Mensaje
por Erich Hartmann » Sab Jul 30, 2005 12:09 am
Adolf Hitler fue un anfitrión ejemplar en los Juegos Olímpicos de Verano de 1936 en Berlín. Su pueblo era amable y hospitalario y sus celebraciones extravagantes y festivas. Las ceremonias de apertura fueron las más grandiosas que jamás se habían celebrado; en su punto culminante se soltaron 20.000 pájaros que levantaron nielo con cintas de colores en las alas. Muchos invitados extranjeros se fueron impresionados y sorprendidos. Hitler, el manipulador, había cumplido su objetivo para las Olimpiadas: dar la impresión de que los nazis no eran tan viles como a menudo se les consideraba en el extranjero.
El Comité Olímpico Internacional había otorgado los Juegos de 1936 a Alemania en 1932, un año antes de la llegada de Hitler al poder. Berlín sería la sede de las competiciones de verano, mientras que los juegos de invierno tendrían lugar en Garmisch-Partenkirchen, en Baviera. En la época en la que el COI tomó esta decisión nadie sabía (o al menos no con seguridad) que la Alemania nazi sería la anfitriona de aquellos juegos. De hecho, el ideal internacionalista de éstos -unir a los pueblos del mundo con una fiesta deportiva- parecía tan contrario al nacionalismo racista y antisemita, que la misma idea de una Olimpiada nazi parecía una enorme contradicción.
El COI posteriormente consideró la posibilidad de trasladar los juegos de 1936 a otra sede, pero el astuto Hitler hizo las concesiones suficientes para que el evento tuviera lugar en Alemania. Sabía que serían una beneficiosa ocasión de que el Tercer Reich ampliara sus relaciones públicas. El resultado fue que el éxito de los juegos de 1936 también ayudaría a sellar la suerte de millones de judíos europeos.
En público restaron importancia a su antisemitismo, aunque los judíos alemanes, e incluso los atletas judíos, habían sido gravemente discriminados. Los expulsaron de los clubes de deportes y de las instalaciones deportivas más importantes, con el fin de aislarlos en gimnasios de barrios marginales.
Durante el periodo de entrenamiento anterior a los Juegos Olímpicos de Verano de 1936, Gretl Bergmann, deportista de categoría mundial que practicaba el salto de altura (y que era judía), igualó el récord nacional femenino (1,60 m). El 13 de julio recibió una carta del Comité Olímpico alemán en la que se criticaba su rendimiento en los últimos tiempos en el salto de altura, porque sus marcas oscilaban demasiado, y le informaba de que no había sido elegida como miembro del equipo olímpico de atletismo de su país.
Antes del verano de 1936 los judíos alemanes habían perdido sus derechos de ciudadanía. Sus negocios habían sido boicoteados, sus vidas profesionales restringidas, fueron excluidos de las instalaciones públicas y se les prohibió casarse con no judíos. Mientras tanto, los nazis, al tiempo que ampliaban su política racista, entendían que la buena forma física alemana y la excelencia atlética podrían contribuir al nacionalismo, fomentar la pureza racial y estimular la preparación militar. En consecuencia, la oportunidad de los judíos de obtener un puesto en el equipo olímpico de 1936 era casi inexistente. Esos puestos se reservaban para aquellos que podían aportar más honores al pueblo alemán y al estado nazi.
Cediendo un poco ante la presión, los oficiales del Reich tranquilizaron al COI permitiendo que una atleta judía compitiera por Alemania en los Juegos Olímpicos de Verano de 1936: Helene Mayer, quien había competido por Alemania en dos olimpiadas anteriores y anunció que estaría encantada de volver a su país natal desde California para competir de nuevo. Era mitad judía, una Mischlinge alta y rubia. Se ajustaba casi al prototipo ario. Cuando Mayer recibió una medalla olímpica de plata en la competición femenina de florete, las imágenes cinematográficas de aquel día la muestran haciendo el saludo nazi con el brazo en alto. Aunque fuera breve y ambivalente, su saludo indicaba que quizás la Alemania de Hitler no era un sitio tan malo.
Antes, el 7 de marzo de 1936, Hitler había pronunciado un discurso en el Reichstag. Al mismo tiempo que anunciaba la restauración de la soberanía alemana en Renania, las tropas militares alemanas entraban en ese territorio que había sido desmilitarizado después de la Primera Guerra Mundial. Aunque aquella acción violaba claramente el Tratado de Versalles y fue condenada por la Sociedad de Naciones, la decisión de Hitler no fue revocada y las tropas no se retiraron. No obstante, como sugiere la apariencia olímpica de Helene Mayer, Hitler y sus seguidores sabían muy bien cómo hacer progresar sus intereses nacionales sin demasiadas provocaciones a la opinión internacional.
Antes del comienzo de los juegos, se levantaron movimientos en varios países, entre ellos Estados Unidos v la Unión Soviética, instando al boicot de la competición olímpica en Alemania. El régimen nazi, para no arriesgarse a que eso ocurriera, hizo ciertas concesiones a fin de mejorar su imagen, entre las que estaba la retirada de las ofensivas pancartas con mensajes antijudíos que proliferaban en los arcenes de las carreteras, en las salidas de ciudades y poblaciones y en muchas calles y tiendas. «Los judíos no son bienvenidos en este lugar» afirmaban algunas. «El judío es nuestra desgracia», proclamaban otras.
Los Juegos Olímpicos de Invierno empezaron el 6 de febrero en Garmisch-Partenidrchen. Antes de que Hitler los inaugurara oficialmente, se habían desmontado las pancartas antisemitas en los alrededores. Permanecían, sin embargo, a lo largo de las carreteras que llevaban a la sede de las competiciones. El conde Henri Baillet-Latour, el presidente belga del COI, vio esas muestras antisemitas cuando viajaba a la apertura de los juegos de invierno. Exigió ver a Hitler inmediatamente y le dijo que esas prácticas eran inaceptables. Hitler argumentó que el protocolo olímpico no estaba por encima de asuntos de mayor importancia dentro de Alemania. Pero cuando Baillet-Latour le amenazó con la cancelación, Hitler ordenó que se quitaran las pancartas de la carretera.
Esas concesiones se hicieron por conveniencia. No representaban ningún cambio de opinión o de política con respecto al «asunto judío» en la Alemania nazi. El 17 de junio, por ejemplo, Hitler emitió un decreto que convertía a Heinrich Himmler en jefe de todas las fuerzas policiales alemanas. Combinando este poder con la autoridad que ya tenía como líder de las SS, Himmier extendió el vasto aparato de terror que ahora estaba bajo su control. Mientras los preparativos para los juegos de verano continuaban, la Alemania nazi se estaba convirtiendo en un estado policial cada vez más centralizado.
Berlín, con un aspecto de ciudad limpia, hospitalaria y próspera, acogió la inauguración de los Juegos Olímpicos de Verano el 1 de agosto. No había a la vista ni carteles ni publicaciones antisemitas. La prensa alemana tenía instrucciones de informar sobre las victorias «no arias» sin comentarios raciales. 49 países enviaron equipos a los fuegos Olímpicos nazis que terminaron el 16 de agosto. Entre ellos estaba Estados Unidos, donde fracasó por estrecho margen el intento de hacer un boicot para contrarrestar la legitimidad que confería a la Alemania nazi la celebración de unas olimpiadas.
Hitler presidió la apertura en el inmenso Estadio Olímpico de Berlín. La ceremonia culminó en la recién creada «carrera con la antorcha», que llevó el fuego desde la sede de los antiguos Juegos Olímpicos en Grecia hasta Berlín. Leni Riefenstahl estaba allí con su equipo cinematográfico para capturar la pompa y la competición atlética. Su película Olimpia ganaría el primer premio en el Festival de Cine de Venecia de 1938.
Algunas de las mejores imágenes de Olimpia enfocaban a un atleta afroamericano llamado Jesse Owens. Este había sufrido el racismo de Estados Unidos, pero en los juegos de 1936, sus cuatro medallas de oro fueron celebradas por los críticos al régimen nazi, que argumentaban que las victorias de Owens contradecían las ideas de Hitler sobre la superioridad blanca.
Aunque las victorias de Owens eran causa de vergüenza para los nazis, Hitler y sus seguidores estaban más que satisfechos con su éxito olímpico. El equipo alemán ganó más medallas que cualquier otro. A Hitler se le daba bien el papel de estadista mundial y líder nacional querido. La hospitalidad alemana convenció a la mayoría de los visitantes extranjeros de que las intenciones del Tercer Reich eran tan pacíficas como eficaz su renacimiento económico, sus objetivos tan benignos como su vigorosa v sana cultura.
Por lo menos diez atletas judíos ganaron medallas en los juegos de 1936, entre ellos Samuel Balter, que jugaba en el equipo americano de baloncesto. Gretl Bergmann, por su parte, emigró a Estados Unidos, donde continuó su carrera de campeona de atletismo y cumplió su promesa de no regresar nunca más a Alemania. Otros atletas judíos no fueron tan afortunados. Su destino indica que el engaño que supusieron las olimpiadas nazis fue tan colosal como mortífero. La presión antijudía reapareció después de los juegos de 1936. Al final del año, la campaña para expulsarlos estaba en su apogeo.
En Auschwitz acabaron con la vida de Víctor Pérez, un judío trances campeón mundial de boxeo en la categoría de peso mosca en los años 30. También Lilli Henoch, que ostentaba el récord mundial de lanzamiento de peso y de disco, fue deportada en 1942 y asesinada cerca de Riga, Letonia. Attila Petschauer, campeón de esgrima húngaro, quee había ganado una medalla de plata en las olimpiadas de 1928 murió por congelación en un campo en 1943. En judío alemán Alfred Flatow, ganador de tres medallas de oro y una de plata en gimnasia durante los juegos de Atenas en 1896, murió en el campo/gueto de Theresienstadt, Checoslovaquia, en 1942.
Fuente: Crónica del Holocausto
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