La reunión de Terranova
Publicado: Dom Sep 04, 2005 10:48 pm
LA REUNIÓN DE TERRANOVA
Churchill y Roosevelt definen las "4 libertades' que basarán la posguerra mundial. Procedente todo el artículo de la enciclopedia Sarpe
La necesidad de un encuentro personal con Roosevelt fue comprendida inmediatamente por el primer ministro inglés Winston Churchill al día siguiente del ataque alemán a la URSS. Los Estados Unidos hablan extendido a la Unión Soviética los beneficios de la ley de "Préstamo y Arriendo", y esto aconsejaba proceder a una serie de cambios en la estrategia global, tanto militar como política. Pero para alcanzarlo todo hacia falta un contacto directo. La apertura, por parte de los Estados Unidos, de créditos prácticamente ilimitados para utilizar en la defensa (este era el significado de la ley de "Préstamo y Arriendo") no había resuelto todos los problemas para Churchill, ya que aparecía siempre con mayor evidencia que los americanos pretendían discutir cada pedido de material estratégico, e incluso su destino. Se había llegado a manifestar un inquietante estado de ánimo de incomprensión y desconfianza.
Cuando Churchill propuso a Roosevelt una reunión, el presidente de los Estados Unidos repuso calurosamente coincidiendo en su oportunidad. Se trataba de fijar el lugar de la cita. Estaba fuera de discusión que el presidente americano, jefe de una nación neutral, se aventurase en Europa para reunirse con el primer ministro de Inglaterra. Parecía fuera de lugar también que el primer ministro inglés marchara a los Estados Unidos en un momento como aquél, ya que la visita habría asumido inmediatamente un significado inequívoco para los alemanes, los cuales tenían ya muchas razones que alegar sobre la singular "neutralidad" americana.
Se llegó rápidamente a un compromiso: Churchill iría al otro lado del Atlántico y recibirla al presidente Roosevelt a la altura de las costas canadienses. Una cita casi a medio camino.
La partida del primer ministro británico se hizo desde Scapa Flow, el 4 de agosto de 1941. El navío en que se embarcó fue el "Prince of Wales", el más moderno acorazado de la flota inglesa. Churchill alimentaba ya un vivo deseo de encontrarse con Rooseveit, con el que mantenía correspondencia desde hacia casi dos años, y al que se sentía llevado a tratar con creciente sentido de confianza y casi con familiaridad.
Escoltado por un grupo de destructores, el "Prince of Wales" salió a mar abierto aquella misma noche. A bordo Churchill tenia a mano al consejero del presidente Roosevelt, Harry Hopkins, que había llegado algunos días antes, de regreso de la visita a Stalin, y que los médicos habían bloqueado en Scapa Flow porque no estaba en condiciones de seguir el viaje. Hopkins estaba aquejado por una grave enfermedad, pero, sin embargo, era capaz de enorme cantidad de trabajo. No obstante, el viaje a Rusia lo había verdaderamente agotado. En cuanto Churchill pudo finalmente encontrarse con él, tuvo la sorpresa de encontrarlo restablecido en parte, y trabajando con los secretarios en la elaboración de los informes destinados al presidente. De primera mano, el primer ministro inglés recogió las impresiones que el "explorador" había sacado sobre la Unión Soviética y sobre Stalin. Churchill comprendió que la URSS era un aliado en el que se podía verdaderamente confiar, y que Stalin seria un hueso duro también para Hitler.
El tiempo pasó así velozmente en el acorazado que penetraba en el Atlántico en rumbo de zigzag para escapar a los submarinos alemanes. Churchill, que inicialmente había sido alojado en un gran camarote encima de las hélices, tuvo que ser trasladado al puente de mando porque las vibraciones, sumadas al mar agitado, no le dejaban dormir. Pasó el tiempo repasando con sus colaboradores los puntos del orden del día, paseando lo más posible a lo largo y a lo ancho del buque, leyendo placenteramente El capitán Hornblower, de Forester (que le habían regalado), y echando siestas reparadoras. Fueron como unas inesperadas vacaciones, como un crucero de verano, aunque privado de compañía femenina…
Menos agradables fueron aquellos días para los encargados de la seguridad del primer ministro y su séquito. El viaje se había mantenido rigurosamente secreto tanto en Inglaterra como en América, pero nadie podía estar seguro de que no llegara alguna indiscreción a oídos del enemigo. Se temía especialmente que los alemanes supieran de alguna manera que el "Prince of Wales" se había hecho a la mar y que decidieran mandar detrás un navío como el "Tirpitz". Esto planteaba si no convendría forzar lo más posible la marcha, y cuando se comprendió que para hacerlo seria necesario prescindir de la escolta, se prefirió seguir la ruta en solitario, dejando los destructores. Incluso el viceprimer ministro Clement Attlee, Lord del Sello Privado, que en ausencia de Churchill presidía el gobierno, pareció presa del pánico cuando se le planteó la posibilidad de que un diputado pudiera pedirle noticias sobre el primer ministro o sobre el "Prince of Wales". ¿Acaso se hablaba ya en los ambientes parlamentarios del inminente encuentro entre Churchill y Roosevelt. Llamado por Atlee, el primer ministro respondió en tono tranquilizante en un mensaje cifrado:
'No veo que pueda venir mucho daño de una indiscreción. Si se planteara una pregunta concreta (en la Cámara se debe rogar al interpelante que retire la petición. Si persistiese, deberá respondérsele: 'No puedo ocuparme de rumores incontrolados'. En cuanto al 'Tirpitz', creo que no seremos tan afortunados...".
Aparte de los golpes de ingenio, el peligro existía realmente. Por esta razón, por ejemplo, el presidente Roosevelt había tomado la precaución de camuflar su viaje anunciando que se tomaba unos cuantos días de reposo (además, era precisamente la época de vacaciones) a bordo del yate presidencial. Se había hecho ver cuándo partía en el "Potomac" por las costas de Connecticut y había bromeado con los periodistas anunciando que se sentía en forma e iba a hacer estragos en los peces a la altura de Massachusetts. Después, la noche del 4 bajó a una lancha y fue llevado a bordo del crucero "Augusta", mientras el "Potomac" continuaba su fingido crucero enarbolando en el palo más alto la flameante enseña presidencial.
El crucero "Augusta", protegido por numerosa escolta, había tomado rumbo norte y había echado el ancla en la bahía de Placentia, al sudeste de Terranova.
Al alba del 9 de agosto —era sábado— surgió de la niebla el "Prince of Wales", y Churchill, que en gran parte de la navegación había respetado el silencio de la radio, ordenó telegrafiar a Londres: "El primer ministro a Su Majestad el Rey: Me permito humildemente informarle de haber llegado sano y salvo. Veré al presidente por la mañana".
Las dos naves cambiaron las rituales señales de reconocimiento y los saludos tradicionales, mientras el acorazado inglés entraba en el amplio e impenetrable cerco de protección formado por los torpederos norteamericanos de escolta.
Cumplidas las formalidades, Churchill con su séquito fue llevado a bordo del "Augusta" donde los estaba esperando el presidente. Para subrayar la deferencia hacia el jefe del gobierno inglés, Roosevelt quiso recibirlo de pie, aunque esto obligara a su hijo Elliot a sostenerlo. Ambos se estrecharon la mano, escucharon en silencio los himnos nacionales, y luego Roosevelt volvió a su sitio en el sillón de ruedas al que lo encadenaba la poliomielitis. Churchill le ayudó a sentarse con amigable deferencia, y luego le entregó la carta personal del rey. Los dos estadistas fueron guiados hacia una sala de reuniones, y las conversaciones tuvieron comienzo.
Como primera cosa Rooseveit subrayó la oportunidad de que los dos países firmaran un documento en que se enumeraran los principios irrenunciables por los que se consideraba oportuno luchar. Esta declaración común se comunicaría al mundo junto con la noticia de la reunión, y no podía contener ningún compromiso supletorio porque Roosevelt no podía asumirlos; haber obtenido aprobación del Congreso, aunque debería contener alguna cosa verdaderamente concreta.
El presidente aclaró a Churchill su pensamiento y le entregó también un memorándum para que lo estudiase. En definitiva, el presidente parecía desear que la declaración común recalcase en cierto modo el mensaje que había presentado al Congreso el enero anterior, con ocasión del discurso con que había inaugurado su tercera administración. Churchill tomó nota y guardó el memorándum del presidente.
Entre los primeros temas en que se detuvieron los dos estadistas estaban las cuestiones de reciproco interés, y entre éstas la situación de relaciones con Japón. El imperio japonés era aliado del Tercer Reich y de Italia, y de sus orientaciones no parecía haber dudas, aunque por el momento parecía haber conseguido acertadamente quedar ajeno al conflicto. Con todo, varios indicios hacían temer que en Tokio se formasen decisiones dignas de la mayor atención. Había subido al poder la facción más dura de los militares, y era por tanto previsible que la situación hiciera crisis.
Sobre las intenciones agresivas del Japón, ni Churchill ni Roosevelt tenían la menor duda. Había sido suficiente la decisión japonesa de proceder a la ocupación de Indochina francesa para disipar toda duda. Estaba claro que los japoneses intentaban sustituir a las potencias coloniales europeas en toda la cuenca del Pacifico, e Inglaterra estaba evidentemente interesada en el desarrollo de esta situación. Era previsible que en caso de guerra el Japón ocuparía Hong Kong, Singapur y las colonias angioholandesas, alargándose peligrosamente hasta en dirección a Nueva Zelanda y Australia. Inglaterra no podía defender su imperio de Extremo Oriente y por eso tenia necesidad de la ayuda americana. Roosevelt respondió que si el Japón hubiera decidido entrar en guerra, habría sin duda tenido en cuenta que la potencia a derrotar era la americana. Porque los ingleses no habrían quedado solos. También a los americanos interesaba precisar desde ahora que difícilmente habrían podido combatir en defensa del imperio inglés. Este era un detalle en el que Roosevelt, así como sus consejeros, empezando por el secretario de Estado Sumner Welles, habían insistido con especial claridad desde el principio. La alianza angloamericana y la comunidad de intenciones que unía las dos potencias no podían cambiar la situación. Para muchos americanos Inglaterra seguía siendo una potencia colonial tan detestable como había sido detestada en la época de los padres fundadores y de la revolución. Los americanos podrían ser convencidos de luchar por la libertad de los pueblos y por un mundo mejor, pero no de morir por el imperio de Su Majestad.
Churchill dejó pasar este discurso, que por lo demás iba formulado en tono bastante velado, sin detenerse en ninguna objeción, aunque tuviese guardadas algunas reservándose volver a ello en el momento oportuno. Por el momento le convenía obtener de Roosevelt una declaración que sirviese de disuasor.
¿No podrían declarar los Estados Unidos que en la eventualidad de un conflicto anglojaponés se colocarían al lado de Inglaterra? Los americanos sacudieron la cabeza. El presidente no tenía autoridad ni autonomía para ligar el país a un pacto que en realidad podría llevarlo automáticamente a la guerra. Además, una declaración de este tipo habría dado óptimos argumentos a la opinión pública aislacionista en los Estados Unidos. Todo esto aclaró a Churchill, de modo irrevocable, los límites de la alianza que había ido a lograr. Los americanos rechazaban una alianza de tipo militar e incluso de tipo defensivo.
Otro de los temas contemplados se refería a la eventualidad de que Hitler procediese, con una de sus acostumbradas operaciones fulminantes, a la conquista de España y de Portugal. Tal eventualidad preocupaba no poco a Gran Bretaña, porque este movimiento habria puesto en manos de Hitler la base aeronaval de Gibraltar y habría dado a los alemanes la posibilidad de amenazar más eficazmente las rutas atlánticas.
Era éste otro argumento de interés común, desde el momento en que los convoyes que transportaban mercancías americanas a Inglaterra estaban cada vez más protegidos por unidades navales de Estados Unidos.
El gobierno de Londres se había puesto de acuerdo con el portugués de Salazar para concretar los movimientos destinados a enfrentarse ante tal crisis. Si los alemanes hubieran ocupado Portugal, Salazar y su gobierno se habrían refugiado en las Azores, y habrían asegurado allí la continuidad constitucional bajo protección de la flota inglesa. En la eventualidad de que la flota británica no estuviese en disposición de asegurar esta protección a su aliado, preguntaba Churchill, ¿estaría dispuesta la marina americana a sustituirla en la defensa de las Azores?
Roosevelt respondió que si, pero pidió que Salazar hiciese la petición concreta al gobierno americano.
El 10 de agosto era domingo. Los ingleses invitaron a la delegación americana a bordo del "Prince of Wales". Antes de comenzar la reunión se celebró en el puente de la gran nave un servicio religioso, en torno a un altar de campaña levantado bajo los potentes cañones del acorazado.
Las conversaciones entre las delegaciones sobre temas más específicamente militares se desenvolvieron bajo el signo de la franqueza. Se habló de la ayuda que los americanos estaban concediendo a los ingleses por el "Préstamo y Arriendo", y por parte británica se interesaron en que los proyectados y previsibles envíos americanos a la URSS no perjudicaran los abastecimientos a Inglaterra. Se habló también de la necesidad de proteger los convoyes y se estableció que los americanos tendrían cada vez mayor parte en la protección de la travesía del Atlántico, mientras que los ingleses se ocuparían a cambio, en los limites de lo posible, de los convoyes destinados a llegar a la URSS por la ruta ártica.
Se animó más la discusión cuando se profundizó en el tema de las perspectivas estratégicas. Según los ingleses, se debía apuntar hacia el bloqueo económico de la Europa hitleriana hasta dejarla privada de abastecimientos esenciales. En ese punto los aliados estarían en situación de reunir una flota aérea imponente y capaz de alcanzar, desde bases situadas en puntos estratégicos bien preparados, todo los ángulos del continente. Empezaría así una ofensiva aérea basada en incesantes bombardeos. En virtud de tal supremacía aérea, y mientras el Ejército Rojo presionara desde el este, serian suficientes pequeños contingentes acorazados para liberar a los diversos países.
Saludos cordiales
Churchill y Roosevelt definen las "4 libertades' que basarán la posguerra mundial. Procedente todo el artículo de la enciclopedia Sarpe
La necesidad de un encuentro personal con Roosevelt fue comprendida inmediatamente por el primer ministro inglés Winston Churchill al día siguiente del ataque alemán a la URSS. Los Estados Unidos hablan extendido a la Unión Soviética los beneficios de la ley de "Préstamo y Arriendo", y esto aconsejaba proceder a una serie de cambios en la estrategia global, tanto militar como política. Pero para alcanzarlo todo hacia falta un contacto directo. La apertura, por parte de los Estados Unidos, de créditos prácticamente ilimitados para utilizar en la defensa (este era el significado de la ley de "Préstamo y Arriendo") no había resuelto todos los problemas para Churchill, ya que aparecía siempre con mayor evidencia que los americanos pretendían discutir cada pedido de material estratégico, e incluso su destino. Se había llegado a manifestar un inquietante estado de ánimo de incomprensión y desconfianza.
Cuando Churchill propuso a Roosevelt una reunión, el presidente de los Estados Unidos repuso calurosamente coincidiendo en su oportunidad. Se trataba de fijar el lugar de la cita. Estaba fuera de discusión que el presidente americano, jefe de una nación neutral, se aventurase en Europa para reunirse con el primer ministro de Inglaterra. Parecía fuera de lugar también que el primer ministro inglés marchara a los Estados Unidos en un momento como aquél, ya que la visita habría asumido inmediatamente un significado inequívoco para los alemanes, los cuales tenían ya muchas razones que alegar sobre la singular "neutralidad" americana.
Se llegó rápidamente a un compromiso: Churchill iría al otro lado del Atlántico y recibirla al presidente Roosevelt a la altura de las costas canadienses. Una cita casi a medio camino.
La partida del primer ministro británico se hizo desde Scapa Flow, el 4 de agosto de 1941. El navío en que se embarcó fue el "Prince of Wales", el más moderno acorazado de la flota inglesa. Churchill alimentaba ya un vivo deseo de encontrarse con Rooseveit, con el que mantenía correspondencia desde hacia casi dos años, y al que se sentía llevado a tratar con creciente sentido de confianza y casi con familiaridad.
Escoltado por un grupo de destructores, el "Prince of Wales" salió a mar abierto aquella misma noche. A bordo Churchill tenia a mano al consejero del presidente Roosevelt, Harry Hopkins, que había llegado algunos días antes, de regreso de la visita a Stalin, y que los médicos habían bloqueado en Scapa Flow porque no estaba en condiciones de seguir el viaje. Hopkins estaba aquejado por una grave enfermedad, pero, sin embargo, era capaz de enorme cantidad de trabajo. No obstante, el viaje a Rusia lo había verdaderamente agotado. En cuanto Churchill pudo finalmente encontrarse con él, tuvo la sorpresa de encontrarlo restablecido en parte, y trabajando con los secretarios en la elaboración de los informes destinados al presidente. De primera mano, el primer ministro inglés recogió las impresiones que el "explorador" había sacado sobre la Unión Soviética y sobre Stalin. Churchill comprendió que la URSS era un aliado en el que se podía verdaderamente confiar, y que Stalin seria un hueso duro también para Hitler.
El tiempo pasó así velozmente en el acorazado que penetraba en el Atlántico en rumbo de zigzag para escapar a los submarinos alemanes. Churchill, que inicialmente había sido alojado en un gran camarote encima de las hélices, tuvo que ser trasladado al puente de mando porque las vibraciones, sumadas al mar agitado, no le dejaban dormir. Pasó el tiempo repasando con sus colaboradores los puntos del orden del día, paseando lo más posible a lo largo y a lo ancho del buque, leyendo placenteramente El capitán Hornblower, de Forester (que le habían regalado), y echando siestas reparadoras. Fueron como unas inesperadas vacaciones, como un crucero de verano, aunque privado de compañía femenina…
Menos agradables fueron aquellos días para los encargados de la seguridad del primer ministro y su séquito. El viaje se había mantenido rigurosamente secreto tanto en Inglaterra como en América, pero nadie podía estar seguro de que no llegara alguna indiscreción a oídos del enemigo. Se temía especialmente que los alemanes supieran de alguna manera que el "Prince of Wales" se había hecho a la mar y que decidieran mandar detrás un navío como el "Tirpitz". Esto planteaba si no convendría forzar lo más posible la marcha, y cuando se comprendió que para hacerlo seria necesario prescindir de la escolta, se prefirió seguir la ruta en solitario, dejando los destructores. Incluso el viceprimer ministro Clement Attlee, Lord del Sello Privado, que en ausencia de Churchill presidía el gobierno, pareció presa del pánico cuando se le planteó la posibilidad de que un diputado pudiera pedirle noticias sobre el primer ministro o sobre el "Prince of Wales". ¿Acaso se hablaba ya en los ambientes parlamentarios del inminente encuentro entre Churchill y Roosevelt. Llamado por Atlee, el primer ministro respondió en tono tranquilizante en un mensaje cifrado:
'No veo que pueda venir mucho daño de una indiscreción. Si se planteara una pregunta concreta (en la Cámara se debe rogar al interpelante que retire la petición. Si persistiese, deberá respondérsele: 'No puedo ocuparme de rumores incontrolados'. En cuanto al 'Tirpitz', creo que no seremos tan afortunados...".
Aparte de los golpes de ingenio, el peligro existía realmente. Por esta razón, por ejemplo, el presidente Roosevelt había tomado la precaución de camuflar su viaje anunciando que se tomaba unos cuantos días de reposo (además, era precisamente la época de vacaciones) a bordo del yate presidencial. Se había hecho ver cuándo partía en el "Potomac" por las costas de Connecticut y había bromeado con los periodistas anunciando que se sentía en forma e iba a hacer estragos en los peces a la altura de Massachusetts. Después, la noche del 4 bajó a una lancha y fue llevado a bordo del crucero "Augusta", mientras el "Potomac" continuaba su fingido crucero enarbolando en el palo más alto la flameante enseña presidencial.
El crucero "Augusta", protegido por numerosa escolta, había tomado rumbo norte y había echado el ancla en la bahía de Placentia, al sudeste de Terranova.
Al alba del 9 de agosto —era sábado— surgió de la niebla el "Prince of Wales", y Churchill, que en gran parte de la navegación había respetado el silencio de la radio, ordenó telegrafiar a Londres: "El primer ministro a Su Majestad el Rey: Me permito humildemente informarle de haber llegado sano y salvo. Veré al presidente por la mañana".
Las dos naves cambiaron las rituales señales de reconocimiento y los saludos tradicionales, mientras el acorazado inglés entraba en el amplio e impenetrable cerco de protección formado por los torpederos norteamericanos de escolta.
Cumplidas las formalidades, Churchill con su séquito fue llevado a bordo del "Augusta" donde los estaba esperando el presidente. Para subrayar la deferencia hacia el jefe del gobierno inglés, Roosevelt quiso recibirlo de pie, aunque esto obligara a su hijo Elliot a sostenerlo. Ambos se estrecharon la mano, escucharon en silencio los himnos nacionales, y luego Roosevelt volvió a su sitio en el sillón de ruedas al que lo encadenaba la poliomielitis. Churchill le ayudó a sentarse con amigable deferencia, y luego le entregó la carta personal del rey. Los dos estadistas fueron guiados hacia una sala de reuniones, y las conversaciones tuvieron comienzo.
Como primera cosa Rooseveit subrayó la oportunidad de que los dos países firmaran un documento en que se enumeraran los principios irrenunciables por los que se consideraba oportuno luchar. Esta declaración común se comunicaría al mundo junto con la noticia de la reunión, y no podía contener ningún compromiso supletorio porque Roosevelt no podía asumirlos; haber obtenido aprobación del Congreso, aunque debería contener alguna cosa verdaderamente concreta.
El presidente aclaró a Churchill su pensamiento y le entregó también un memorándum para que lo estudiase. En definitiva, el presidente parecía desear que la declaración común recalcase en cierto modo el mensaje que había presentado al Congreso el enero anterior, con ocasión del discurso con que había inaugurado su tercera administración. Churchill tomó nota y guardó el memorándum del presidente.
Entre los primeros temas en que se detuvieron los dos estadistas estaban las cuestiones de reciproco interés, y entre éstas la situación de relaciones con Japón. El imperio japonés era aliado del Tercer Reich y de Italia, y de sus orientaciones no parecía haber dudas, aunque por el momento parecía haber conseguido acertadamente quedar ajeno al conflicto. Con todo, varios indicios hacían temer que en Tokio se formasen decisiones dignas de la mayor atención. Había subido al poder la facción más dura de los militares, y era por tanto previsible que la situación hiciera crisis.
Sobre las intenciones agresivas del Japón, ni Churchill ni Roosevelt tenían la menor duda. Había sido suficiente la decisión japonesa de proceder a la ocupación de Indochina francesa para disipar toda duda. Estaba claro que los japoneses intentaban sustituir a las potencias coloniales europeas en toda la cuenca del Pacifico, e Inglaterra estaba evidentemente interesada en el desarrollo de esta situación. Era previsible que en caso de guerra el Japón ocuparía Hong Kong, Singapur y las colonias angioholandesas, alargándose peligrosamente hasta en dirección a Nueva Zelanda y Australia. Inglaterra no podía defender su imperio de Extremo Oriente y por eso tenia necesidad de la ayuda americana. Roosevelt respondió que si el Japón hubiera decidido entrar en guerra, habría sin duda tenido en cuenta que la potencia a derrotar era la americana. Porque los ingleses no habrían quedado solos. También a los americanos interesaba precisar desde ahora que difícilmente habrían podido combatir en defensa del imperio inglés. Este era un detalle en el que Roosevelt, así como sus consejeros, empezando por el secretario de Estado Sumner Welles, habían insistido con especial claridad desde el principio. La alianza angloamericana y la comunidad de intenciones que unía las dos potencias no podían cambiar la situación. Para muchos americanos Inglaterra seguía siendo una potencia colonial tan detestable como había sido detestada en la época de los padres fundadores y de la revolución. Los americanos podrían ser convencidos de luchar por la libertad de los pueblos y por un mundo mejor, pero no de morir por el imperio de Su Majestad.
Churchill dejó pasar este discurso, que por lo demás iba formulado en tono bastante velado, sin detenerse en ninguna objeción, aunque tuviese guardadas algunas reservándose volver a ello en el momento oportuno. Por el momento le convenía obtener de Roosevelt una declaración que sirviese de disuasor.
¿No podrían declarar los Estados Unidos que en la eventualidad de un conflicto anglojaponés se colocarían al lado de Inglaterra? Los americanos sacudieron la cabeza. El presidente no tenía autoridad ni autonomía para ligar el país a un pacto que en realidad podría llevarlo automáticamente a la guerra. Además, una declaración de este tipo habría dado óptimos argumentos a la opinión pública aislacionista en los Estados Unidos. Todo esto aclaró a Churchill, de modo irrevocable, los límites de la alianza que había ido a lograr. Los americanos rechazaban una alianza de tipo militar e incluso de tipo defensivo.
Otro de los temas contemplados se refería a la eventualidad de que Hitler procediese, con una de sus acostumbradas operaciones fulminantes, a la conquista de España y de Portugal. Tal eventualidad preocupaba no poco a Gran Bretaña, porque este movimiento habria puesto en manos de Hitler la base aeronaval de Gibraltar y habría dado a los alemanes la posibilidad de amenazar más eficazmente las rutas atlánticas.
Era éste otro argumento de interés común, desde el momento en que los convoyes que transportaban mercancías americanas a Inglaterra estaban cada vez más protegidos por unidades navales de Estados Unidos.
El gobierno de Londres se había puesto de acuerdo con el portugués de Salazar para concretar los movimientos destinados a enfrentarse ante tal crisis. Si los alemanes hubieran ocupado Portugal, Salazar y su gobierno se habrían refugiado en las Azores, y habrían asegurado allí la continuidad constitucional bajo protección de la flota inglesa. En la eventualidad de que la flota británica no estuviese en disposición de asegurar esta protección a su aliado, preguntaba Churchill, ¿estaría dispuesta la marina americana a sustituirla en la defensa de las Azores?
Roosevelt respondió que si, pero pidió que Salazar hiciese la petición concreta al gobierno americano.
El 10 de agosto era domingo. Los ingleses invitaron a la delegación americana a bordo del "Prince of Wales". Antes de comenzar la reunión se celebró en el puente de la gran nave un servicio religioso, en torno a un altar de campaña levantado bajo los potentes cañones del acorazado.
Las conversaciones entre las delegaciones sobre temas más específicamente militares se desenvolvieron bajo el signo de la franqueza. Se habló de la ayuda que los americanos estaban concediendo a los ingleses por el "Préstamo y Arriendo", y por parte británica se interesaron en que los proyectados y previsibles envíos americanos a la URSS no perjudicaran los abastecimientos a Inglaterra. Se habló también de la necesidad de proteger los convoyes y se estableció que los americanos tendrían cada vez mayor parte en la protección de la travesía del Atlántico, mientras que los ingleses se ocuparían a cambio, en los limites de lo posible, de los convoyes destinados a llegar a la URSS por la ruta ártica.
Se animó más la discusión cuando se profundizó en el tema de las perspectivas estratégicas. Según los ingleses, se debía apuntar hacia el bloqueo económico de la Europa hitleriana hasta dejarla privada de abastecimientos esenciales. En ese punto los aliados estarían en situación de reunir una flota aérea imponente y capaz de alcanzar, desde bases situadas en puntos estratégicos bien preparados, todo los ángulos del continente. Empezaría así una ofensiva aérea basada en incesantes bombardeos. En virtud de tal supremacía aérea, y mientras el Ejército Rojo presionara desde el este, serian suficientes pequeños contingentes acorazados para liberar a los diversos países.
Saludos cordiales