculo en el Canal de Kiel".
21 de julio de 1946. Las tres de la tarde. El "Nueva Esparta" se aproxima a la boca del Canal de Kiel. Ya, a la distancia, hemos querido sorprender de un solo vistazo, con el binóculo, el panorama de una tierra que ,en los últimos años, se nos ha presentado más como una extraña y trágica leyenda que como un hecho real. Todos estamos sobrecogidos por la curiosidad. Desde el marinero de cubierta hasta el curtido capitán margariteño Pedro Evaristo Guerra, se preguntan qué será de la otrora arrogante y fiera gran Alemania.
- La Gran Alemania- murmura con un dejo retrospectivo el ingeniero naval Nieves Navarro.
-La Alemania de Bismarck, de Heine, de Goethe, de Rilke- completo yo, con un sentido de reconstrucción histórica
Tienen un acento dramático todas estas expresiones. Pareciera como si fuesen a estrellarse contra el silencio cómplice de los acantilados, contra la paz difunta de las colinas y los valles que nuestros ojos van identificando. Tenemos ante nuestras miradas, ante nuestra imaginación y ante nuestro juicios la tierra, la propia tierra alemana. Pero nada delata en sus contornos el tránsito de una fuerza destructora que de allí surgía hasta proyectarse hacia un mundo atemorizado. Silencio y soledad. Parece como si apenas hablasen los muertos en ese atardecer alemán.
A las cuatro y diez minutos de la tarde, vemos venir en nuestra dirección un viejo bote de motor. Con precisión militar se detiene a un costado del barco. Por la escalerilla de popa, asciende un hombre de uniforme oscuro. Saluda militarmente, pero su saludo es casi automático. El kepis y el traje se ven sucios y raídos. Sube hasta el puente, donde lo espera el capitán. Tres de sus compañeros se empinan sobre la lancha para pedir a los tripulantes del "Nueva Esparta" cigarrillos y chocolate. El pelo y la barba descuidados, las ropas sucias y envejecidas, la mirada acentuadamente triste -mezcla de dolor y vergüenza-, ofrecen el mismo espectáculo del compañero que ha venido a bordo. El práctico se queda con nosotros y sus camaradas enfilan el motor a la costa, después de verse complacidos. Son estos restos de hombres humildes y hasta amables los antiguos superhombres de la Europa de Hitler. Son estos marinos, envejecidos prematuramente en dos años de ocupación, los arrogantes y fieros lobos de mar de la Escuadra Alemana. Cuando los veo alejarse, me parece leer en su curvada humanidad la sensación de terror que produce el retorno forzado a sus ruinas habitadas aún por el maldito fantasma de la destrucción. Al advertir la soledad circundante, el margariteño Nieves Navarro apunta lapidariamente: -Debiera escribirse sobre estos campos un inmenso anuncio que dijera al viajero: "Cementerio Alemán".
Las cinco de la tarde. Estamos frente a la playa de la vieja ciudad de Kiel. Una inmensa columna blanca se empina hacia el cielo gris desde una colina que le sirve de pedestal: es el monumento levantado a los marinos de la Escuadra Alemana, muertos en la primera guerra mundial. Después de esta guerra, sirve para indicara los alemanes de Kiel que es más trágica la perspectiva cuando un pueblo ve en estos monumentos la apoteósis de la muerte y de la derrota. ¿Se prestará otra verde colina germana para pedestal de otro monumento que indique a las generaciones presentes y futuras que los sembradores de la muerte en el mar consiguieron también la tumba bajo las olas que quisieron hacer cómplices? Quizás la propia piedra no se resigne ahora a soportar el destino que la convierta en un trágico símbolo de la barbarie.
Cuando hacemos estas reflexiones, la lancha del control inglés pasa casi rozando el costado izquierdo del barco. El piloto alemán que nos sirve de práctico empuña la enorme bocina del "Nueva Esparta" y hace irrupción sordamente: "Solvesburgo Antwerpen". Desde el puente no podemos menos de emocionarnos al observar la cara desconcertada que pone el oficial inglés, cuando lee en alta voz el nombre de La Guaira, inscrito en la popa y reconoce la bandera venezolana sobre el altivo mástil. Por la primera vez, sobre las aguas verde-oscuras del Mar del Norte, arcoirizan contra el crepúsculo el tricolor glorioso y las siete estrellas amadas. Y por la vez primera también, surca las aguas apacibles del Canal de Kiel y bate sus majestuosos costados sobre la tierra germana un navío de Venezuela, comandado y tripulado por hijos de la poética y marinera Margarita.
Kiel se nos presenta en este atardecer como un centinela avanzado de la vieja Alemania sobre el Mar del Norte. Testigo y escenario de cruentas luchas, de encuentro de razas y de pueblos, contra sus murallas s abatieron muchos de los esfuerzos recíprocos de absorcionismo de los Estados Nórdicos. La historia recuerda la llamada Paz de Kiel en 1814, cuando Bernardotte obligó a Dinamarca a ceder la nación noruega a la Corona de Suecia. Pero quizás el monumento más vivo y el testimonio más trágico del destino fatal de Kiel, que se ofrecen a las miradas del transeúnte adolorido, lo constituye el macabro hacinamiento de barcos y aviones destruidos a la entrada de la ciudad. ¡Cuántas agonías anónimas bajo las montañas de acero herrumbroso! Si se les pudiera prender fuego a la medianoche, la gigantesca pira infernal iluminaría con caracteres apocalípticos la terrible verdad de la Europa de posguerra. Miseria, desolación, desaliento, orfandad. Allá al frente de Kiel, como otra fortaleza de la muerte, se consume entre las ruinas Oldenau, con el sesenta por ciento de sus casas y edificios destruidos por las bombas. Las ciudades se miran y se comprenden, frente a frente, sin hablarse. La silueta de una mujer alemana, trajeada de verde, quien desde la playa nos persigue con su binóculo y los niños que juegan sobre las arenas de la ciudad destruida, entre risas y coloquios inconscientes, constituyen el desconcertante marco de crepúsculo sobre las puertas de la nación vencida. ¿Quién tiene la culpa de todo este panorama de miseria y desolación? Es la pregunta que todos nos hacemos. Alemania podría contestarla, si regresase desde el Anticristo a Cristo. De Nietzsche hasta Goethe. De Prusia a Weimar. Podrá contestarla cuando se eche a andar de nuevo el reloj de la torre de Kiel, detenido a las cuatro y media de un día de horror. Anduvo quinientos años; marcó el siglo de la civilización y el minuto de la barbarie. Y pudo más que la pátina, un pedazo de bomba extraviada hacia el rumbo de sus grandes agujas antiguas.
Nos hemos detenido una media hora en la primera esclusa del Canal. Tres niños, rubios, menores de diez años, quienes sintieron el advenimiento de la razón entre la sinrazón de la metralla, miran hacia el puente y tienden las manos ansiosas hacia nosotros. Los hemos dado pan, chocolates, manzanas y peras. Observo que uno de ellos apenas si acaricia la dorada envoltura del chocolate, como si se tratase de un terrón de oro. Preferiría, en su inocencia, guardarlo para no llorar al día siguiente la ausencia indefinida del maravilloso hallazgo. ¿ Cuándo volverá a probar chocolates, peras y manzanas? Es trágico el solo pensar que un niño deba, por la fuerza, formularse estas preguntas a su edad. Sus compañeros devoran ferozmente las provisiones sentados sobre las piedras de la vía, porque la desnutrición no les permite estar largo tiempo de pie. El médico venezolano Roberto Martinez Herrera se hace tomar una fotografía al lado de un pequeñuelo: éste se coloca gustoso junto a su fugaz salvador. No han tenido tiempo los niños para sonreir, ni para jugar. El destino dramático los aprisiona y los absorbe en su fatal verdad. ¡Maldito Hitler! es nuestro grito tremendo de reprobación.
El inmenso puente de Levensau, monstruosa estructura de acero de vientidós kilómetros de longitud, construido para el paso de los trenes por el quebrado territorio, nos sorprende momentáneamente y corre a perderse en el horizonte hacia el corazón Germania: él es -se nos antoja- una descomunal maqueta del espíritu alemán que primaba en los días del Tercer Reich.
En la esclusa hemos tomado dos timoneles alemanes. Su apariencia exterior no supera la la de los otros teutones que hemos visto. Apenas logran establecer contacto con la oficialidad, inician un sondeo de confianza. No es difícil adivinar los fines de esa actitud. El capitá Guerra la despeja con una cajetilla de cigarrillos americanos que obsequía a cada uno.. Al cabo de un rato, el mesonero nos informa que han saciado el hambre en el comedor de pasajeros y en el de popa. Yo les he visto apurar vorazmente la última miga de pan y la última gota de café. Todos se han reservado el trozo de carne frita de su ración, envuelto en un pedazo de periódico. Cuando les miramos sorprendidos, nos confiesan sin dificultad la verdad: es el presente extraordinario que llevan a sus hijos, quienes no prueban un bocado de carne desde hace meses enteros. Todos piden frutas para complemento y uno, el más viejo, un pantalón para sustituir el que carga encima.
A raíz de un periplo de un nutrido grupo de venezolanos al viejo continente en el verano de 1946, como parte de una representación de marinos mercantes en busca de cuatro navíos - que recibieron los nombres de algunas provincias nacionales, como: "Anzoátegui", "Táchira, "Cumaná" y "Nueva Esparta"- en el astillero sueco de Solvesburgo, ya listos para ser usados, con el objeto de engrosar a nuestra marina comercial que estaba en pleno auge en esos años a raíz de la bonanza petrolera en estar experimentando nuestro país. Constityendo tal hecho el estreno de estos marinos en esas aguas allende de nuestras fronteras, que hasta hace poco fueron escenarios de crueles combates marinos. Al punto de tener que esquivar ellos más tarde en su retorno algunas minas submarinas, que apenas se estaban removiendo de esas zonas, cerca del puerto holandés de Flissingen.
Uno de ellos toma notas de sus impresiones personales de lo que observa en el trayecto de ida, que va desde Caracas a los Estados Unidos, pasando después por Canadá para ir a Islandia y finalmente a Suecia por vía aérea y el posterior regreso por el mar. Dicha persona, que era miembro activo del cuerpo diplomático y comercial de Venezuela en funciones, debía cubrir todos los aspectos relacionados en esa materia a las distintas autoridades de ese país nórdico, para terminar de finiquitar los últimos trámites que hacían efectivo el traspaso de estas unidades navales recien adquiridas. Al mismo tiempo estar presto al resto de otras eventualidades durante esta travesía en donde atracasen después en los distintos puertos europeos aledaños al mar Báltico y del canal de la Mancha antes de dirigirse de nuevo a Venezuela. Varias serían así sus impresiones en recabar esta persona en este viaje de regreso.
El personaje se llamaba Neftalí Noguera Mora, oriundo de los pueblos del Sur del estado Mérida, que aparte de diplomático era también periodista y escritor de sobresaliente pluma, el cual dejaría una serie de interesantes artículos al diario capitalino "Universal" de lo experimentado en esas tierras tan cargadas de historia, que después derivarían en un libro de gran aceptación nacional, que se titularía: "Alegría y llanto de Europa". Cuya primera edición fue en 1947 y la segunda sería después en 1965.
De los trece capítulos que contiene este libro, que denotan las sutiles apreciaciones de lo que ve y siente de primera mano, es en el octavo que este caballero de las tierras altas de Mérida pone su visión de lo que eran los alemanes en esos primeros momentos de la muy dura segunda post-guerra en sobrevenir después de este terrible cataclismo bélico, a la que debieron afrontar tan orgulloso pueblo ahora sometido por la derrota y ocupación de su territorio. Visiones que tomaría de su paso por el puerto teutón de Kiel, como una suerte de vitrina de lo que ahora era la gran Alemania en exhibir, para todo aquel que la visitara en esos días tan difíciles de reconstrucción tanto física como espiritual.
A continuación citemos este capítulo en cuestión, en el que esta autor- que va a bordo del buque "Nueva Esparta"- comienza por reflejar sobre sus líneas lo que observa en dicho puerto germano del mar Báltico, que empieza de la siguiente manera:
"Crepúsculo en el Canal de Kiel".
21 de julio de 1946. Las tres de la tarde. El "Nueva Esparta" se aproxima a la boca del Canal de Kiel. Ya, a la distancia, hemos querido sorprender de un solo vistazo, con el binóculo, el panorama de una tierra que ,en los últimos años, se nos ha presentado más como una extraña y trágica leyenda que como un hecho real. Todos estamos sobrecogidos por la curiosidad. Desde el marinero de cubierta hasta el curtido capitán margariteño Pedro Evaristo Guerra, se preguntan qué será de la otrora arrogante y fiera gran Alemania.
- La Gran Alemania- murmura con un dejo retrospectivo el ingeniero naval Nieves Navarro.
-La Alemania de Bismarck, de Heine, de Goethe, de Rilke- completo yo, con un sentido de reconstrucción histórica
Tienen un acento dramático todas estas expresiones. Pareciera como si fuesen a estrellarse contra el silencio cómplice de los acantilados, contra la paz difunta de las colinas y los valles que nuestros ojos van identificando. Tenemos ante nuestras miradas, ante nuestra imaginación y ante nuestro juicios la tierra, la propia tierra alemana. Pero nada delata en sus contornos el tránsito de una fuerza destructora que de allí surgía hasta proyectarse hacia un mundo atemorizado. Silencio y soledad. Parece como si apenas hablasen los muertos en ese atardecer alemán.
A las cuatro y diez minutos de la tarde, vemos venir en nuestra dirección un viejo bote de motor. Con precisión militar se detiene a un costado del barco. Por la escalerilla de popa, asciende un hombre de uniforme oscuro. Saluda militarmente, pero su saludo es casi automático. El kepis y el traje se ven sucios y raídos. Sube hasta el puente, donde lo espera el capitán. Tres de sus compañeros se empinan sobre la lancha para pedir a los tripulantes del "Nueva Esparta" cigarrillos y chocolate. El pelo y la barba descuidados, las ropas sucias y envejecidas, la mirada acentuadamente triste -mezcla de dolor y vergüenza-, ofrecen el mismo espectáculo del compañero que ha venido a bordo. El práctico se queda con nosotros y sus camaradas enfilan el motor a la costa, después de verse complacidos. Son estos restos de hombres humildes y hasta amables los antiguos superhombres de la Europa de Hitler. Son estos marinos, envejecidos prematuramente en dos años de ocupación, los arrogantes y fieros lobos de mar de la Escuadra Alemana. Cuando los veo alejarse, me parece leer en su curvada humanidad la sensación de terror que produce el retorno forzado a sus ruinas habitadas aún por el maldito fantasma de la destrucción. Al advertir la soledad circundante, el margariteño Nieves Navarro apunta lapidariamente: -Debiera escribirse sobre estos campos un inmenso anuncio que dijera al viajero: "Cementerio Alemán".
Las cinco de la tarde. Estamos frente a la playa de la vieja ciudad de Kiel. Una inmensa columna blanca se empina hacia el cielo gris desde una colina que le sirve de pedestal: es el monumento levantado a los marinos de la Escuadra Alemana, muertos en la primera guerra mundial. Después de esta guerra, sirve para indicara los alemanes de Kiel que es más trágica la perspectiva cuando un pueblo ve en estos monumentos la apoteósis de la muerte y de la derrota. ¿Se prestará otra verde colina germana para pedestal de otro monumento que indique a las generaciones presentes y futuras que los sembradores de la muerte en el mar consiguieron también la tumba bajo las olas que quisieron hacer cómplices? Quizás la propia piedra no se resigne ahora a soportar el destino que la convierta en un trágico símbolo de la barbarie.
Cuando hacemos estas reflexiones, la lancha del control inglés pasa casi rozando el costado izquierdo del barco. El piloto alemán que nos sirve de práctico empuña la enorme bocina del "Nueva Esparta" y hace irrupción sordamente: "Solvesburgo Antwerpen". Desde el puente no podemos menos de emocionarnos al observar la cara desconcertada que pone el oficial inglés, cuando lee en alta voz el nombre de La Guaira, inscrito en la popa y reconoce la bandera venezolana sobre el altivo mástil. Por la primera vez, sobre las aguas verde-oscuras del Mar del Norte, arcoirizan contra el crepúsculo el tricolor glorioso y las siete estrellas amadas. Y por la vez primera también, surca las aguas apacibles del Canal de Kiel y bate sus majestuosos costados sobre la tierra germana un navío de Venezuela, comandado y tripulado por hijos de la poética y marinera Margarita.
Kiel se nos presenta en este atardecer como un centinela avanzado de la vieja Alemania sobre el Mar del Norte. Testigo y escenario de cruentas luchas, de encuentro de razas y de pueblos, contra sus murallas s abatieron muchos de los esfuerzos recíprocos de absorcionismo de los Estados Nórdicos. La historia recuerda la llamada Paz de Kiel en 1814, cuando Bernardotte obligó a Dinamarca a ceder la nación noruega a la Corona de Suecia. Pero quizás el monumento más vivo y el testimonio más trágico del destino fatal de Kiel, que se ofrecen a las miradas del transeúnte adolorido, lo constituye el macabro hacinamiento de barcos y aviones destruidos a la entrada de la ciudad. ¡Cuántas agonías anónimas bajo las montañas de acero herrumbroso! Si se les pudiera prender fuego a la medianoche, la gigantesca pira infernal iluminaría con caracteres apocalípticos la terrible verdad de la Europa de posguerra. Miseria, desolación, desaliento, orfandad. Allá al frente de Kiel, como otra fortaleza de la muerte, se consume entre las ruinas Oldenau, con el sesenta por ciento de sus casas y edificios destruidos por las bombas. Las ciudades se miran y se comprenden, frente a frente, sin hablarse. La silueta de una mujer alemana, trajeada de verde, quien desde la playa nos persigue con su binóculo y los niños que juegan sobre las arenas de la ciudad destruida, entre risas y coloquios inconscientes, constituyen el desconcertante marco de crepúsculo sobre las puertas de la nación vencida. ¿Quién tiene la culpa de todo este panorama de miseria y desolación? Es la pregunta que todos nos hacemos. Alemania podría contestarla, si regresase desde el Anticristo a Cristo. De Nietzsche hasta Goethe. De Prusia a Weimar. Podrá contestarla cuando se eche a andar de nuevo el reloj de la torre de Kiel, detenido a las cuatro y media de un día de horror. Anduvo quinientos años; marcó el siglo de la civilización y el minuto de la barbarie. Y pudo más que la pátina, un pedazo de bomba extraviada hacia el rumbo de sus grandes agujas antiguas.
Nos hemos detenido una media hora en la primera esclusa del Canal. Tres niños, rubios, menores de diez años, quienes sintieron el advenimiento de la razón entre la sinrazón de la metralla, miran hacia el puente y tienden las manos ansiosas hacia nosotros. Los hemos dado pan, chocolates, manzanas y peras. Observo que uno de ellos apenas si acaricia la dorada envoltura del chocolate, como si se tratase de un terrón de oro. Preferiría, en su inocencia, guardarlo para no llorar al día siguiente la ausencia indefinida del maravilloso hallazgo. ¿ Cuándo volverá a probar chocolates, peras y manzanas? Es trágico el solo pensar que un niño deba, por la fuerza, formularse estas preguntas a su edad. Sus compañeros devoran ferozmente las provisiones sentados sobre las piedras de la vía, porque la desnutrición no les permite estar largo tiempo de pie. El médico venezolano Roberto Martinez Herrera se hace tomar una fotografía al lado de un pequeñuelo: éste se coloca gustoso junto a su fugaz salvador. No han tenido tiempo los niños para sonreir, ni para jugar. El destino dramático los aprisiona y los absorbe en su fatal verdad. ¡Maldito Hitler! es nuestro grito tremendo de reprobación.
El inmenso puente de Levensau, monstruosa estructura de acero de vientidós kilómetros de longitud, construido para el paso de los trenes por el quebrado territorio, nos sorprende momentáneamente y corre a perderse en el horizonte hacia el corazón Germania: él es -se nos antoja- una descomunal maqueta del espíritu alemán que primaba en los días del Tercer Reich.
En la esclusa hemos tomado dos timoneles alemanes. Su apariencia exterior no supera la la de los otros teutones que hemos visto. Apenas logran establecer contacto con la oficialidad, inician un sondeo de confianza. No es difícil adivinar los fines de esa actitud. El capitá Guerra la despeja con una cajetilla de cigarrillos americanos que obsequía a cada uno.. Al cabo de un rato, el mesonero nos informa que han saciado el hambre en el comedor de pasajeros y en el de popa. Yo les he visto apurar vorazmente la última miga de pan y la última gota de café. Todos se han reservado el trozo de carne frita de su ración, envuelto en un pedazo de periódico. Cuando les miramos sorprendidos, nos confiesan sin dificultad la verdad: es el presente extraordinario que llevan a sus hijos, quienes no prueban un bocado de carne desde hace meses enteros. Todos piden frutas para complemento y uno, el más viejo, un pantalón para sustituir el que carga encima.