¡Hola a todos!
goe escribió:
Ahora bien, en la alemania nazi, los responsables del Holocausto pudieron hacerlo por varias motivaciones:
y de raíz religiosa1) Antisemitismo.
2) Deseo de objtener poder dentro del establishment de la Alemania nazi.
3) Deseo de encajar en una sociedad donde colaborar con la dictadura facilitaba las cosas, y no hacerlo las dificultaba.
Los responsables del Holocausto fueron quienes lo concibieron, planificaron, ordenaron y ejecutaron. Sin embargo, este crimen horrendo de la "Solución Final" -sin parangón en la historia humana por su sofisticada planificación, ejecución y magnitud- no salió de la nada. Desde la primera legislación del régimen nazi contra los alemanes judíos hasta la "Solución Final" pasaron muchos años que vieron un proceso de radicalización constante de los planes que, en tal sentido, iban fracasando o siendo finalmente inviables.
En la Alemania de principios del siglo XX, como en muchas otras naciones de Europa, los prejuicios antijudíos eran seculares y de raíz religiosa, de la que surgieron una variedad de ramificaciones económico-sociales. Pero el antisemitismo alemán (surgido en el último tercio del siglo XIX) era algo completamente diferente en su concepción, que era política e ideológica con componentes nuevos, como el racismo. Este antisemitismo fue adquiriendo relevancia en Alemania después de la IGM y a lo largo de la Republica de Weimar, especialmente, pero no sólo, en el ala
völkisch y nacionalsocialista del espectro político. “
El antisemitismo que se vivió durante Weimar no fue exclusivo del Partido Nazi, pero lo que es más importante, y razón de este hilo, es que los objetivos básicos del antisemitismo nazi jamás fueron desconocidos para el pueblo alemán, en general, y por tanto no cabe achacar sorpresa, por su parte, a las políticas que emprendió el NSDAP cuando llegó al poder en enero de 1933”. Véase
https://www.forosegundaguerra.com/viewt ... 59&t=15358
Si introduzco este tema en el asunto Eichmann es porque creo que al considerar las motivaciones detrás de quienes decidieron en un momento u otro apoyar, por activa o por pasiva, al régimen nazi en sus políticas raciales, lo importante no son las particularidades personales de los millones de individuos que así se posicionaron, y en este caso Eichmann, sino las tendencias generales y el ambiente político-social en Alemania al iniciarse la andadura del régimen nazi.
Yo guardo como un tesoro un libro escrito por uno de los alemanes más lúcidos de la época, que emigró a Inglaterra en 1938, fundamentalmente por la insoportable atmósfera vital que se respira entonces en Alemania y porque su novia era judía. Se trata de Raimund Pretzel (1907-1999), más conocido por su seudónimo Sebastian Haffner, y su libro
Historia de un alemán. Memorias 1914-1933 (Barcelona: Destino, 2005)*, que el autor escribió en 1939, por tanto una publicación póstuma. Es un libro que nunca me canso de releer. Voy a copiar unas cuantas páginas de este libro para poner de relieve, desde la óptica particular de su autor, cómo se vivió en Alemania la primera gran demostración nazi contra los judíos. Y sirve para contextualizar el ambiente que atrapó a multitud de individuos en los que el caso particular de Eichmann, hasta ese momento, carece de relevancia como tal y se diluye en lo general. El relato pertenece al capítulo 22, p. 149 y ss.:
<<<
A finales de marzo los nazis sintieron que tenían poder suficiente como para poner en marcha el primer acto de su auténtica revolución, la que no va dirigida contra una Constitución cualquiera, sino contra las bases de la convivencia humana sobre la Tierra, y cuyo punto culminante está aún por llegar en caso de que no sea combatida. El primer acto intimidatorio fue el boicot impuesto a los judíos el primero de abril de 1933.
Así lo decidieron Hitler y Goebbels mientras tomaban té con pastas en Obersalzberg el domingo anterior. El periódico del lunes trajo el siguiente titular, curiosamente irónico: «Anunciada una operación masiva». A partir del sábado, primero de abril, decía el diario, todos los negocios judíos serían boicoteados. Los oficiales de las SA montarían guardia en la puerta e impedirían la entrada a cualquier persona. Asimismo, todos los médicos y abogados judíos serían objeto del boicot. Las patrullas de las SA se encargarían de controlar los despachos y las consultas para comprobar que el boicot se estaba llevando a cabo.
La justificación de esta medida permitió calibrar el avance logrado por los nazis en el último mes. La leyenda propagada en su día sobre los planes de golpe de Estado por parte de los comunistas, que tenían por objeto abolir la Constitución y las libertades civiles, fue una trama bien urdida, con pretensiones de resultar creíble; es más, los nazis creyeron incluso necesario fabricar una prueba bien visible, por eso incendiaron el
Reichstag. Por el contrario, la explicación oficial del boicot impuesto a los judíos fue desde un principio una ofensa descarada y una burla dirigida contra aquellas personas de las que se esperaba que se comportasen como si creyeran dicha explicación. La justificación era que el boicot debía llevarse a cabo como medida de defensa y revancha frente a las historias de terror infundado sobre la nueva Alemania que los judíos de
ese país estaban difundiendo astutamente en el extranjero. Sí, ésa era la razón.
En los días siguientes se tomaron medidas complementarias (algunas de las cuales se suavizarían más
adelante, en un primer momento): todos los negocios «arios» debían despedir a los empleados judíos. A continuación: todos los negocios judíos debían hacer lo propio. Sus dueños estaban obligados a seguir pagando los sueldos y salarios de sus empleados «arios» mientras los negocios permaneciesen cerrados a causa del boicot. Dichos propietarios tenían que retirarse totalmente y solicitar la presencia de gerentes «arios», etc.
Al mismo tiempo comenzó una gran «campaña informativa» contra los judíos. A través de octavillas, carteles
y concentraciones multitudinarias se explicó a los alemanes que, en caso de que hasta entonces hubiesen considerado a los judíos personas, estaban en un error. Los judíos no eran más que «seres inferiores», una especie de animales, pero a la vez tenían características demoníacas. Las consecuencias que había que sacar de esto no se explicitaron por el momento. Con todo, la expresión «¡Pereced, judíos!» se presentó como
consigna y grito de guerra. En calidad de jefe del boicot se designó a una persona cuyo nombre leyó la mayoría de los alemanes por primera vez: Julius Streicher.
Todo esto generó lo que en modo alguno se habría esperado de los alemanes al cabo de aquellas cuatro semanas: un sentimiento de terror generalizado. Cierto murmullo desaprobatorio, reprimido pero perceptible, recorrió el país. Gracias a su extremada sensibilidad, los nazis se dieron cuenta de que habían dado un paso demasiado arriesgado, así que después del primero de abril retiraron parte de las medidas, no sin antes haber aguardado a que el terror surtiera pleno efecto. Entretanto ya ha trascendido la cantidad de medidas a las que renunciaron de entre todas las que tenían previstas.
Lo más extraño y descorazonador fue lógicamente que — más allá del terror inicial— este primer anuncio generoso del advenimiento de una nueva mentalidad asesina desató una avalancha de conversaciones y debates en toda Alemania, ya no sobre la cuestión antisemita, sino sobre la «cuestión judía». Un truco que, desde entonces, también les ha funcionado a los nazis al tratar muchas otras «cuestiones» a escala
internacional: amenazando públicamente de muerte a alguien determinado —un país, una población o un grupo de personas— lograban que de pronto se discutiera abiertamente no sobre su propia razón de ser, sino sobre la de ese país, esa nación o ese grupo, es decir, que la existencia de los demás se pusiera en tela de juicio.
De repente todos se sintieron obligados y autorizados a formarse una opinión sobre los judíos y a hacer gala de ella. Se efectuaban sutiles distinciones entre los judíos «decentes» y el resto; si unos apelaban a los logros científicos, artísticos y médicos de los judíos con intención de justificarlos —¿qué es lo que había que justificar?—, los otros les reprochaban precisamente eso: haber «extranjerizado» la ciencia, el arte y la
medicina. Es más, enseguida surgió una práctica habitual y popular consistente en percibir el ejercicio de profesiones decentes y de alto rango intelectual por parte de los judíos como un crimen o, cuando menos, como una falta de tacto. A los defensores de los judíos se les echaba en cara con el ceño fruncido que éstos tuviesen la desfachatez de representar tal y cual porcentaje entre los médicos, los abogados, los periodistas, etc. De hecho a la gente le encantaba opinar sobre la «cuestión judía» basándose en porcentajes. Se ponían a calcular si la parte proporcional de judíos miembros del Partido Comunista no era demasiado elevada y su equivalente entre los caídos en la Gran Guerra demasiado baja (de hecho, yo mismo escuché esto último de labios de una persona que se consideraba miembro de la «clase culta» y tenía un título de doctor. Con la máxima gravedad me demostró que los doce mil judíos alemanes caídos en la Gran Guerra representaban
una proporción menor respecto a la totalidad de judíos alemanes que su equivalente en el caso de los arios. De ahí concluía «una cierta justificación» del antisemitismo nazi).
Sin embargo, hoy ya a nadie le cabrá la menor duda de que, en realidad, el antisemitismo nazi no tiene prácticamente nada que ver con los judíos, ni con sus méritos ni con sus deméritos. Lo verdaderamente interesante del propósito nazi, cada vez menos velado, de amaestrar a los alemanes para que persigan a los judíos a lo largo y ancho del mundo y a ser posible los exterminen, no es ya su justificación —un disparate tan absurdo que el mero hecho de argumentar en su contra ya implica una degradación—, sino el propósito en sí mismo. Éste constituye en efecto algo novedoso dentro de la historia de la humanidad: el intento de anular, en el caso del género humano, esa solidaridad primigenia que comparten todos los miembros de una especie animal y que es lo único que los capacita para sobrevivir en la lucha por la existencia; la pretensión de dirigir los instintos depredadores del hombre, que normalmente sólo apuntan contra el mundo animal,
contra miembros de su propia especie y de «azuzar» a toda una nación contra determinadas personas, como si fuera una manada de perros. Una vez despierto el instinto básico y perpetuo para asesinar al prójimo y transformado incluso en obligación, el hecho de cambiar de objeto se reduce a un detalle sin importancia. Ya hoy resulta bastante evidente que donde dice «judíos» se puede poner «checos», «polacos» o cualquier otra cosa. De lo que se trata aquí es de la vacunación sistemática de todo un pueblo —el alemán— con un bacilo
cuyo efecto consiste en que todos los portadores actúan contra el prójimo con ferocidad, o dicho de otro modo: se trata de liberar y cultivar aquellos instintos sádicos cuya represión y destrucción ha sido obra de un proceso civilizador de muchos miles de años de duración. En uno de los próximos capítulos tendré ocasión de demostrar cómo amplios sectores de la nación alemana —a pesar de su debilitamiento y deshonra generales— sí que logran reunir defensas, probablemente a partir de un oscuro instinto que les advierte sobre lo que está en juego. De no ser así y en caso de que este intento de los nazis —núcleo principal de todas sus aspiraciones— llegase a buen término, todo conduciría a una crisis humana de primer grado, en la que se pondría en cuestión la pervivencia física de la especie y cuya única escapatoria consistiría probablemente
en recurrir por fuerza a medios espantosos, como la destrucción física de todos los afectados por el bacilo lobuno.
De este breve esbozo ya se desprende que es precisamente el antisemitismo nazi lo que afecta a cuestiones definitivas sobre la existencia —y no sólo la de los judíos—, alcanzando un límite al que no llegan los demás puntos del programa nazi. Y esto permite hacerse una idea de lo increíblemente ridícula que resulta la opinión, hoy nada infrecuente en Alemania, de que el antisemitismo nazi es un pequeño detalle secundario, o como mucho un defecto de forma que, según se tenga a los judíos en mayor o menor estima, puede lamentarse o aceptarse con resignación, pero que «lógicamente no significa nada en comparación con las grandes cuestiones nacionales». Estas «grandes cuestiones nacionales» son en realidad totalmente insignificantes, forman parte de la rutina diaria y del caos generado por un período europeo de transición al que tal vez aún le queden unas décadas; pero en verdad no tienen nada que ver con el peligro primigenio que supone el crepúsculo de la humanidad y es lo que el antisemitismo nazi pretende.
Éstas son cosas sobre las cuales en marzo de 1933 nadie tenía una visión totalmente clara aún. Sin embargo, en este caso puedo hacer alarde de que a mí ya entonces todo aquello empezó a olerme mal. Una cosa era evidente: lo sucedido hasta ese momento había sido simplemente asqueroso. Lo que comenzaba en ese instante tenía algo de apocalíptico y ponía encima de la mesa unas preguntas decisivas —lo noté en forma de sacudida en zonas del alma poco transitadas—, a pesar de que entonces yo aún fuese incapaz de formularlas.
>>>
Creo que todo el mundo, hoy más que nunca, debía leer estas memorias de Haffner, porque son un lúcido análisis del pasado y, por mor de mucho de lo que pasa hoy en el mundo (España incluida), un recordatorio para el presente.
*La publicación original fue en alemán bajo el título
Geschichte eines Deutschen: die Erinnerungen 1914-1933 (Stuttgart: Deutsche Verlags-Anstalt, 2000).
Saludos cordiales
JL