Mensaje
por Erich Hartmann » Vie Ago 15, 2008 7:03 pm
La lectura de la sentencia
Terminado el proceso el 31 de julio, con las conclusiones de Servatius, el tribunal aplaza la sentencia y vuelve al cabo de cuatro meses, en la mañana del 11 de diciembre. El primero en entrar en la sala de la "Beth Ha'am" es el acusado. Faltan pocos minutos para las nueve, cuando se le ve aparecer dentro de la cabina de vidrio. Eichmann viste el mismo traje negro y la misma corbata de las primeras sesiones. Sin volverse hacia el público, aparta una pequeña carpeta, formada por dos piezas de cartón, en la que guarda apuntes y documentos, aleja los soportes de los dos micrófonos, saca del bolsillo un pañuelo para limpiar un primer par de gafas que después coloca sobre la mesa de escribir; se quita las que lleva, las limpia y se las pone de nuevo. Finalmente, tomando la silla más próxima a la mesa, se sienta.
Al mismo tiempo, entra el tribunal y el presidente Landau se dirige al acusado diciéndole que se ponga de pie. Eichmann no se mueve y, por un instante, hay un movimiento de sorpresa en la sala: el hecho es debido al intérprete, que no ha traducido en seguida al alemán la orden del presidente. Pero apenas lo hace, Eichmann reacciona casi poniéndose "Firmes".
Presidente: "Adolf Karl Eichmann, el tribunal le considera culpable de delitos contra el pueblo judío, contra la humanidad y de haber pertenecido a asociaciones criminales. Ahora puede sentarse y escuchar nuestros considerandos".
Decenas y decenas de periodistas salen rápidamente de la sala para telefonear o telegrafiar a sus periódicos, ya que, aunque la sentencia no ha sido leída todavía, es evidente que Eichmann será condenado a muerte, puesto que al menos una de las acusaciones de las que ha sido considerado responsable ("delitos contra la humanidad") entra en los puntos del 1 al 12 que preven la condena capital. En la lectura de los larguísimos considerandos, en los que se alternan los jueces Halevi y Raveh, se emplea todo el día, mientras Eichmann escucha impertérrito con una sombra de fría complacencia en el rostro.
La petición de la pena de muerte es presentada por el fiscal general en la sesión del 13 de diciembre.
Hausner examina, a la luz de las leyes de Israel, la deposición del acusado y aclara que él no puede reclamar ni obtener ningún atenuante (el fiscal general lee su informe y, de vez en cuando, la emoción parece adueñarse de él: mantiene las manos apretadas en la espalda y mira fijamente delante de él, sin mover nunca la cabeza). "Eichmann -exclama Hausner— no puede pedir que la sociedad le trate según los principios normalmente válidos entre el hombre y sus semejantes. Eichmann nació hombre, pero vivió como una fiera en la jungla. Colaboró en delitos espantosos que han borrado de su rostro todo aspecto humano".
En este tono, el fiscal general habla durante más de una hora, extendiéndose en el pasado doloroso, declarando que la pena de muerte resulta casi poca cosa frente a los delitos cometidos, y alargando, incluso, la mirada sobre el porvenir. Efectivamente, aquél dice que la mentira y el odio están arrastrando todavía a la superficie a hombres que, por cálculo, quieren volver a encender de nuevo el fuego del odio racial: "El enemigo del género humano está aquí delante de ustedes —concluye Hausner—. Yo les pido que firmen para él la pena capital".
La palabra pasa a Servatius. El abogado —de mediana estatura, de cabellos blancos y con las mejillas encendidas— comienza por rebatir la acusación pública, diciendo que también en este caso ("más bien, precisamente en este caso") las atenuantes son aplicables, porque los jueces tienen bajo mano no un hombre sino un objeto que "en los años de los delitos no podía controlar ya su voluntad y sus sentimientos". Una y otros habían sido abolidos "por cierto concepto de la vida y del poder". En aquellos años, Eichmann vivía en una hipnosis que sólo se puede comprender si se tiene en cuenta la hipnosis que aprisionaba a un pueblo entero. El secreto de esta sugestión pasiva estaba encerrado en una teoría que presentaba todo bajo la luz de razones históricas inspiradas por la Divina Providencia. Hoy, este pueblo, que es responsable frente a la historia, quiere defender el régimen democrático. Se quiere separar a los acusados de la sociedad, esperando limpiarse así más fácilmente. Y alzando apenas los ojos sobre Eichmann, el defensor dice: "Aquí tenemos solamente una víctima expiatoria, y es él quien fue elegido para ser juzgado y castigado".
No contento con este primer ataque, Servatius pone de manifiesto otro punto de vista suyo, y dice claramente que todo cuanto se ha discutido durante el debate atañe a grupos de personas que actuaban en Alemania, y que nadie puede considerarse al abrigo, nadie puede sentirse seguro, si estos grupos tuviesen que volverse a presentar otra vez en cualquier parte del mundo. La lección que debería salir de este proceso no debe dirigirse a un hombre solamente, sino elevarse a una esfera más alta y generosa. Finalmente, Servatius dice que el tribunal ha reconocido al acusado culpable y que será castigado según la ley israelí. Pero, en Alemania, el fiscal general que se ocupa de los delitos contra la humanidad sostiene que debería juzgar a Eichmann su tribunal, no el de Jerusalén, y que, de cualquier modo, los jueces de hoy deberían sentirse ligados moralmente a no infligir una pena superior a la que el acusado tendría si fuese juzgado en Alemania. Hay un instante de silencio en la sala. Servatius calla.
Presidente: "¿Ha terminado usted ya?"
Servatius (seco): "Si, mi discurso ha terminado ya".
Un nuevo momento de silencio. El presidente echa una mirada al reloj eléctrico de la sala. Son las 16,30. Después se dirige al acusado: "Adolf Karl Eichmann, ha escuchado lo que han dicho la acusación publica y el abogado defensor. ¿Quiere añadir algo?".
Eichmann (lavantándose lentamente): "Sí, quisiera decir solamente unas palabras...".
El acusado toma de la mesa la carpeta de cartón, la abre y lee algunos folios, que, evidentemente, le han sido preparados por Servatius.
Eichmann: "He escuchado la grave condena pedida al tribunal y no la puedo admitir. He perdido fe en la justicia. He sido involucrado en hechos trágicos que no dependieron de mi voluntad. Estos actos fueron perpetados por mis superiores y ellos son responsables. Hice intentos para sustraerme a los deberes de mi oficina, pero no hallé el modo de ser exonerado de ellos. Mis únicas responsabilidades dependen del juramento a la bandera y del servicio militar".
Con estas afirmaciones parecía que Eichmann recurría a una cumplida y retórica autodefensa. En cambio, cuando vuelve a hablar tras un instante de pausa, dice: 'No perseguí a los judíos por odio personal, sino que fue mi Gobierno quien los persignó. Yo acuso al régimen nazi de estos monstruosos crímenes. Aquel régimen se sirvió de mi obediencia, ¡por esto me encuentro aquí!". A estas palabras, los tres jueces —Landau, Halevi y Raveh— vuelven las miradas simultáneamente sobre Eichmann, como si lo descubriesen por primera vez: efectivamente, resuena en la sala una condena clara y total del "terror del mundo" precisamente por parte del acusado. Encaminándose hacia la conclusión de su breve intervención, Eichmann dice aún: "Los principios según los cuales he tratado de orientar mi vida y que me fueron dados desde mis primeros años, eran dirigidos y aspiraban solamente a valores morales. Pero, en cierto momento, el Estado me impidió vivir según mis conceptos éticos. Desde entonces, me he visto obligado a doblegarme ante valores contrarios a los que deseaba servir y me eran dictados por el Estado".
Con calma, Eichmann hace una vaga alusión al recurso que presentará contra la sentencia y que le servirá para hacer luz sobre muchos episodios distorsionados por testigos no sinceros durante el presente debate: "Soy la víctima, también, de una situación falsa. Me capturaron en Argentina y me trajeron en un avión por la fuerza, y heme aquí. Los nazis, por un designio misterioso, pusieron sobre mis espaldas responsabilidades enormes, que no tengo. La prensa ha hecho eco a semejantes acusaciones. Ahora doy las gracias a mi defensor y, soportando el peso de errores cometidos por otros, estoy dispuesto a aceptar lo que el destino ha decidido". Y concluye: "Si dependiese de mí, ahora pediría perdón por mi propia iniciativa al pueblo Judío y reconocería que la vergüenza me domina ante el pensamiento de todo lo que se hizo contra las victimas".
Y, al día siguiente, 15 de diciembre de 1961, en la sesión 121, Eichmann es condenado a muerte. El acusado entra en su cabina de vidrio a las nueve en punto, pero el tribunal se retrasa un cuarto de hora. La sala de la "Casa del Pueblo" está abarrotada: más de mil personas han logrado conseguir un pase de entrada, pero un agente de policía le quita a un joven una máquina fotográfica que tenía consigo. Platea y galerías están llenas: muchísimos diplomáticos, otro centenar de periodistas extranjeros (que eleva el total de los invitados a 610), y todos los componentes de la oficina "06" que han trabajado en preparar el expediente contra Eichmann. No se oye ningún ruido, todos dominan la impaciencia. Así pasan los minutos; junto a la puerta lateral, el ujier está listo para exclamar como de costumbre: "¡El tribunal!"; el acusado está sentado a la mesa, pálido, con la cabeza inclinada, se pasa la lengua continuamente sobre los labios y traga saliva.
A las 9,18, aparece el tribunal. Todo el público se pone de pie. El primero en ocupar su lugar en el estrado es Halevi; después, Landau y, finalmente, Raveh, los cuales se sientan con gran dignidad y el presidente hace señal a los demás —acusado, abogados y público— para que se sienten (después se sabrá que el retraso hay que atribuirlo a un último escrúpulo que ha impulsado al tribunal a corregir en algunos puntos la formulación de la sentencia. Sin embargo, el veredicto ha sido unánime: de lo contrario. el presidente, al leer la parte dispositiva, debería dar noticia de ello, según el procedimiento israelí).
Adolf Eichmann, antes de sentarse, toma los auriculares que le transmiten simultáneamente la versión alemana de todo lo que se dice en la sala, y se los ajusta con calma. Pero es un instante. En seguida se oye la voz del presidente Landau, mantenida intencionadamente en un tono uniforme que anuncia: "Abro la sesión 121 de este proceso. El tribunal dictará la sentencia". Volviendo la mirada hacia Eichmann, añade: "Levántese el acusado". Adolf Eichmann se pone de pie, con el pecho hacia fuera, derecho, tieso como un poste. Silencio durante dos o tres segundos. Las miradas de los jueces Raveh y Halevi están sobre el acusado. Y Landau comienza a leer. Tras una breve exposición precisa de carácter jurídico, con referencias a algunos artículos del código penal y a la ley especial sobre delitos de los nazis y de sus colaboradores —para precisar en qué casos la pena de muerte es facultativa u obligatoria—. Landau dice: "La única duda que sobre este punto subsiste en nuestro ánimo es la sugerida por el articulo 11 de la ley especial. Es un artículo que difícilmente se concilia con la intención de abolir el carácter imperativo de la pena de muerte dentro del marco de la ley que hemos citado. Esta duda no es bastante para imponer una interpretación favorable al acusado y. por esta razón, estamos dispuestos a admitir que la aplicación de la pena se deja a nuestro juicio".
El presidente Landau hace otra pausa. Parece dar tiempo para tomar acta de tal decisión, que ha sido tomada razonablemente, superando las últimas dudas jurídicas. Y la lectura, alzando el tono, resonando y resumiendo los pensamientos que dominan el ánimo de todos, prosigue: "Profundamente penetrados del sentido de responsabilidad, hemos considerado la pena que el acusado se merece y en fin de cuentas, hemos resuelto —para castigarlo y como escarmiento— infligirle la máxima prevista por la ley".
Son las 9,24. Eichmann sigue impasible, firme, rígido. El ayudante de Servatius tiene un ligero golpe de tos y se mueve en su silla. El presidente aparta un folio y prosigue la lectura. Tras un rápido examen de la materia sometida al juicio del tribunal, la sentencia vuelve al tema de la responsabilidad compartida entre quien dicta órdenes, las realiza o las manda realizar. El muro protector de la obediencia, tantas veces invocado por Eichmann y por su defensa, es derribado de modo definitivo. "En realidad —afirma la sentencia—, cada tren cargado con mil seres humanos dirigido a Auschwitz o a otro campo de exterminio representa su participación directa en mil asesinatos".
Hay otra pausa. Landau vuelve el folio que tiene delante de él, levanta un instante los ojos, y prosigue: "Ahora, hemos comprobado que el acusado suscribía plenamente las órdenes que recibia, y, a nuestros ojos, no importa saber cómo cambió su corazón y ni siquiera si este cambio fue el fruto de la doctrina que le fue inculcada por un partido, como sostiene su defensor". Después, con voz solemne, dice: "El tribunal condena a Adolf Eichmann a la pena de muerte por los delitos contra el pueblo judío, contra la humanidad y por crímenes de guerra".
En la sala no se mueve nadie. Transcurren unos pocos instantes de silencio. Ahora el presidente parece hablar sin leer ya y advierte al acusado que puede interponer una apelación y que la debe presentar en la secretaria en un plazo de diez días. Siguen otros instantes de silencio. Después, dirigiéndose al abogado Servatius, que se pone de pie en seguida, el presidente le advierte que, si considera demasiado breve el espacio de tiempo para formular la apelación y motivarla, puede dirigirse al Tribunal Supremo y obtener una dilación. El abogado Servatius responde: "Le agradezco estas informaciones y meditaré sobre lo que me convenga hacer".
Los jueces se levantan. Primero. Raveh; después. Landau: y, finalmente, Halevi salen de la sala. Inmediatamente, Adolf Eichmann sale de la cabina, desaparece tras la puerta y apenas se vislumbra un gesto suyo; levanta el pañuelo y se lo pasa por los labios. Adolf Eichmann, tras un inútil recurso presentado por su defensor, subirá a la horca a las 23 horas del 31 de mayo de 1962.
Saludos cordiales