Publicado: Vie Ene 25, 2008 1:47 pm
¡Hola a todos!
En este inciso que estamos realizando a la exposición del texto de Shindler, y precisamente por causa de la introducción que nos ha facilitado, de la que hemos subrayado algunos errores históricos, quiero llamar la atención sobre un presupuesto que, a mi juicio, es clave en todo este tema de la psique de Hitler.
Será un craso error, en mi opinión, asumir que los posibles trastornos de la personalidad de Hitler hayan tenido influencia decisiva alguna en sus decisiones de estado durante el tiempo de su liderazgo del Tercer Reich. Quienes busquen una explicación de todo el horror que supuso Hitler y el Tercer Reich en la “mente enfermiza” de Adolf Hitler acabarán sin comprender nada de la historia política, social, cultural y económica de la Alemania de la primera mitad del siglo XX y, por extensión, de la Europa del mismo periodo.
El compañero vikingo ha citado, a través de la reseña que nos facilitó, la obra del Dr. Redlich, Hitler: Diagnosis of a Destructive Prophet. Redlich remató la exposición de su libro con un epílogo muy ilustrativo e inteligente, donde utiliza a su mujer para dar un “diagnóstico” de Hitler en base a toda su exposición anterior. En efecto, Redlich escribe que su mujer Herta le preguntó una vez qué tipo de persona era Hitler y qué lo había hecho ser como era, a lo que Redlich, intentando salir por la tangente, contestó que era una cuestión imposible de responder en una breve declaración. Alegó que Hitler confundía deliberadamente a la gente sobre sí mismo y sus motivaciones, que unas veces mentía y otras simplemente decía la verdad, y que a menudo no tenía claro lo que iba a hacer.
Pero la mujer no cejó en su actitud y le pidió que le explicara en unas pocas frases los rasgos esenciales de Hitler. Así que Redlich no tuvo más remedio que complacer a su esposa y señaló que Hitler era un hombre dotado de una notable inteligencia con un gran bagaje de conocimientos, aunque la mayoría de ese bagaje, y en áreas fundamentales, sólo era semi-conocimiento. El eje de su Weltanschauung venía dado por su darwinismo social y su antisemitismo; era un fanático, pero al mismo tiempo y a menudo era ambivalente y defensivo. De su actitud defensiva y especialmente de sus proyecciones, dice Redlich, podía extraerse material con el que llenar un manual de psiquiatría. Estaba aferrado a una creencia paranoica de una conspiración judía mundial contra Alemania, y cuando sus programas políticos y militares fracasaron, se mostró inflexible y extremadamente vengativo. Su destructividad excedió con mucho su programa constructivo, lo que lo convirtió en uno de los más grandes criminales del mundo. Redlich sigue hablando sobre Hitler y sus ambiciones para concluir con una sentencia muy esclarecedora para lo que se trata en este topic, y que traduzco literalmente:
[Describí las complejas enfermedades somáticas y psicosomáticas moderadamente graves durante los últimos años de la vida de Hitler y concluí que no tuvieron ningún impacto decisivo sobre sus acciones políticas o militares, excepto en tanto en cuanto aceleraron sus operaciones debido a su temor de que no tuviera tiempo suficiente. Con toda probabilidad Hitler abusó de las anfetaminas, pero no era adicto a ellas, como su gran antagonista, Sigmund Freud, que usó cocaína durante algún tiempo pero no se convirtió en un adicto. No se puede citar ninguna evidencia sólida que indique que el abuso de anfetaminas de Hitler causara sus crímenes, aunque puede haber jugado un papel rebajando sus inhibiciones y cuando cometió tan graves errores, como declarar la guerra a los Estados Unidos. No existe una prueba final para esta suposición] Fritz Redlich, Hitler: Diagnosis of a Destructive Prophet (New York: Oxford University Press, 2000), p. 341
Redlich remata su epílogo con la interrupción de su mujer, que le pregunta: “¿Estaba mentalmente enfermo?”, a lo que el doctor responde: “En una manera, sí estaba”. “¿Y cuál era la diagnosis?”, le preguntó la esposa. “Farfullé algo como paranoia política”, respondió Redlich. Ante esto la mujer se sentó tranquila y pensativamente, y luego dijo: “Er war ein schlechter Mensch” (Era una persona malvada). (p. 341).
Que Hitler era una persona malvada es una conclusión que pocos discutirán, aunque yo quiero precisar que la maldad, en el caso de Hitler, no viene determinada por los crímenes horrorosos que cometió u ordenó cometer. Los crímenes fueron la consecuencia última y atroz de su maldad. Y quizás tampoco sea maldad la palabra más apropiada, pues en el caso de Hitler y otros personajes similares, lo que determina sus pensamientos y acciones no es la maldad en sí, sino la carencia de unos valores morales que son comunes a la mayoría de los mortales. Esos personajes carecen del mecanismo inhibidor que poseemos la mayoría de nosotros, ese mecanismo que nos impide cometer actos contrarios a nuestro principios morales y, en última instancia, nos reprime de cometer actos criminales.
Tomemos el caso tan manido del antisemitismo en Hitler y el menos explicado del antisemitismo en la sociedad alemana. Ese sentimiento negativo era bastante común en la Europa del primer tercio del siglo XX, y particularmente en la Europa central, con especial notoriedad en Austria. Pero no dejaba de ser un prejuicio. La mayoría de las personas con este tipo de prejuicios, antes y ahora, no traspasa jamás el umbral que separa el pensamiento negativo, el desdén e incluso el insulto o la ofensa física contra los judíos. Incluso entre los radicales hay algo en ellos que los inhibe de ir más lejos de lo anteriormente citado. Ese algo quizás sea lo que les resta de moral o incluso el temor a las leyes, cuando las hay. Sólo los que carecen de moral son capaces de llegar al crimen. Y Hitler fue ante todo, a mi juicio, no un inmoral, sino un amoral. No tenía mecanismo inhibidor alguno que lo reprimiera de llevar su política racial hasta las últimas consecuencias, esto es, hasta el crimen masivo. Naturalmente, esta política infame resultaría imposible en su desarrollo y ejecución si Hitler no contara con la colaboración y obediencia de un buen número de líderes de su partido, y, por supuesto, de las especiales circunstancias político-propagandísticas (además de históricas, económicas, sociales y culturales) a las que estuvo sometida una gran parte de la sociedad alemana.
Lo que diferenciaba a Hitler y sus más estrechos colaboradores antisemitas de la parte de la sociedad alemana que era antisemita era precisamente la diferencia que existe entre el antisemitismo como prejuicio social y el antisemitismo como armazón ideológico y objetivo primordial político. La sociedad alemana antisemita, como cualquier otra sociedad antes y ahora que padezca prejuicios raciales y/o sociales, podía seguir conviviendo perfectamente con los judíos alemanes (como de hecho lo hizo durante todo el siglo XIX y parte del XX), pero Hitler y sus antisemitas, los nazis, estaban determinados a erradicar de Alemania la cuestión judía para siempre, primero mediante una legislación anti-judía, luego mediante la emigración cuasi-forzosa y la deportación, después mediante los campos de concentración y, finalmente, mediante el exterminio masivo, no sólo de los judíos alemanes sino de los judíos de Europa.
Hoy, visto desde la retrospectiva histórica, toda esa política monstruosa nos parece que ya era algo evidente en el Tercer Reich de preguerra. Pero entonces, salvando a quienes tenían una lúcida perspectiva general de la situación (que eran los menos), la mayor parte de la sociedad alemana era incapaz de imaginar que la política antisemita de Hitler y sus nazis iba a desembocar finalmente en el Holocausto de la guerra.
Sin embargo, el “mal” ya se había asentado en su trono mucho tiempo antes de que ocurrieran esos crímenes atroces. Comenzó a ejercer su reinado cuando una pandilla de amorales se hizo cargo del gobierno de la nación y llevó a cabo, utilizando todos los resortes del terror que brinda el poder totalitario, una perversión sistemática del estado, de sus instituciones, de los medios de comunicación y, a través de estos canales e instituciones, de la moral pública y/o la ética ciudadana.
Todo ello no fue el resultado de una mente enferma o de un orate; ni siquiera semejante prostitución de un estado de derecho, como lo era el alemán, se vio influenciada por los trastornos de la personalidad de Hitler. Esas “enfermedades” pueden servir para comprender al individuo Hitler, pero no para explicar al Führer del Tercer Reich.
Saludos cordiales
José Luis
En este inciso que estamos realizando a la exposición del texto de Shindler, y precisamente por causa de la introducción que nos ha facilitado, de la que hemos subrayado algunos errores históricos, quiero llamar la atención sobre un presupuesto que, a mi juicio, es clave en todo este tema de la psique de Hitler.
Será un craso error, en mi opinión, asumir que los posibles trastornos de la personalidad de Hitler hayan tenido influencia decisiva alguna en sus decisiones de estado durante el tiempo de su liderazgo del Tercer Reich. Quienes busquen una explicación de todo el horror que supuso Hitler y el Tercer Reich en la “mente enfermiza” de Adolf Hitler acabarán sin comprender nada de la historia política, social, cultural y económica de la Alemania de la primera mitad del siglo XX y, por extensión, de la Europa del mismo periodo.
El compañero vikingo ha citado, a través de la reseña que nos facilitó, la obra del Dr. Redlich, Hitler: Diagnosis of a Destructive Prophet. Redlich remató la exposición de su libro con un epílogo muy ilustrativo e inteligente, donde utiliza a su mujer para dar un “diagnóstico” de Hitler en base a toda su exposición anterior. En efecto, Redlich escribe que su mujer Herta le preguntó una vez qué tipo de persona era Hitler y qué lo había hecho ser como era, a lo que Redlich, intentando salir por la tangente, contestó que era una cuestión imposible de responder en una breve declaración. Alegó que Hitler confundía deliberadamente a la gente sobre sí mismo y sus motivaciones, que unas veces mentía y otras simplemente decía la verdad, y que a menudo no tenía claro lo que iba a hacer.
Pero la mujer no cejó en su actitud y le pidió que le explicara en unas pocas frases los rasgos esenciales de Hitler. Así que Redlich no tuvo más remedio que complacer a su esposa y señaló que Hitler era un hombre dotado de una notable inteligencia con un gran bagaje de conocimientos, aunque la mayoría de ese bagaje, y en áreas fundamentales, sólo era semi-conocimiento. El eje de su Weltanschauung venía dado por su darwinismo social y su antisemitismo; era un fanático, pero al mismo tiempo y a menudo era ambivalente y defensivo. De su actitud defensiva y especialmente de sus proyecciones, dice Redlich, podía extraerse material con el que llenar un manual de psiquiatría. Estaba aferrado a una creencia paranoica de una conspiración judía mundial contra Alemania, y cuando sus programas políticos y militares fracasaron, se mostró inflexible y extremadamente vengativo. Su destructividad excedió con mucho su programa constructivo, lo que lo convirtió en uno de los más grandes criminales del mundo. Redlich sigue hablando sobre Hitler y sus ambiciones para concluir con una sentencia muy esclarecedora para lo que se trata en este topic, y que traduzco literalmente:
[Describí las complejas enfermedades somáticas y psicosomáticas moderadamente graves durante los últimos años de la vida de Hitler y concluí que no tuvieron ningún impacto decisivo sobre sus acciones políticas o militares, excepto en tanto en cuanto aceleraron sus operaciones debido a su temor de que no tuviera tiempo suficiente. Con toda probabilidad Hitler abusó de las anfetaminas, pero no era adicto a ellas, como su gran antagonista, Sigmund Freud, que usó cocaína durante algún tiempo pero no se convirtió en un adicto. No se puede citar ninguna evidencia sólida que indique que el abuso de anfetaminas de Hitler causara sus crímenes, aunque puede haber jugado un papel rebajando sus inhibiciones y cuando cometió tan graves errores, como declarar la guerra a los Estados Unidos. No existe una prueba final para esta suposición] Fritz Redlich, Hitler: Diagnosis of a Destructive Prophet (New York: Oxford University Press, 2000), p. 341
Redlich remata su epílogo con la interrupción de su mujer, que le pregunta: “¿Estaba mentalmente enfermo?”, a lo que el doctor responde: “En una manera, sí estaba”. “¿Y cuál era la diagnosis?”, le preguntó la esposa. “Farfullé algo como paranoia política”, respondió Redlich. Ante esto la mujer se sentó tranquila y pensativamente, y luego dijo: “Er war ein schlechter Mensch” (Era una persona malvada). (p. 341).
Que Hitler era una persona malvada es una conclusión que pocos discutirán, aunque yo quiero precisar que la maldad, en el caso de Hitler, no viene determinada por los crímenes horrorosos que cometió u ordenó cometer. Los crímenes fueron la consecuencia última y atroz de su maldad. Y quizás tampoco sea maldad la palabra más apropiada, pues en el caso de Hitler y otros personajes similares, lo que determina sus pensamientos y acciones no es la maldad en sí, sino la carencia de unos valores morales que son comunes a la mayoría de los mortales. Esos personajes carecen del mecanismo inhibidor que poseemos la mayoría de nosotros, ese mecanismo que nos impide cometer actos contrarios a nuestro principios morales y, en última instancia, nos reprime de cometer actos criminales.
Tomemos el caso tan manido del antisemitismo en Hitler y el menos explicado del antisemitismo en la sociedad alemana. Ese sentimiento negativo era bastante común en la Europa del primer tercio del siglo XX, y particularmente en la Europa central, con especial notoriedad en Austria. Pero no dejaba de ser un prejuicio. La mayoría de las personas con este tipo de prejuicios, antes y ahora, no traspasa jamás el umbral que separa el pensamiento negativo, el desdén e incluso el insulto o la ofensa física contra los judíos. Incluso entre los radicales hay algo en ellos que los inhibe de ir más lejos de lo anteriormente citado. Ese algo quizás sea lo que les resta de moral o incluso el temor a las leyes, cuando las hay. Sólo los que carecen de moral son capaces de llegar al crimen. Y Hitler fue ante todo, a mi juicio, no un inmoral, sino un amoral. No tenía mecanismo inhibidor alguno que lo reprimiera de llevar su política racial hasta las últimas consecuencias, esto es, hasta el crimen masivo. Naturalmente, esta política infame resultaría imposible en su desarrollo y ejecución si Hitler no contara con la colaboración y obediencia de un buen número de líderes de su partido, y, por supuesto, de las especiales circunstancias político-propagandísticas (además de históricas, económicas, sociales y culturales) a las que estuvo sometida una gran parte de la sociedad alemana.
Lo que diferenciaba a Hitler y sus más estrechos colaboradores antisemitas de la parte de la sociedad alemana que era antisemita era precisamente la diferencia que existe entre el antisemitismo como prejuicio social y el antisemitismo como armazón ideológico y objetivo primordial político. La sociedad alemana antisemita, como cualquier otra sociedad antes y ahora que padezca prejuicios raciales y/o sociales, podía seguir conviviendo perfectamente con los judíos alemanes (como de hecho lo hizo durante todo el siglo XIX y parte del XX), pero Hitler y sus antisemitas, los nazis, estaban determinados a erradicar de Alemania la cuestión judía para siempre, primero mediante una legislación anti-judía, luego mediante la emigración cuasi-forzosa y la deportación, después mediante los campos de concentración y, finalmente, mediante el exterminio masivo, no sólo de los judíos alemanes sino de los judíos de Europa.
Hoy, visto desde la retrospectiva histórica, toda esa política monstruosa nos parece que ya era algo evidente en el Tercer Reich de preguerra. Pero entonces, salvando a quienes tenían una lúcida perspectiva general de la situación (que eran los menos), la mayor parte de la sociedad alemana era incapaz de imaginar que la política antisemita de Hitler y sus nazis iba a desembocar finalmente en el Holocausto de la guerra.
Sin embargo, el “mal” ya se había asentado en su trono mucho tiempo antes de que ocurrieran esos crímenes atroces. Comenzó a ejercer su reinado cuando una pandilla de amorales se hizo cargo del gobierno de la nación y llevó a cabo, utilizando todos los resortes del terror que brinda el poder totalitario, una perversión sistemática del estado, de sus instituciones, de los medios de comunicación y, a través de estos canales e instituciones, de la moral pública y/o la ética ciudadana.
Todo ello no fue el resultado de una mente enferma o de un orate; ni siquiera semejante prostitución de un estado de derecho, como lo era el alemán, se vio influenciada por los trastornos de la personalidad de Hitler. Esas “enfermedades” pueden servir para comprender al individuo Hitler, pero no para explicar al Führer del Tercer Reich.
Saludos cordiales
José Luis