El secreto del barón Freytag-Loringhoven

El genocidio nazi contra los judíos

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Erich Hartmann
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El secreto del barón Freytag-Loringhoven

Mensaje por Erich Hartmann » Dom Nov 02, 2008 2:31 pm

CAPÍTULO XI
EL ANCIANO BARÓN NO PODÍA OLVIDAR


Cronológicamente, la historia del barón Evert von Freytag-Loringhoven empieza un día del verano de 1963 en un tren que se dirigía a Berlín. Pero su verdadero comienzo se remontaría hasta una mañana, a principios de la primavera de 1943, en que dos miembros de la Resistencia polaca hicieron llegar a escondidas un muchacho judío de quince años, a mi barracón de madera, estando yo trabajando en las Obras de Reparación del Ferrocarril del Este en Lwów.

Recuerdo muy bien el aspecto de Olek cuando le vi por primera vez. Parecía terriblemente asustado; sus ojos azules estaban desorbitados de terror. Era pelirrojo, de labios delgados y piel amarillenta. Los polacos me dijeron que Olek había pasado las últimas semanas escondido en un oscuro sótano, y, por primera vez, aquel día volvía a ver el sol. Era el único superviviente de toda la población judía de Chodorow, Galitzia, arrasada por los nazis. Tres mil hombres, mujeres y niños, habían sido asesinados y sólo Olek quedaba con vida porque un vecino cristiano le había salvado escondiéndole en su sótano, debajo de un montón de carbón. Ahora, como la Gestapo andaba registrando todas las casas otra vez, el vecino en cuestión entregó el niño a los de la Resistencia; ellos le dieron papeles falsos que lo hacían pasar por un niño polaco cristiano, y le dijeron que más no podían hacer. Así, que tuve a Olek unos días en mi barracón, y hablé al director de una empresa de construcciones que trabajaba para las Obras de Reparación, explicándole que Olek era un muchacho polaco que había perdido a sus padres. El director estuvo de acuerdo en tomar a Olek como aprendiz, dejar que comiera en la cantina y tuviera donde dormir. Pero antes de que Olek se marchara de mi barracón le expliqué con toda claridad que tenía que andarse con mucho cuidado si quería conservar la vida.

No tienes que decirle a nadie que eres judío —le advertí—. A nadie.

¿Ni siquiera a otro judio? —me preguntó.

No, ni siquiera a otro judío, ni hagas amistad con los demás prisioneros judíos que trabajan en las obras del ferrocarril. ¿Me lo prometes?

Olek sobrevivió a la guerra. Le volví a ver en 1946 en Linz, cuando recién llegado de Polonia aguardaba el transporte ilegal que había de llevarle a Palestina. Tres años después, cuando por primera vez visité Israel, me enteré de que Olek se había unido el kibbutz* del antiguo ghetto de combatientes de Varsovia, situado a unos treinta kiómetros al norte de Haifa, y fui a verle.

Hemos venido siendo amigos desde entonces. En mis viajes a Israel, siempre paso algunas horas o un día en su kibbutz. Volvió a adoptar su nombre de familia, Jitzchak Sternberg, fue elegido secretario del kibbutz, está casado, tiene dos niños muy hermosos y, en fin, no se parece en nada a aquel asustado muchacho que vino a mi barracón en 1943.

En abril de 1964, me invitó a que fuera a su kibbutz para que hablara a todos de mi trabajo. Después de mi charla, me llamaron al teléfono y un tal Heinz Jacob, que vivía en el kibbutz vecino, enterado de que yo estaba allí, quería hablarme de algo muy importante. ¿Podía él acudir inmediatamente?

Continúa

*Kibbutz: granja colectiva israelí.

Fuente: Los asesinos entre nosotros. Simon Wiesenthal, Noguer, 1967.

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Mensaje por Erich Hartmann » Dom Nov 02, 2008 2:35 pm

Heinz Jacob, rubio, de ojos azules y con aspecto muy alemán, me dijo que había nacido en Alemania y emigrado con sus padres a Palestina en 1933. El sol había tostado su piel y tenía los lentos movimientos y las poderosas manos del agricultor. Más tarde, en 1963, había vuelto a Alemania, primer viaje al país de su nacimiento con objeto de hacer comprobaciones acerca de la demanda de restitución de su propiedad incautada por los nazis presentada por su familia. En un tren, camino de Berlín, viajaba en un compartimiento con un alemán alto y de distinguido aspecto que tendría unos setenta años, y al cabo de un rato entablaron conversación. Cuando su interlocutor preguntó a Jacob su nacionalidad y éste le dijo que procedía de Israel, pareció agradablemente sorprendido.

No tiene usted aspecto de judío, Herr Jacob. El anciano alemán se presentó como barón Evert von Freytag-Loringhoven.

Jacob se rió y le dijo:

Muchos de nuestros jóvenes israelíes no tienen aspecto de judíos, si a eso se refiere. La mayoría de los niños de nuestro kibbutz son rubios y tienen los ojos azules como los de Escandinavia o Texas, pero se sienten judíos, y eso es lo que importa.

El barón asintió con la cabeza. Dijo que, habiendo pasado la mayor parte de su vida aislado en el campo, no había visto nunca a un israelí. Había crecido en Letonia, en la hacienda feudal que pertenecía a su familia, desde luego, antes de que los bolcheviques entraran en 1919 y expropiaran todas las grandes posesiones. El barón había conocido muchos judíos en Riga y afirmó que eran la gente más culta de la ciudad, que les gustaba la arquitectura, la música, las artes.

En 1919, el barón escapó a Alemania, donde luego heredó dos haciendas en Grodno y Merakowo, en la Prusia Oriental, de las que se puso al frente hasta 1945. Luego, una vez más, los rusos llegaron.

Estuvieron hablando de todo aquello, de cómo los dos habían escapado, el barón alemán de los rusos y el judío alemán de los alemanes; y el barón refirió a Jacob que su hermano había sido oficial de las tropas del Kaiser y que posteriormente había luchado en la Wehrmacht.

Durante siglos, en nuestra familia ha sido tradición que el hijo mayor cuidara de las haciendas y que los demás sirvieran en el ejército. Mi hermano era un apasionado nacionalsocialista antes de que Hitler se adueñara del poder y, como muchos oficiales, sintiéndose humillado tras la primera Guerra mundial, creyó firmemente que los nacionalsocialistas crearían de nuevo la Gran Alemania.

El barón se encogió de hombros resignado.

Mi pobre hermano se desilusionó en cuanto vio lo que los SS hicieron antes de la guerra y durante ella, convirtiéndose en activo enemigo del régimen. Se unió a los patriotas contra Hitler el 20 de julio de 1944, ¿ha oído usted hablar del golpe malogrado?

Heinz asintió. Se preguntaba por qué aquel anciano aristócrata, que claramente era un hombre reservado, le contaría todo aquello a un extraño de viaje en un tren.

Mi hermano fue quien procuró los explosivos para la bomba del conde Stauffenberg. Mi hermano se suicidó. Quizá fue mejor así, porque si no, le hubieran ahorcado en la prisión Ploetzensee de Berlín. A mí me arrestó en Berlín la Gestapo y pasé varios meses en la cárcel de Alexanderplatz pero me pusieron en libertad gracias a la intervención de un amigo, un alto oficial nazi; pero, terminada la guerra, tuve que esconderme una vez más, cuando los rusos emprendieron mi búsqueda. Un oficial polaco que había estado en el campo de concentración de Stutthof, cerca de Danzig, me salvó la vida. Todo eso es muy extraño, ¿verdad? En septiembre de 1945 me las compuse para hacerme con una documentación falsa y pude llegar a un pequeño lugar de Hesse donde vive mi hermana, viuda. Ahora tengo por fin una hacienda. No es muy grande, pero llevar una granja es lo único que sé hacer.

El barón se le acercó más:

Herr Jacob, yo no creo en las coincidencias como tampoco creería usted si hubiera vivido mi vida. No puede ser mera casualidad que usted y yo nos hallemos ahora en este compartimiento. Fíjese: hoy en día apenas salgo de mi granja y es usted el primer judío con que yo me tropiezo en muchos años. Sé las atrocidades que los alemanes cometieron contra los judíos porque las vi con mis propios ojos, vi matar a mujeres inocentes... hasta hoy no he hablado de estas cosas a nadie pero todavía las sigo viendo en mis pesadillas: no puedo olvidar mi secreto ni quiero llevármelo a la tumba...

Se tapó los ojos con una mano:

Todavía veo a una mujer judía que trabajaba en mi granja de Merakowo, una señora culta de Praga. Y recuerdo a una señora joven, de Budapest, que era doctora y que había instalado un hospital provisional en la pequeña escuela de Grodno, que no tendría más de treinta años y era muy bonita; intenté esconderla para ver si tenía posibilidad de escapar más adelante pero ella me dio las gracias diciéndome que quería permanecer junto a sus pacientes: la asesinaron junto con ellos. Me gustaría saber que siquiera alguno se salvó, y si tuviese su dirección haría todo lo posible por ayudarle.

El barón miró a Jacob a los ojos, y le pidió:

Dígame a dónde. No puedo hablarle de ello hoy, pero le escribiré.

Estábamos sentados en el pequeño jardín, Sternberg, Heinz y yo, rodeados de los naranjos y limoneros del kibbutz. Jacob me dio las cartas del barón Freytag-Loringhoven, y me dijo:

Aquí está la historia entera. Seguimos manteniendo frecuente correspondencia. Fíjese, cuando en el tren aludió a «las atrocidades» como él las llama, pensé automáticamente en usted y dije al barón: «Esto puede ser de mucho valor para Simón Wiesenthal». Y entonces le hablé de su trabajo. El barón pareció sobrecogido y dijo: «Ahora sí que veo que no ha sido pura coincidencia: uno de los campos de trabajo donde tuvieron lugar las peores atrocidades se llama Wiesenthal, está en un pequeño pueblo cerca de Thorn. Tengo que pedirle que se ponga en contacto con ese Wiesenthal y le entregue el material que yo le dé.


Continúa...

Fuente: Los asesinos entre nosotros. Simon Wiesenthal, Noguer, 1967.

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Mensaje por Erich Hartmann » Dom Nov 02, 2008 2:37 pm

No dormí aquella noche. Reinaba gran calma afuera. A través de la abierta ventana de mi habitación del hotel me llegaba el aroma de Israel, una mezcla de naranjos en flor y flores que sería capaz de reconocer en cualquier momento con los ojos cerrados.

Leía las cartas de aquel anciano aristócrata alemán que contenían lo que él llamaba «su terrible secreto» y pensaba que lo peor era que quizá no lo hubiera revelado nunca si no hubiera conocido por casualidad a un joven judío que le inspiró confianza. Muchas veces me pregunto cuántos secretos existen todavía por revelar.

Un día del noviembre de 1944, un tren cargado con 2.800 mujeres judías, compuesto de vagones para ganado, llegaba a la estación de Merakowo, cerca de Thorn, Polonia. El jefe de estación, un hombre llamado Zacharek que todavía está en Merakowo, recordaba muy bien aquel transporte y posteriormente habló de él al barón Freytag-Loringhoven. Se veía débiles y extenuadas a las mujeres, algunas medio muertas. Habían hecho un viaje largo y espantoso. En su mayoría procedían de Hungría pero las había también de Polonia, Checoslovaquia, Rumania, Holanda, Austria y Francia. Habían estado ya en varios campos de concentración de Letonia y Lituania y luego habían sido llevadas en pequeños buques de carga por el mar Báltico hasta Danzig y de allí al campo de concentración de Stutthof. A continuación fueron enviadas a Merakowo. De la estación ferroviaria de Merakowo, las mujeres fueron conducidas hasta una vasta hacienda a un kilómetro y medio de Grodno, que pertenecía entonces al barón. El propio barón prestó la siguiente declaración a uno de mis colaboradores :

  • «De Grodno las mujeres fueron llevadas a cuatro campos de trabajo: Malven, cerca de Strassberg; Grodno, cerca de Thorn; Shirokopas, cerca de Kulm; Wiesenthal, también cerca de Thorn. El jefe del transporte era el Obersturmführer de la SS Ehle. En Grodno, a las mujeres se les ordenó que cavaran trincheras antitanques. Vivían en las tiendas que las Hitlerjugend (Juventudes Hitlerianas) habían ocupado cuando se dedicaron a cavar trincheras en la región y que ahora habían quedado vacantes. Algunas mujeres fueron enviadas a trabajar en las granjas de los alrededores, unas 135 de ellas a mis posesiones: trabajaban en los establos o recogían patatas en los campos.

    »La mayoría de mujeres casi no traían ropas al llegar. Muchas se cubrían con dos mantas militares viejas: se echaban una sobre los hombros y se enrollaban la otra a la cintura como si fuera una falda. Tenían tanta hambre que corrieron a los campos a comerse las hojas de las remolachas. A las mujeres que eran demasiado débiles para trabajar, los SS las mataban de un garrotazo en la nuca. El comandante de la SS Ehle me dijo luego que era un método muy práctico: «Ningún examen post mortem podría establecer la causa de su muerte».

    »A unas mujeres las mataban en una pequeña península en el mar de Grodno pero a otras las arrojaban en masa a una fosa, mujeres que serían a continuación asesinadas allí mismo. Cada día Ehle daba orden de matar de 8 a 20 mujeres. El 16 ó 17 de enero de 1945, asesinaron a 118, poco antes de que los rusos entraran. Por entonces una de las mujeres había tenido un hijo y yo intenté salvar al niño con la ayuda de dos trabajadores polacos. Pero no pude, Ehle encontró a la madre y al niño y vi con mis propios ojos cómo mataba a madre e hijo...»


Y proseguía la crónica de horror. A una mujer la hicieron arrodillar sobre el río helado «hasta que sus rodillas quedaron soldadas al hielo». Los guardas eran alemanes y ucranios. El barón los llamaba «la peor gentuza de la tierra que cabe imaginar». Golpeaban a las mujeres con las culatas de sus fusiles; si ocurría que una mujer llegara unos minutos tarde al trabajo, inventaban «toda clase de sádicos castigos». Como siempre, allí donde hay horror hay también heroísmo, como la de aquella doctora que rehusó el ofrecimiento de ayuda del barón.

El barón Freytag-Loringhoven escondió a dos mujeres en su casa: a una costurera de Budapest y a una mujer de Praga, esposa de un peletero. El capataz que tenía, un polaco, escondió a su vez a una joven judía de Lodz que tenía diecinueve años. A las diez mujeres que trabajaban en los establos y se encargaban del ganado, el barón ordenó se les diera leche y patatas, a pesar de que sabía que ello estaba estrictamente prohibido por Ehle. Una de las prisioneras, la mujer del propietario de un molino de cerca de Praga, le dio una lista que contenía los nombres de quinientas de las prisioneras. Posteriormente, cuando Freytag-Lorighoven vivía en Polonia con nombre supuesto, un soldado ruso le registró, le quitó la lista y la rompió. El barón proseguía:

  • «El 18 de enero de 1945, las restantes mujeres fueron trasladadas a otro lugar. Según rumores, a Danzig y allí arrojadas al mar... Hay muchas más cosas que vi y que quiero declarar. Esta es la verdad. Quisiera poder averiguar si alguna de las mujeres aquellas logró sobrevivir, mujeres a las que deseo todo lo mejor del mundo.»


Dejé las cartas del barón. Me había llegado hasta allí para visitar a un joven amigo, para ver a los niños y las arboledas del kibbutz pero ni siquiera allí me era dado escapar del pasado.

Continúa...

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Mensaje por Erich Hartmann » Dom Nov 02, 2008 2:40 pm

Había dos cuestiones. Primera, ¿estaba Ehle vivo y nos sería posible dar con él? Segunda, ¿querría el barón Freytag-Loringhoven mantener su historia ante los tribunales? Repetidamente me había encontrado con que los testigos no querían hablar ante el juez o el fiscal del distrito y muchas veces el testimonio de un solo testigo no se considera suficiente para procesar a un hombre, el barón Freytag-Loringhoven; sin embargo, podría ser un testigo de mucho peso pues no tenía motivo personal alguno para declarar, excepto el de servir a la justicia; no era judío y no había conocido anteriormente al hombre que acusaba. No era uno de esos casos de la acusación de un hombre contra la defensa de otro. El viejo principio in dubio pro reo (en caso de duda, fallar en favor del reo) no podía aplicarse al caso. Ehle había sido Obersturmführer en un campo de concentración y era de dominio público que esa clase de hombres no pasaban el tiempo escribiendo poesías o jugando al ajedrez. El anciano aristócrata alemán no podía ser acusado de prejuicio contra el acusado: el crimen había sido cometido en su hacienda y había sido testigo ocular.

Metí las cartas en mi cartera. Si podíamos dar con Ehle, podríamos querellar con muchas probabilidades.

A mi vuelta de Israel, pedía a Michael Lingens, uno de mis colaboradores de Viena, que se pusiera en contacto con el barón. La madre de Lingens, cristiana, nuera del jefe de la policía de Colonia, había sido enviada a Auschwitz por ayudar a los judíos. En la actualidad la madre de Lingens es presidente del Comité de Auschwitz.

Lingens habló con el barón Freytag-Loringhoven y luego Frau Lingens fue a ver al anciano. Estuvo de acuerdo inmediatamente en declarar ante tribunal pues no quería morir con aquel terrible fardo en su conciencia. Escribimos al Instituto Histórico Judío de Varsovia pidiendo documentación o nombres de testigos, pero no tenían ninguno.

Una petición similar hecha a la policía israelí, obtuvo igual negativa. Ni siquiera los israelíes especializados en crímenes nazis habían oído hablar del asesinato en masa de 1.500 mujeres en Grodno. Escribimos un informe y lo enviamos a la Agencia Alemana Central de Justicia de Ludwigsburg.

Rückerl fue nombrado fiscal para el caso. Puesto que las mujeres procedían del campo de concentración de Stutthof, empezó por buscar los nombres de los guardas de Stutthof. En la lista figuraba el nombre del Obersturmführer Paul Ehle. Al parecer, Ehle vivía ahora en Kiel donde trabajaba como mecánico pero nadie allí tenía la más ligera idea de su pasado.

Lo que más me preocupa de este caso —decía Rückerl— es no haber tenido conocimiento de él. Si usted no nos lo hubiera notificado, el barón pudiera haber muerto con su secreto.

Le dije que ni en Polonia ni en Israel los archivos de las atrocidades nazis contenían nada al respecto tampoco.

Me pondré en contacto con el barón Freytag-Loringhoven —me dijo Rückerl—. Lo que dice en sus cartas a Jacob, en un tribunal sería considerado sólo como «información» y para interrumpir el Estatuto de Limitación necesitamos la declaración jurada del barón. Voy a ver si puedo conseguir una fotografía de Ehle y si el barón puede identificarlo podemos conseguir un proceso.

Pocas semanas después, el barón Freytag-Loringhoven prestó testimonio confirmando todo lo dicho en sus cartas. El dossier fue enviado al Fiscal del Distrito de Kiel donde el antiguo Obersturmführer fue arrestado sin siquiera intentar negar sus crímenes. Hubiera sido procesado y condenado, supongo, si no hubiera muerto en la cárcel en septiembre de 1965.

En noviembre de 1965, veinte años después de cometidos aquellos crímenes en la Prusia Oriental, las autoridades polacas anunciaron que habían hallado «la gran fosa común en la pequeña península del mar de Grodno», que el barón Freytag-Loringhoven había descrito.


FIN

Fuente: Los asesinos entre nosotros. Simon Wiesenthal, Noguer, 1967.

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