Agonía y caída de Berlín
Condensado del libro de Cornelius Ryan
Primera parte - El crepúsculo del Tercer Reich
Introducción
Afrontando lo desconocido
Problema delicado de moral
La rueda de retribución
Cristales rotos
Actitud mental
En la cárcel y fuera de ella
Los verdaderos creyentes
Las dudas de un defensor
En el camino a la eternidad
Como un soldado raso
El fantástico lío en que nos encontramos
Se revelan secretos de guerra
Adivinando en la bola de cristal
La iniciativa perdida
Escapada por tren
Brillante desfile
Atacar y avanzar
Ataque por sorpresa
Esperando la orden de ataque
El ocaso de los dioses
Introducción
La última batalla es la crónica, singularmente dramática, del episodio culminante de la segunda guerra mundial: la caída de Berlín. Como El día más largo de la historia, el anterior triunfo literario de Cornelius Ryan, este libro se basa en los relatos de centenares de personas: de generales soviéticos y las atemorizadas mujeres berlinesas; de miembros del gabinete del presidente Roosevelt; de soldados que participaron en la lucha; de los últimos generales alemanes y aun de la perita en mecánica dental que estaba al tanto de lo que los aliados ignoraban: en dónde se ocultaba un Hitler paralizado y deshecho.
En éstas páginas salen a la luz, por primera vez, no pocos hechos que habrán de llevar a una revisión de las circunstancias que concurrieron al resultado final de la guerra en Europa. Cornelius Ryan es el primer escritor occidental a quien se haya dado acceso a los archivos de guerra de los soviéticos; es la primera persona que desentraña el fantástico episodio de cómo se pasó por alto el plan para la ocupación de Alemania trazado por el presidente Roosevelt.
Ryan, redactor viajero del Reader's Digest, empleó más de tres años en escribir La última Batalla y en investigaciones que debió llevar a cabo previamente. En su tarea le ayudó un cuerpo de reporteros del reader's Digest destacads en muchos países y los cuales examinaron minuciosamente los archivos correspondientes en Berlín, Londres y Washington, y entrevistaron a incontables personas en no menos de 15 países. Esta es la primera parte de una obra que será objeto de vivos comentarios, provocará apasionadas discusiones y llegará sin duda a figurar entre las páginas clásicas de la literatura dedicada a la segunda guerra mundial.
En las latitudes nórdicas amanece temprano. Y al alejarse de la ciudad los aviones bombarderos, los primeros rayos de la luz del día asomaban por el oriente. Inmensas y densas columnas de humo se elevaban al cielo en los barrios de Pankow, Weissensee y Lichtenberg. Abajo, donde la nube de humo era menos densa, el suave resplandor del alba resultaba difícil distinguirlo del reflejo de la hogera de llamas en que ardía la ciudad de Berlín, destruida por las bombas.
el 21 de Marzo de 1945, a medida que las nubes de humo se dispersaban lentamente por entre las ruinas, la ciudad más violentamente bombardeada de Alemania se destacó en todo su desnudo y macabro esplendor. Estaba señalada por miles de cráteres y entretejida por las vigas torcidas de miles de edificios desplomados. Manzanas de casas de apartamentos y barrios enteros habían sido arrasados. Por todas partes, construcciones semidestruidas, sin ventanas ni techos, miraban al cielo.
En amplia Unter de Linden (Avenida de los Tilos), pocos eran los bancos, librerías y tiendas elegantes que no habían sufrido daños. Pero, al extremo occidental de la avenida, uno de los monumentos más sobresalientes de la ciudad de Berlín, la famosa Puerta de Brandemburgo, de 26 metros de alto, aunque rajada y partida, se erguía aún sobre la vía triumphalis, con sus 12 macizas colimnas dóricas.
No lejos, en la Wilhelmstrasse, donde se alineaban los edificios del gobierno y antiguos palacios, fragmentos de vidrio de miles de ventanas brillaban entre los escombros. El No 73, el bello palacio que había sido la recidencia de los presidentes en los días anteriores al III Reich, había quedado casi destrozado por un violento incendio.
Una manzana más allá, el No 77 mostraba desperfectos, pero estaba casi intacto. Montones de piedra, ladrillo y materiales de construcción se veían en torno a este edificio de tres pisos, en forma de L. Resaltaba en el áspero exterior de color pardo amarillento el imponente balcón desde el cual el mundo había escuchado las arengas en discursos delirantes. El Reichskanzlei (la Cancillería de Adolfo Hitler) todavía estaba de pie.
Por toda la ciudad atormentada las sirenas comenzaban a avisar que había cesado el bombardeo. Había concluido la incursión aérea No 314 de los Aliados sobre Berlín. Durante los primeros años de la guerra los ataques aéreos habían sido esporádicos. Pero ahora eran casi continuemos. Los norteamericanos bombardeaban durante el día y la RAF durante la noche. Las bomba explosivas habían dejado en ruinas un sector edificado de más de 25 kilómetros cuadrados de extensión, diez veces el área destruida en Londres por la Luftwaffe. Había en las calles 90 millones de metros cúbicos de piedra y ladrillo, cemento y otros materiales de construcción. Casi la mitad del total de 1.562.000 viviendas de Berlín habían quedado destruidas o dañadas. Por lo menos habían muerto 52.00 personas y el número de heridos ascendía al doble, cinco veces mayor que el número causado por los bombardeos en Londres. Y aún faltaba por venir la agonía final.
Sin embargo, dentro de este caos de desvastación, la vida continuaba con una especie de normalidad lunática. Doce mil policías prestaban aún servicio. Los carteros entregaban el correo; los periódicos salían diariamente, el servicio telefónico continuaba; la basura se recogía. Algunos salones de cine y algunos teatros estaban abiertos. Las grandes tiendas tenían ventas especiales. Las lavanderías en seco y los salones de belleza hacían buen negocio.
Quizá lo mas sorprendente de todo fuese que más del 65 por ciento de las grandes fábricas de Berlín continuaban aún funcionando. Como les exigiera a veces horas de viaje llegar a su trabajo, los berlineses se habían vuelto madrugadores. Todo el mundo quería llegar temprano a su trabajo porque los norteamericanos, que también eran madrugadores, con frecuencia comenzaban a bombardear la ciudad a eso de las 9 de la mañana.
Aquella mañana brillante de sol, por los 20 barrios que se extendían a través de la ciudad, los berlineses aparecían en las calles como habitantes neolíticos de cavernas. Surgían de las entrañas de los trenes subterráneos, de los refugios situados en la parte baja de los edificios públicos, de los sótanos de sus casas. Cualesquiera que fuesen sus anhelos, sus temores o sus creencias, estaban resueltos a vivir otro día.
Lo mismo podía decirse de la segunda guerra mundial, la Alemania de Hitler luchaba desesperadamente por sobrevivir. El Reich que había sido creado para existir 1000 años era invadido por dos lados. A 480 kilómetros al oeste, las fuerzas angloamericanas avanzaban rápidamente por el gran río Rin, lo habían atravesado en Remagen y se dirigían a toda marcha hacia Berlín. En la orilla este del Oder surgía una amenaza más urgente e infinitamente más temible, allí a menos de 80 kilómetros, estaba el ejército ruso.
Continúa...
Próximo capítulo: Afronrtando lo desconocido.
Gracias por estar